CONCLUSIÓN DE TODA LE LEY

LA LEY DE DIOS “DIEZ MANDAMIENTOS”.

PRIMERA LECCIÓN

1. PRINCIPIOS PRELIMINARES.

La personalidad de Dios está involucrada en la idea de la Ley; y por tanto toda moralidad está basada en la religión. Los principales significados de la palabra ley son:
(1) Un orden establecido en la secuencia de acontecimientos. Una ley, en este sentido, es un mero hecho. Que los planetas estén separados del sol en base de una proporción determinada; que las hojas de una planta estén dispuestas en una espiral regular alrededor del tallo; y que una idea sugiera otra por asociación, son hechos simples. Pero se les llama apropiadamente leyes, en el sentido de órdenes secuenciales o relacionales establecidos. También lo que se llaman leyes de la luz, del sonido, y de la afinidad química, son, en su mayoría, meros hechos.
(2) Una fuerza con una actuación uniforme que determina la regular secuencia de acontecimientos. En este sentido, las fuerzas físicas que observamos actuando a nuestro alrededor son llamadas leyes de la naturaleza. La gravedad, la luz, el calor, la electricidad y el magnetismo son fuerzas así. El hecho de su actuación uniforme les da el carácter de leyes. Así el Apóstol se refiere también a una ley de pecado en sus miembros que guerrea contra la ley de su mente.
(3) Ley es aquello que vincula la conciencia. Impone la obligación de conformarse a sus demandas a todas las criaturas racionales. Esto es cierto de la ley moral en su sentido más amplio. Es también cierto de las leyes humanas dentro de la esfera de su legítima acción. En todos estos sentidos de la palabra, una ley implica un legislador; esto es, una inteligencia actuando voluntariamente para alcanzar un fin.
La acción irregular o no regulada de las fuerzas físicas produce caos; su acción ordenada produce el cosmos. Pero una acción ordenada es una acción preestablecida, sostenida y dirigida para el logro de un propósito. Esto es todavía más evidentemente cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero de nuestros sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es la obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad, y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni autoridad a no ser que tengan un fundamento moral. Y si tienen una base moral de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad divina.
La autoridad de los gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de matrimonio y todos los otros derechos civiles, no descansan sobre abstracciones, ni sobre principios generales de conveniencia. Se podrían echar a un lado sin ninguna culpabilidad si no estuvieran sustentados por la autoridad de Dios. Por ello, toda obligación moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de Dios. Así que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la moralidad.
Principios Protestantes limitando la obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado fundamental por todos los Protestantes, y es que la Biblia contiene toda la norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la Palabra de Dios. Este principio es la salvaguarda de la libertad con que Cristo ha hecho libre a Su pueblo. Si se renuncia a él, se está a merced de la Iglesia externa, del Estado, o de la opinión pública. Es simplemente el principio de que es justo obedecer a Dios antes que a los hombres.
Nuestra obligación de prestar obediencia a las prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas descansa sobre nuestra obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que las leyes humanas están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a desobedecerlas. Cuando los emperadores paganos ordenaron a los cristianos a adorar a los ídolos, los mártires rehusaron. Cuando los papas y los concilios mandaron a los protestantes rendir culto a la Virgen María y a reconocer la supremacía del obispo de Roma, los mártires Protestantes rehusaron. Cuando les demandaron a los Presbiterianos de Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en el Estado que se sometieran a la autoridad de obispos, rehusaron.
 Cuando se les demandó a los Puritanos de Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva», de nuevo rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores que le debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La cuestión de si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en conflicto con la verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona individualmente. Es en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es a él, como individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar. 
Aunque estos principios, cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre los Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados. Esto es cierto no sólo en cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente el derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad. Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la Palabra de Dios.
Es tan deber para el pueblo de Dios resistir tal usurpación como lo fue para los primitivos cristianos resistirse a la autoridad de los Emperadores Romanos en cuestiones de religión, o para los primitivos Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a decidir por ellos lo que debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En todo caso, se trata de incredulidad como tal debería ser denunciada y resistida, a no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a Dios, y a hacemos los siervos de los hombres. Libertad cristiana en asuntos indiferentes.
Es perfectamente consistente con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o mala según ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer lo que la Biblia no condena. El mismo Pablo circuncidó a Timoteo; sin embargo, les dijo a los Gálatas que si se dejaban circuncidar, Cristo no les aprovecharía de nada. Comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos era asunto de indiferencia. Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano.»
Hay dos importantes principios involucrados en estos hechos escriturarios.
 El primero es que una cosa por sí misma indiferente pueda llegar a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala intención. La circuncisión no era nada, y la incircuncisión no era nada. Poco importaba que un hombre estuviera circuncidado o no. Pero si alguno se sometía a la ordenada produce el cosmos. Pero una acción ordenada es una acción preestablecida, sostenida y dirigida para el logro de un propósito.
Esto es todavía más evidentemente cierto con respecto a las leyes morales. El análisis más ligero de nuestros sentimientos es suficiente para mostrar que la obligación moral es la obligación de conformar nuestro carácter y conducta a la voluntad de un Ser infinitamente perfecto, que tiene autoridad para hacer imperativa su voluntad, y que tiene el poder y el derecho de castigar la desobediencia.
El sentimiento de culpa se resuelve especialmente en una conciencia responsable delante de un gobernador moral. Así, la ley moral es en su naturaleza la revelación de la voluntad de Dios hasta allá donde esta voluntad tiene que ver con la conducta de Sus criaturas. No tiene otra autoridad no otra sanción que la que deriva de Él. Lo mismo sucede con respecto a las leyes de los hombres. No tienen poder ni autoridad a no ser que tengan un fundamento moral.
Y si tienen una base moral de manera que vinculen a la conciencia, esta base tiene que ser la voluntad divina. La autoridad de los gobernantes civiles, los derechos de propiedad, de matrimonio y todos los otros derechos civiles, no descansan sobre abstracciones, ni sobre principios generales de conveniencia. Se podrían echar a un lado sin ninguna culpabilidad si no estuvieran sustentados por la autoridad de Dios.
Por ello, toda obligación moral se resuelve en la obligación de conformarse a la voluntad de Dios. Así que el Teísmo es la base de la jurisprudencia así como de la moralidad. Principios Protestantes limitando la obediencia a las leyes humanas. Hay otro principio considerado fundamental por todos los Protestantes, y es que la Biblia contiene toda la norma de deber para los hombres en su actual estado de existencia. Nada puede ligar legítimamente a la conciencia que no esté ordenado o prohibido por la Palabra de Dios.
Este principio es la salvaguarda de la libertad con que Cristo ha hecho libre a Su pueblo. Si se renuncia a él, se está a merced de la Iglesia externa, del Estado, o de la opinión pública. Es simplemente el principio de que es justo obedecer a Dios antes que a los hombres. Nuestra obligación de prestar obediencia a las prescripciones humanas en cualesquiera de sus formas descansa sobre nuestra obligación de obedecer a Dios; y, por tanto, siempre que las leyes humanas están en conflicto con la ley de Dios estamos obligados a desobedecerlas.
Cuando los emperadores paganos ordenaron a los cristianos a adorar a los ídolos, los mártires rehusaron. Cuando los papas y los concilios mandaron a los protestantes rendir culto a la Virgen Mana y a reconocer la supremacía del obispo de Roma, los mártires Protestantes rehusaron. Cuando les demandaron a los Presbiterianos de Escocia sus gobernantes en la Iglesia y en el Estado que se sometieran a la autoridad de obispos, rehusaron.
Cuando se les demandó a los Puritanos de Inglaterra que reconocieran la doctrina de la «obediencia pasiva», de nuevo rehusaron. Y es a la postura adoptada por estos mártires y confesores que le debe el mundo toda la libertad civil y religiosa que ahora goza. La cuestión de si alguna promulgación de la Iglesia o del Estado entra en conflicto con la verdad o la ley de Dios debe ser decidida por cada persona individualmente. Es en el individuo que pesa la responsabilidad, y por ello es a él, como individuo, a quien pertenece el derecho de juzgar. Aunque estos principios, cuando se exponen como tesis, son reconocidos universalmente entre los Protestantes, son sin embargo muy frecuentemente descuidados.
Esto es cierto no sólo en cuanto al pasado, cuando la Iglesia y el Estado reclamaron abiertamente el derecho a hacer leyes que ligaran la conciencia. Es cierto en la actualidad. Los hombres siguen insistiendo en el derecho de hacer pecado aquello que Dios no prohíbe; y obligatorio aquello que Dios no ha mandado. Prescriben normas de conducta y estipulaciones de comunión eclesial que no tienen sanción en la Palabra de Dios. Es tan deber para el pueblo de Dios resistir tal usurpación como lo fue para los primitivos cristianos resistirse a la autoridad de los Emperadores Romanos en cuestiones de religión, o para los primitivos Protestantes rehusar reconocer el derecho del Papa a decidir por ellos lo que debían creer y lo que debían hacer.
La esencia de la incredulidad consiste en que el hombre ponga sus convicciones de la verdad y del deber por encima de la Biblia. Esto puede ser hecho por fanáticos en la causa de la benevolencia, así como por fanáticos en cualquier otra causa. En todo caso, se trata de incredulidad. Y como tal debería ser denunciada y resistida, a no ser que estemos dispuestos a renunciar a nuestra adhesión a Dios, y a hacernos los siervos de los hombres. Libertad cristiana en asuntos indiferentes. Es perfectamente consistente con el principio acabado de citar que una cosa puede ser buena o mala según ciertas circunstancias, y, por ello, puede ser a menudo malo hacer lo que la Biblia no condena.
El mismo Pablo circuncidó a Timoteo; sin embargo, les dijo a los Gálatas que si se dejaban circuncidar, Cristo no les aprovecharía de nada. Comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos era asunto de indiferencia. Pero el Apóstol dijo: «Si la comida le es a mi hermano ocasión de caer, no comeré carne jamás, para no poner tropiezo a mi hermano.» Hay dos importantes principios involucrados en estos hechos escriturarios. El primero es que una cosa por sí misma indiferente pueda llegar a ser hasta fatalmente mala si se hace con mala intención.
La circuncisión no era nada, y la incircuncisión no era nada. Poco importaba que un hombre estuviera circuncidado o no. Pero si alguno se sometía a la circuncisión como acto de obediencia legal, y como condición necesaria de su justificación delante de Dios, rechazaba con ello el Evangelio, o, tal como lo expresa el Apóstol, caía de la gracia. Renunciaba al método de justificación por gracia, y Cristo dejaba de aprovecharle. De la misma manera, comer carne que había sido ofrecida en sacrificio a un ídolo era cuestión indiferente. «La comida», dice Pablo, «no nos recomienda delante de Dios; porque ni si comemos vamos por ello mejor, ni si no comemos vamos por ello peor.»
Sin embargo, si alguien comía carne como acto de reverencia al ídolo, o bajo circunstancias que implicaran que era un acto de culto, era culpable de idolatría. Y, por tanto, el Apóstol enseñaba que la participación en fiestas celebradas dentro de los recintos del templo de un ídolo era idolatría. El otro principio es que, con independencia de cuál sea nuestra intención, pecamos contra Cristo cuando hacemos un uso tal de nuestra libertad, en asuntos indiferentes, que hacemos que otros tropiecen.
En el primero de estos casos, el pecado no estaba en circuncidarse, sino en hacer de la circuncisión una condición de la justificación. En el segundo caso, la idolatría consistía en no comer carne ofrecida en sacrificio a los ídolos, sino en comerla como acto de culto al ídolo. Y en el tercer caso, el pecado residía no en afirmar nuestra libertad en cuestiones indiferentes, sino en hacer tropezar a otros.

LAS NORMAS QUE LAS ESCRITURAS ESTABLECEN DE MANERA CLARA ACERCA DE ESTA CUESTIÓN SON:

(1) Que ningún individuo ni grupo tiene derecho a declarar pecaminoso aquello que Dios no prohíbe. No había pecado en circuncidarse, ni en comer carne, ni en observar los días sagrados de los hebreos.
(2) Que es una violación de la ley del amor, y por ello mismo un pecado contra Cristo, emplear de tal manera la propia libertad que lleve a otros a pecar. «Tened cuidado», dice el Apóstol, «no sea que por esta vuestra libertad lleguéis a ser piedra de tropiezo para los débiles.» «Cuando pecáis de esta manera contra los hermanos, y herís su débil conciencia, pecáis contra Cristo» (1 Co 8:9, 12). «Es bueno (esto es, moralmente obligatorio) ni comer carne, ni beber vino, ni hacer nada por lo que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite.» «Todas las cosas son ciertamente limpias, pero es malo para aquel hombre que come con mala conciencia» (Ro 14:21, 20).
(3) Nada en sí mismo indiferente puede ser constituido como una obligación universal y permanente. El hecho de que fuera malo en Galacia someterse a la circuncisión no significa que fuera mala para Pablo circuncidar a Timoteo. El hecho de que fuera malo en Corinto comer carne no significa que sea mala siempre y en todo lugar. Una obligación que surja de las circunstancias tiene que variar con las circunstancias.
(4) Es cuestión del libre juicio cuando sea obligatorio abstenerse del uso de cosas indiferentes. Nadie tiene derecho a decidir esta cuestión por otros. Ningún obispo, sacerdote ni tribunal eclesiástico tiene derecho a decidirlo. En caso contrario no seria asunto libre. Pablo reconocía constantemente el derecho (exousia) de los cristianos a juzgar de tales casos por ellos mismos.
No lo reconoce sólo implícitamente, sino que lo dice de manera expresa, y condena a los que quisieran poner esto en tela de juicio. «El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Para tu propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para sostenerle en pie.» «Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días.
Que cada uno esté plenamente convencido en su propia mente» (Ro 14:3,4,5). Es un dicho común que cada hombre tiene un papa en su seno. Esto es, la inclinación a enseñorearse de la heredad de Dios es casi universal. Los hombres desean que sus opiniones acerca de las cuestiones morales sean hechas ley para ligar las conciencias de sus hermanos. Esta es una usurpación igual de grande de una prerrogativa divina cuando lo hace un cristiano individual o un tribunal eclesiástico que si lo hace el Obispo de Roma. Estamos tan obligados a resistirlo en un caso como en el otro.
(5) Está involucrado en lo que se ha dicho que el uso que haga un hombre de su libertad cristiana nunca puede ser la base de una censura eclesiástica ni una condición para la comunión cristiana. Diferentes clases de leyes. Al estudiar la Biblia como conteniendo una revelación de la voluntad de Dios, lo primero que atrae la atención es la gran diversidad de preceptos contenidos en ella.
Esta diferencia tiene que ver con la naturaleza de los preceptos, y la base sobre la que descansan, o la razón por la que son obligatorios.
1. Hay leyes que están basadas en la naturaleza de Dios. A esta clase pertenece el mandamiento de amar supremamente a Dios, de ser justo, misericordioso y gentil. El amor debe ser siempre y en todas partes obligatorio. La soberbia, la envidia y la malicia tienen que ser siempre y en todo lugar malas. Estas leyes son vinculantes para todas las criaturas racionales, tanto ángeles como hombres. El criterio de estas leyes es que son absolutamente inmutables e indispensables. Cualquier cambio en ellas implicaría no meramente un cambio en las relaciones humanas, sino también en la misma naturaleza de Dios.
2. Una segunda clase de leyes incluye aquellas que están basadas en las relaciones permanentes de los hombres en su actual estado de la existencia. Estas son las leyes morales, en distinción a las leyes meramente estatutarias. acerca de la propiedad, matrimonio y los deberes de padres e hijos, o de superiores e inferiores. Tales leyes conciernen a los hombres sólo en su actual estado de ser. Pero son permanentes en tanto que persisten las relaciones que contemplan.
Algunas de estas leyes son vinculantes para los hombres como tales; otras para los maridos como maridos, para las mujeres como mujeres, y a los padres e hijos como tales, y consiguientemente son vinculantes para todos aquellos que sustentan estas varias relaciones. Están basadas en la naturaleza de las cosas, como se dice; esto es, sobre la constitución que Dios ha considerado oportuno ordenar. Esta constitución pudiera haber sido diferente, y estas leyes no habrían tenido entonces ocasión.
El derecho a la propiedad hubiera podido no existir. Dios hubiera podido hacer todas las cosas tan comunes como la luz del sol o el aire. Los hombres hubieran podido ser como los ángeles, ni casándose ni dándose en casamiento. Bajo tal constitución no hubiera habido ocasión para una multitud de leyes que son ahora de obligación universal y necesaria.
3. Una tercera clase de leyes tienen su base en ciertas relaciones temporales de los hombres, o condiciones de la sociedad, y están puestas en vigor por la autoridad de Dios. A esta clase pertenecen muchas de las leyes judiciales o civiles de la antigua teocracia; leyes que regulan la distribución de la propiedad, los deberes de maridos y mujeres, el castigo de los crímenes, etc. Estas leyes eran la aplicación de principios generales, de justicia y de derecho a las peculiares circunstancias del pueblo hebreo.
Estas disposiciones son vinculantes sólo para aquellos que están en las circunstancias contempladas en la ley, y dejan de ser obligatorias cuando estas circunstancias cambian. Es siempre y en todas partes justo que el crimen sea castigado, pero la clase o grado de castigo puede variar con la variable condición de la sociedad. Es siempre justo que los pobres sean ayudados, pero una manera de cumplir este deber puede ser apropiado en una era y país, y otra preferible en otros tiempos y lugares.
Así, todas aquellas leyes en el Antiguo Testamento que tenían su base en las peculiares circunstancias de los hebreos, dejaron de ser vinculantes cuando se desvaneció la antigua dispensación. Es a menudo difícil determinar a cuál de las dos últimas clasificaciones pertenecen ciertas leyes del Antiguo Testamento, y por ello decidir si son todavía obligatorias o no. Unos males lamentables han sido consecuencia de errores en cuanto a este punto.
Las teorías de la unión entre la Iglesia y el Estado, del derecho de los magistrados a interferir autoritativamente en cuestiones de religión, y del deber de la persecución, por lo que respecta a su autoridad Escrituraria, descansan sobre una transferencia de unas leyes basadas en las relaciones temporales de los hebreos a las relaciones cambiadas de los cristianos. Por cuanto los reyes hebreos eran los guardianes de ambas tablas de la Ley, y se les ordenaba suprimir la idolatría y toda falsa religión, se infirió que éste seguía siendo el deber del magistrado cristiano.
Por el hecho de que Samuel despedazó a Agag se infirió que era justo tratar de manera parecida con los herejes. Nadie puede leer Ia historia de la Iglesia sin quedar impresionado por los terribles males que surgieron de este error. Por otra parte, hay algunas de las leyes judiciales del Antiguo Testamento que estaban verdaderamente fundadas sobre las relaciones permanentes de los hombres, y por ello que estaban designadas para una obligación perpetua, que muchos han repudiado como peculiares de la antigua dispensación.
Así sucede con algunas de las leyes tocantes al matrimonio, y con la inflicción de la pena capital por el crimen del asesinato. Si se pregunta: ¿Cómo debemos determinar si alguna ley judicial del Antiguo Testamento sigue estando en vigor?, la respuesta es, primero, Cuando la autoridad continuada de tal ley es reconocida en el Nuevo Testamento. Esto, para el cristiano, es decisivo. Y segundo, Si la razón o base para una determinada ley es permanente, la ley misma es permanente.
4. La cuarta clase de leyes son las llamadas positivas, que derivan toda su autoridad de un mandamiento explícito de Dios. Tales son los ritos y ceremonias externos, como la circuncisión, los sacrificios, y la distinción entre animales limpios e impuros, y entre meses, días y años. El criterio de estas leyes es que no serian vinculantes a no ser que fueran positivamente promulgadas; y que son vinculantes para aquellos para quien fueron dadas, y sólo en tanto que permanezcan en vigor por disposición de Dios.
Estas leyes pueden haber respondido a fines importantes, y es indudable que hubo razones válidas para su imposición; sin embargo, son específicamente diferentes de aquellos mandamientos que son en su naturaleza moralmente obligatorios. La obligación a obedecer tales leyes no surge de su idoneidad para el fin para el que fueron dadas, sino únicamente por el mandato divino. ¿Hasta dónde se pueden dejar de lado las leyes contenidas en la Biblia? Ésta es una cuestión muy debatida entre Protestantes y Romanistas. Los Protestantes mantienen que la Iglesia no tenia el poder que los Romanistas pretenden de liberar a los hombres de la obligación de un juramento, ni de hacer legítimos los matrimonios que sin la sanción de la Iglesia serían inválidos.
La Iglesia no tiene ni la autoridad de echar de lado ninguna ley de Dios, ni de decidir las circunstancias bajo las que una ley divina deja de ser obligatoria, de modo que siga siéndolo hasta que la Iglesia declare que las partes están libres de su obligación.

ACERCA DE ESTA CUESTIÓN ESTÁ CLARO:

(1) Que nadie sino Dios puede liberar a los hombres de la obligación de ninguna ley divina que Él haya impuesto sobre ellas.
(2) Que con respecto a las leyes positivas del Antiguo Testamento y de aquellas disposiciones judiciales designadas exclusivamente para los hebreos viviendo bajo la teocracia, todo ello quedó abolido por la introducción de la nueva dispensación. Ya no estamos bajo la obligación de circuncidar a nuestros hijos, de guardar la Pascua, ni la fiesta de los tabernáculos, ni de subir a Jerusalén tres veces al año, ni de demandar ojo por ojo o diente por diente.
(3) Con respecto a aquellas leyes que están basadas en las relaciones permanentes de los hombres, pueden ser echadas a un lado por la autoridad de Dios. No estuvo mal para los hebreos despojar a los egipcios o desposeer a los cananeos, por cuanto Aquel de quien es la tierra y su plenitud autorizó estos actos.
Tenía derecho a arrebatar la propiedad de un pueblo y dársela a otro. El exterminio de los habitantes idólatras de la tierra prometida bajo el caudillaje de Josué fue un acto de Dios, tanto como si hubiera sido llevado a cabo mediante la peste y el hambre. Fue una ejecución judicial ordenada por el Supremo Gobernante. De la misma manera, aunque el matrimonio tal como había sido instituido por Dios fue y sigue siendo un pacto indisoluble entre un hombre y una mujer, sin embargo considero adecuado permitir, bajo la Ley de Moisés, y dentro de ciertas limitaciones, tanto la poligamia como el divorcio. Mientras la permisión estaba en pie, estas cosas eran legítimas.
Cuando fue retirada, dejaron de ser permisibles. Cuando una Ley divina es predominada por otra. La anterior clasificación de las leyes divinas, que es la que generalmente se adopta, muestra que difieren en su dignidad e importancia relativas. Por ello, cuando entran en conflicto, lo inferior tiene que ceder ante lo superior. Esto es lo que se nos enseña cuando Dios dice: «Misericordia quiero, y no sacrificio.» Y nuestro Señor dice asimismo: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado», y, por tanto, el sábado podía ser violado cuando los deberes de la misericordia lo hicieran necesario.
Todo a lo largo de las Escrituras encontramos las leyes positivas subordinadas a las de la obligación moral. Cristo aprobó al maestro de la ley que dijo que amar a Dios con todo el corazón, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, «es más que todos los holocaustos y sacrificios.» La perfección de la Ley.
La perfección de la ley moral tal como es revelada en las Escrituras incluye los puntos ya considerados:
 (1) Que todo lo que la Biblia declara mala, es mala; que todo lo que declara bueno, es bueno.
(2) Que nada es pecaminoso si la Biblia no lo condena; y que nada es obligatorio para la conciencia si no lo ordena.
(3) Que la Escritura es la regla completa del deber, no sólo en el sentido acabado de declarar, sino en el sentido de que no hay ni puede haber una norma más elevada de excelencia moral. La ley del Señor, por tanto, es perfecta en todos los sentidos de la palabra.

EL DECÁLOGO.

La cuestión de si el Decálogo es una norma perfecta del deber debe ser contestada, en un sentido, de manera afirmativa.
(1) Porque ordena amar a Dios y al hombre, lo cual, como enseña nuestro Salvador, incluye todos los otros deberes.
(2) Porque nuestro Señor lo presentó como un código perfecto, cuando le dijo al joven en el Evangelio: «Haz esto, y vivirás.»
(3) Cada mandamiento específico registrado en los otros lugares puede ser referido a alguno de sus varios mandamientos. De manera que la perfecta obediencia al Decálogo en su espíritu seria perfecta obediencia a la ley.
Sin embargo, hay muchas cosas que son obligatorias para nosotros que sin una adicional revelación de la voluntad de Dios que la contenida en el Decálogo nunca habríamos conocido como obligatorias. El gran deber de los hombres bajo el Evangelio es la fe en Cristo. Esto es lo que nuestro Señor enseña cuando dice: «Ésta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado.» Esto incluye o produce todo lo que se demanda de nosotros tanto en cuanto a fe como en cuanto a práctica. Por ello, el que cree será salvo.

SEGUNDA LECCIÓN

2. LA DIVISIÓN DEL CONTENIDO DEL DECÁLOGO.

Como la ley fue dada en el Sinaí y escrita en dos tablas de piedra, es llamada repetidamente en la Escritura «Las Diez Palabras», o, como en la versión castellana de Éxodo 34:28, «Los diez mandamientos», no hay duda alguna de que la ley debe ser dividida en diez preceptos distintos. (Véase Dt 4:13, y 10:4). Este sumario de deberes morales es llamado también en la Escritura «El Pacto», al contener los principios fundamentales del solemne contrato entre Dios y su pueblo escogido. Aún más frecuentemente es llamado «El Testimonio», como el testimonio de la voluntad de Dios acerca del carácter y de la conducta humanos.
 El decálogo aparece en dos formas que difieren ligeramente entre ellas. La forma original se encuentra en Éxodo, capítulo veinte; la otra, en Deuteronomio 5:6- 21. Las principales diferencias entre ellas son:
primero, que el mandamiento acerca del Sábado es en Éxodo promulgado con referencia a que Dios reposó en el día séptimo, después de la obra de la creación, mientras que en Deuteronomio es inculcado con referencia a la liberación por parte de Dios de Su pueblo de Egipto.
Segundo, en el mandamiento acerca de la codicia se dice en Éxodo: «No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo», etc.
En ambas cláusulas la palabra es chamad. En Deuteronomio es: «No codiciarás» chamad la mujer de tu prójimo, ni desearás awah la casa de tu prójimo», etc. Esta última diferencia ha sido presentada como cuestión importante. Las Escrituras mismas deciden la cantidad de mandamientos, pero no en todos los casos cuáles son. No quedan numerados como primero, segundo, tercero, etc.
La consecuencia es que se han adoptado diferentes modos de división. Los judíos adoptaron desde un período antiguo, la disposición que siguen reconociendo. Consideran las palabras en Éxodo 20:2 como constituyendo el primer mandamiento: «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre». El mandamiento es que el pueblo debía reconocer a Jehová como su Dios; y la especial razón que se da para este reconocimiento es que Él los había libertado de la tiranía de los egipcios.
Sin embargo, estas palabras no tienen la forma de un mandamiento. Constituyen el prefacio o la introducción a las solemnes instrucciones que siguen. Al hacer del prefacio uno de los mandamientos se hizo necesario preservar el número diez uniendo el primero con el segundo, tal como se disponen comúnmente. Se consideraron el mandamiento «No tendrás dioses ajenos delante de mí» y «No te harás imagen ni ninguna semejanza» como sustancialmente lo mismo, siendo este último meramente una ampliación de lo anterior.
Un ídolo era un falso dios; el culto a los ídolos era por ello tener otros dioses aparte de Jehová. Agustín, y tras él las iglesias Latina y Luterana, concordaron con los judíos en unir el primer y segundo mandamientos, pero difirieron de él en cuanto a la división del décimo. Sin embargo, hay una diferencia en cuanto al modo de la división. Agustín siguió el texto de Deuteronomio, e hizo que las palabras «No codiciarás la mujer de tu prójimo» el noveno mandamiento, y las palabras «Ni desearás la casa de tu prójimo», etc., el décimo.
Esta división estaba demandada por la unión del primero y segundo, y fue justificada por Agustín sobre la base de que la «cupido impune voluptatis» es un delito distinto de la «cupido impuri lucri». Sin embargo, la Iglesia de Roma se adhiere al texto según aparece en Éxodo, haciendo de la cláusula «No codiciarás la casa de tu prójimo» el noveno, y lo que sigue: «No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni cosa alguna de tu prójimo», el décimo mandamiento.
El tercer método de ordenamiento es el adoptado por Josefo, Filón y Orígenes, y aceptado por la Iglesia Griega, y también por la Latina hasta la época de Agustín. Durante la Reforma fue adoptado por los Reformados, y tiene la sanción de casi todos los modernos teólogos. Según esta disposición, el primer mandamiento prohíbe el culto a los falsos dioses; el segundo, el uso de ídolos en el culto divino.
El mandamiento «No codiciarás» es tomado como un mandamiento. ... Argumentos en favor de la disposición adoptada por los Reformados. Hay dos cuestiones a determinar. Primero: ¿Se debería unir o separar el mandamiento acerca de la idolatría?

EN FAVOR DE CONSIDERARLOS COMO DOS MANDAMIENTOS DISTINTOS SE PUEDE APREMIAR LO SIGUIENTE:

(1) Que a través de todo el Decálogo, se introduce un nuevo mandamiento mediante una instrucción o prohibición taxativas: «No tomarás, el nombre de Jehová tu Dios en vano»; «No matarás»; «No hurtarás», etc. Esta es la forma en que se introducen los nuevos mandamientos. Por ello, el hecho de que el mandamiento «No tendrás dioses ajenos delante de mí» queda distinguido por la repetición de la orden: «No te harás imagen ni ninguna semejanza» es una indicación de que estaban dados como mandamientos diferentes. El décimo mandamiento es desde luego una excepción a esta regla, pero el principio se mantiene en todos los otros casos.
(2) Las cosas prohibidas son de naturaleza distinta. La adoración de dioses falsos es una cosa; el empleo de imágenes en e1 culto divino es otra. Por ello, demandan prohibiciones separadas.
(3) Estos delitos no sólo son diferentes en su propia naturaleza, sino que diferían también en la comprensión de los judíos. Los judíos consideraban la adoración de los falsos dioses, y el uso de imágenes en el culto al Dios verdadero, como cosas muy diferentes. Eran severamente castigados por ambas transgresiones. Por ello, tanto las consideraciones externas como las internas están en favor de retener la división que ha sido durante tanto tiempo y tan extensamente en la Iglesia.
La segunda cuestión tiene que ver con la división del décimo mandamiento. Se admite que hay diez mandamientos. Por lo tanto, si los dos mandamientos «No tendrás dioses ajenos» y «No te harás imagen», son distintos, no hay lugar para la pregunta de si el mandamiento acerca de codiciar ha de ser dividido. Lo que se prohíbe es la codicia, cualquiera que sea su objeto…. La distinción no es reconocida en ningún lugar de la Escritura. Al contrario, el mandamiento «No codiciarás» es en otros pasajes dado como un mandamiento.
Pablo dice en Romanos 7:7: «Yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco habría sabido lo que es la concupiscencia, si la ley no dijera: No codiciarás.» Y en Romanos 13:9, al enumerar las leyes que prohíben pecados contra nuestros prójimos, Pablo da como un mandamiento: «No codiciarás».

EL PREFACIO A LOS DIEZ MANDAMIENTOS.

«Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí.» Con estas palabras se enseña el Teísmo y el Monoteísmo, el fundamento de toda religión. La primera cláusula es el prefacio, o introducción al Decálogo. Presenta la base de la obligación y el especial motivo por el que se demanda la obediencia. Se debe a que los mandamientos que siguen son las palabras de Dios que vinculan la conciencia de todos aquellos a quienes se dirige.
Es por cuanto son las palabras del Dios del Pacto y Redentor de Su pueblo que estamos especialmente ligados a darle obediencia. La historia parece demostrar que la cuestión de si el Infinito es una persona no puede recibir respuesta satisfactoria por parte de la razón no asistida del hombre. El hecho histórico es que la gran mayoría de los que han buscado la solución de esta cuestión en los principios filosóficos la han contestado en sentido negativo. Por tanto, es imposible estimar de manera debida la importancia de la verdad involucrada en el uso del pronombre «Yo» en estas palabras.
Es una persona la que es aquí presentada. De esta persona se afirma, primero, que es Jehová; y segundo, que Él es el Dios del pacto de Su pueblo. En primer lugar, al llamarse a Si mismo Jehová, Dios revela que Él es la persona conocida a Su pueblo por este nombre, y que Él es en Su naturaleza todo lo que este nombre comporta. La etimología y significación del nombre Jehová parece ser dada por el mismo Dios en Éxodo 3:13, 14, donde está escrito: «Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo:
El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntan: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: El YO SOY me ha enviado a vosotros.» Así, Jehová es el YO SOY; una persona siempre existente y siempre la misma. La auto-existencia, la eternidad y la inmutabilidad quedan incluidas en el significado del término. Siendo ello así, el nombre Jehová es presentado al pueblo de Dios como la base de la confianza;- como en Deuteronomio 32:40 e Isaías 40:28: «¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno, Jehová, el cual creó los confines de la tierra, no desfallece, ni se fatiga con cansancio? Su inteligencia es inescrutable.» Pero estos atributos naturales no serían base para la confianza si no estuvieran asociados con la excelencia moral.
Aquel que como Jehová es declarado infinito, eterno e inmutable en Su ser, no es menos infinito, eterno e inmutable en Su conocimiento, sabiduría, santidad, bondad y verdad. Así es la persona cuyos mandamientos están registrados en el Decálogo. En segundo lugar, no es sólo la naturaleza del Ser que habla, sino la relación que tiene con Su pueblo la que es aquí revelada. «Yo soy Jehová tu Dios.» La palabra Dios tiene un significado determinado del que no tenemos la libertad de apartamos. No podemos poner en lugar de la idea que quiere expresar esta palabra en las Escrituras y en el lenguaje ordinario ningún concepto arbitrario filosófico nuestro.
Dios es el Ser que, debido a que Él es todo lo que implica la palabra Jehová, es el objeto apropiado del culto, esto es, de todos los afectos religiosos, y de su expresión apropiada,. Así, Él es el único objeto apropiado del amor supremo, de la suprema adoración, gratitud, confianza y sumisión. A Él tenemos que confiarnos y obedecer. Jehová no sólo es Dios, sino que Él le dice a Su pueblo colectiva e individualmente: «Yo soy tu Dios.» Esto es, no sólo el Dios al que Su pueblo debe reconocer y adorar, sino también que ha entrado en un pacto con ellos, prometiendo ser Dios de ellos, ser todo lo que Dios puede ser para Sus criaturas e hijos, bajo la condición de que consientan en ser Su pueblo.
El pacto especial que Dios concertó con Abraham, y que fue solemnemente renovado en el Monte Sinaí, fue que Él daría a los hijos de Abraham la tierra de Palestina como su posesión, y que les bendeciría en aquella herencia con la condición de que mantuvieran las leyes que les habían sido entregadas por Su siervo Moisés. Y el pacto que Él ha hecho con los hijos espirituales de Abraham es que Él será el Dios de ellos para el tiempo y la eternidad bajo la condición de que ellos reconozcan,. reciban y se confíen a Su Hijo unigénito, la prometida simiente de Abraham, en quien todas las naciones de Ia tierra serán benditas.
Y como en este pasaje la redención de los hebreos de su esclavitud en Egipto es mencionada como la prenda de la fidelidad de Dios a Su promesa a Abraham, y la base especial de la obligación de los hebreos a reconocer a Jehová como Dios de ellos, así la misión del Hijo Eterno para la redención del mundo es a una la prenda de la fidelidad de Dios a la promesa dada a nuestros primeros padres después de su caída, y la base especial de nuestra adhesión a nuestro Dios del pacto y Padre.

TERCERA LECCIÓN

1.     EL PRIMER MANDAMIENTO.

El primer mandamiento es: «No tendrás dioses ajenos delante de mí.» Yo, esto es, la persona cuyo nombre y naturaleza, y cuya relación con este pueblo son dadas en las palabras anteriores, y solamente yo, seré reconocido por vosotros como Dios. Así, este mandamiento incluye, primero, la orden de reconocer a Jehová como el verdadero Dios.
POR CUANTO ESTE RECONOCIMIENTO TIENE QUE SER INTELIGENTE Y SINCERO, INCLUYE:
1. Conocimiento. Tenemos que conocer quién o qué es Jehová. Esto implica un conocimiento de Sus atributos, de Su relación con el mundo como creador, preservador y gobernante del mismo, y especialmente de Su relación con Sus criaturas racionales y con Su propio pueblo escogido. Esto, naturalmente, involucra un conocimiento de nuestra relación con Él como criaturas dependientes y responsables, y como objetos de Su amor redentor.
 2. Fe. Tenemos que creer que Dios es, y que Él es lo que Él dice que es; y que nosotros somos Sus criaturas e hijos.
3. Confesión. No es suficiente reconocer secretamente en nuestros corazones a Jehová como el Dios verdadero. Tenemos que mantener nuestra fe en Él como el único Dios vivo y verdadero, abiertamente y bajo todas las circunstancias y a pesar de toda oposición, sea de magistrados o de filósofos. Esta confesión debe ser hecha no sólo mediante la confesión de los labios al repetir el Credo, sino por todos los actos apropiados de culto en público y privado, por alabanza, oración y acción de gracias.
4. Este reconocimiento de Jehová como nuestro Dios incluye el ejercicio para con Él de todos los afectos religiosos: de amor, temor, reverencia, gratitud, sumisión y devoción. Y como éste no es un deber ocasional que deba ser cumplido en ciertos tiempos y lugares, sino de obligación perpetua, lo que se demanda es un estado habitual de la mente. El reconocimiento de Jehová como nuestro Dios involucra un sentimiento constante de Su presencia, de Su majestad, de Su bondad y de Su providencia, y de nuestra dependencia, responsabilidad y obligación.
El segundo aspecto, negativo, del mandamiento es la condenación de dejar de reconocer a Jehová como el Dios verdadero; dejar de creer Su existencia y atributos, en Su gobierno y autoridad; dejar de confesarle delante de los hombres; y dejar de rendirle la reverencia interior y el homenaje externo que le son debidos, esto es, el primer mandamiento prohíbe el Ateísmo, sea teórico o práctico.
Además prohíbe reconocer a cualquier otro que a Jehová como Dios. Esto incluye la prohibición de adscribir atributos divinos a ningún otro ser, dar a criatura alguna el homenaje o la obediencia debidos a sólo a Dios o ejercitar hacia persona u objeto cualesquiera estos sentimientos de amor, confianza y sumisión que pertenecen de derecho sólo a Dios. Por ello, constituye una violación de este mandamiento bien negligir el pleno y sincero reconocimiento de Dios como Dios, bien dar a cualquier criatura el puesto en nuestra confianza y Dios que sólo se deben a Dios.
Éste es el principal de todos los mandamientos. El deber que se desprende de este mandamiento es el más alto deber del hombre. Así resulta en la estimación de Dios por la expresa declaración de Cristo. Cuando se le preguntó: «¿Cuál es el gran mandamiento en la ley?», le respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. Éste es el primero y gran mandamiento» (Mt 22:37, 38). También lo es para la razón.
Por la misma naturaleza del caso tiene que ser el más alto deber de todos los seres racionales que la excelencia infinita debe ser reverenciada; que Aquel que es el autor de nuestro ser y el dador de todas nuestras misericordias, Aquel de quien dependemos absolutamente, y ante quien somos responsables, Aquel que es el poseedor legítimo de nuestras almas y cuerpos, y cuya voluntad es la más excelsa norma del deber, sea debidamente reconocido por Sus criaturas.
Es además el primero y mayor de los mandamientos si se mide por la influencia que la obediencia a esta instrucción tiene sobre el alma misma. Pone a la criatura en su relación apropiada con Dios, de quien depende su propia excelencia y bienestar. Purifica, ennoblece y exalta el alma. Llama a ejercer todos los más altos y más nobles atributos de nuestra naturaleza, y asimila al hombre a los ángeles que rodean el trono de Dios en el cielo.
A pesar de todo esto, vemos a multitudes de personas de las que se puede decir que Dios no está en todos sus pensamientos. Nunca piensan en Él. No reconocen Su providencia. No se apoyan en Su voluntad como norma de su conducta. No sienten su responsabilidad hacia Él por lo que piensan o hacen. No le adoran; no le agradecen Sus misericordias. Están sin Dios en el mundo. Pero piensan bien acerca de si mismos.
No están conscientes de su terrible carga de culpa al olvidarse así de Dios, al dejar habitualmente de cumplir el primero y más alto deber que reposa sobre las criaturas racionales. El respeto hacia sí mismos o la consideración hacia la opinión pública hace a menudo a tales hombres decorosos en sus vidas. Pero son realmente muertos en vida; y no tienen seguridad alguna contra los poderes de las tinieblas.
Es penoso ver también a científicos y filósofos intentando tan frecuentemente invalidar los argumentos en pro de la existencia de Dios y defender opiniones inconsistentes con el Teísmo; arguyendo, como lo hacen en tantos casos, para demostrar o bien que no hay evidencia de la existencia de ningún poder en el universo aparte de la fuerza física, o que no se puede predicar conocimiento, consciencia ni acción voluntaria acerca de un Ser infinito.
Esto se hace con aparente inconsciencia de que con ello se minan los fundamentos de toda religión y moralidad; o de que exhiben un estado mental que las Escrituras proclaman como digno de reprobación.
LA INVOCACIÓN DE SANTOS Y ÁNGELES.
Los santos, los ángeles. y especialmente la Virgen María, son abiertamente objetos de culto en la Iglesia de Roma. Pero la palabra «culto» significa propiamente respetar u honrar. Se emplea para expresar a la vez el sentimiento interior y su manifestación exterior. La palabra hebrea hishetachawah y la griega proskuneö, frecuentemente traducidas en castellano por la palabra «adorar», significan simplemente postrarse. Se emplean tanto si la persona a quien se hace homenaje es un igual, o un superior terrenal, o el mismo Dios. Por ello, no es por el uso de estas palabras que se puede decidir la naturaleza del homenaje dado.
Los Romanistas están acostumbrados a distinguir entre el cultus civilis debido a superiores terrenales; la douleia debida a los santos y a los ángeles; la huperdouleia debida a la Virgen Mana, y la latreia debida únicamente a Dios. Pero estas distinciones son poco útiles. No dan criterio alguno por el que distinguir entre douleia y huperdouleia y entre huperdouleia y latreia. El principio importante es éste: Cualquier homenaje, interno o externo, que involucre la adscripción de atributos divinos a su objeto, si este objeto es una criatura, es idolátrico.
La cuestión de si el homenaje tributado por los Romanistas a los santos y a los ángeles es idolátrico es cuestión de hecho más que de teoria; esto es, se debe determinar por el homenaje realmente rendido y no por el que es prescrito. Es fácil decir que los santos no deben ser honrados como Dios es honrado; que a Él se le debe considerar como fuente original y dador de todo bien, y a ellos como a meros intercesores, y como canales de las comunicaciones divinas; pero esto no cambia la cuestión, si el homenaje que se les rinde supone que ellos poseen los atributos de Dios; y si son para el pueblo los objetos de sus afectos religiosos y de su confianza.
En cuanto a la cuestión de cómo los santos en el cielo pueden conocer lo que desean de ellos los hombres en la tierra, [Bellarmino] dice que se dan cuatro respuestas.
Primero, algunos dicen que los ángeles, que están ascendiendo constantemente al cielo, y descendiendo de allí a nosotros, les comunican a los santos las oraciones del pueblo.
Segundo, otros dicen: «Sanctorum animas, sicut etiam angelos, mira quadam celeritate naturre, quodammodo esse ubique; et per se audire preces supplicantium».
Tercero, otros dicen a su vez: «Sanctos videre in Deo omnia a principio sure beatitudinis, quæ ad ipsos aliquo modo pertinent, et proinde etiam orationes nostras ad se directas.» Cuarto, otros dicen que Dios les revela las oraciones del pueblo. Así como en la tierra Dios reveló el futuro a los profetas y les da a los hombres en ocasiones e1 poder de leer los pensamientos de los otros, así Él puede revelar a, los santos en el cielo las necesidades y los deseos de los que los invocan. Esta última solución a la dificultad es la preferida por el mismo Bellarmino.
LAS OBJECIONES QUE LOS PROTESTANTES SUELEN APREMIAR EN CONTRA DE ESTA INVOCACIÓN A LOS SANTOS SON:
1. Que es, por decir lo mínimo, supersticiosa. Exige una fe sin evidencia alguna. Supone no sólo que los muertos están en un estado consciente de existencia en el otro mundo; y que los creyentes difuntos pertenecen al mismo cuerpo místico de Cristo, del que sus hermanos aún en la tierra son miembros, cosas éstas ambas que los Protestantes admiten gozosos en base de la autoridad de la Palabra de Dios, sino que supone además, sin evidencia alguna de las Escrituras ni de la experiencia que los espíritus de los muertos son accesibles para aquellos que siguen en la carne; que están cerca de nosotros, capaces de oír nuestras oraciones, conociendo nuestros pensamientos y dando respuesta a nuestras peticiones. La Iglesia o el alma son lanzadas a un océano de fantasías e insensateces, sin brújula, si aceptan creer sin evidencia. Entonces no habría nada en la astrología, alquimia o demonología que no pudiera ser recibido como verdadero, para confundir, pervertir o atormentar.
2. Todo ello es un engaño y un espejismo. Si en realidad los santos difuntos no están autorizados y capacitados para oír ni responder a las oraciones de los suplicantes en la tierra, entonces el pueblo queda en la condición de aquellos que confían en dioses que no pueden salvar, que tienen ojos que no ven, y oídos que no pueden oír. Está claro el hecho de que los santos no tienen la función supuesta por la teoria y la práctica de la invocación, por cuanto si fuera cierto no podría saberse más que por revelación divina. Pero no existe tal revelación.
Es una creencia puramente supersticiosa, sin el sustento ni de la Escritura ni de la razón. Los métodos conjeturales sugeridos por Bellarmino para explicar cómo los santos pueden llegar a conocer las necesidades y los deseos de los hombres constituyen una confesión de que nada se sabe ni se puede saber acerca de esta cuestión, y por tanto que la invocación de los santos no tiene fundamento Escriturario ni racional. Y si así es, ¡cuán terriblemente engañada está la gente!
¡Qué terribles son las consecuencias de apartarles la mirada y sus corazones del único mediador divino entre Dios y los hombres, que siempre vive para interceder por nosotros, y a quien el Padre siempre atiende, haciendo en cambio que dirijan sus oraciones a oídos que nunca oyen, y que pongan sus esperanzas en unos brazos que jamás pueden salvar! Es apartarse de la fuente de aguas vivas, a cisternas rotas que no pueden guardar agua.
3. La invocación de los santos practicada en la Iglesia de Roma es idolátrica. Aunque se conceda que la teoria tal como la exponen los teólogos esté libre de tal acusación, queda claro que la práctica involucra todos los elementos de la idolatría. Se buscan bendiciones de parte de los santos, bendiciones que sólo Dios puede otorgar; y se les suponen atributos que sólo pertenecen a Dios. Se busca de manos de ellos todo tipo de bendición, temporal y espiritual, y se busca directamente de ellos como los dadores. Esto lo admite Bellarmino por lo que respecta a las palabras empleadas.
El dice que es correcto decir: «San Pedro, sálvame; ábreme las puertas del cielo; dame arrepentimiento, valor», etc. Sólo Dios puede conceder estas bendiciones; y se le dice al pueblo que las busque de manos de criaturas. Esto es idolatría. En la práctica se da por supuesto que los santos están presentes en todas partes, que pueden oír las oraciones dirigidas a ellos de todas partes de la tierra al mismo tiempo; que conocen nuestros pensamientos y deseos no expresados. Esto es suponer que poseen atributos divinos.
Así, de hecho, los santos son los dioses a los que el pueblo tributa culto, en quienes confían, y que son los objetos de sus afectos religiosos. El politeísmo de la Iglesia de Roma es en muchos respectos análogo al de la Roma pagana. En ambos casos hallamos muchos dioses y muchos señores. En ambos casos o bien unos seres imaginarios son objeto del culto, o se les adscriben poderes y atributos imaginarios.
También en ambos casos el homenaje rendido, las bendiciones buscadas, las prerrogativas atribuidas a los objetos del culto, y los afectos ejercidos hacia ellos, involucran la suposición de que son verdaderamente divinos. En ambos casos los corazones del pueblo, su confianza y esperanzas, se dirigen del Creador a la criatura. Pero desde luego hay esta gran diferencia entre los dos casos. Los objetos del culto pagano eran impíos; los objetos de culto en la Iglesia de Roma son considerados como ideales de santidad.
Esto, desde un punto de vista, constituye una inmensa diferencia. Pero en la idolatría es en ambos casos idéntica. Porque la idolatría es dar a las criaturas el homenaje debido a Dios. Mariolatría. La madre de nuestro Señor es considerada por todos los cristianos como «bendita», como «la más favorecida de las mujeres». Ningún miembro de la caída familia humana tuvo honor tan grande como e1 que recibió ella al venir a ser la madre del Salvador del mundo.
La reverencia debida a ella como así altamente favorecida por Dios, y como aquella cuyo corazón fue traspasado por muchos dolores, abrió el camino para que fuera considerada como el ideal de todas las gracias y excelencias femeninas, y gradualmente a ser hecha objeto de honras divinas, al ir perdiendo la Iglesia más y más su espiritualidad.
LA DEIFICACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN LA IGLESIA DE ROMA FUE UN LENTO PROCESO.
El primer paso fue la aserción de su virginidad perpetua. Este paso fue dado tempranamente y generalmente concedido.
El segundo paso fue la aserción de que el nacimiento del Señor, lo mismo que Su concepción, fue sobrenatural.
El tercer paso fue la solemne y autoritativa decisión por el concilio ecuménico de Éfeso del 431 d.C., de que la Virgen María era «Madre de Dios». Con el sentimiento que entonces saturaba a la Iglesia, la decisión del Concilio tendió a aumentar la supersticiosa reverencia hacia la Virgen.
Fue considerada por el común de la gente como una declaración de divinidad. Los miembros del Concilio fueron escoltados desde su lugar de reunión por una multitud portando antorchas, precedida por mujeres que llevaban incensarios llenos con incienso ardiendo. Al combatir la doctrina atribuida a Nestorio de dos personas en Cristo, se dio una fuerte tendencia a lo opuesto, a la doctrina de Eutico, que mantenía que en el Señor había sólo una naturaleza.
Según este punto de vista, la Virgen podía ser considerada Madre de Dios en el mismo sentido en que cualquier madre ordinaria es progenitora de su hijo. Sea como sea que se explique, el hecho es que la decisión del Concilio de Éfeso marca una época en el progreso de la deificación de la Virgen.
EI cuarto paso siguió pronto en la dedicación en honor de ella de muchas iglesias, santuarios y festividades, y en la introducción de solemnes oficios designados para el culto público y privado en el que era solemnemente invocada. No se estableció límite alguno a los títulos de honra por los que se la designaba, ni a las prerrogativas y poderes que se le atribuían. Fue declarada deificata. Fue llamada la Reina del cielo, Reina de reinas; se dijo que estaba exaltada por encima de todos los principados y potestades; sentada a la diestra de Cristo, compartiendo con él el poder universal y absoluto que le ha sido entregado.
Todas las bendiciones de la salvación se buscaban de manos de ella, así como la protección de todos los enemigos y la liberación de todo mal. Se permitió y ordenó que se le dirigieran oraciones, himnos y doxologías. Todo el Salterio ha sido transformado en un libro de alabanzas y de confesión a la Madre de Cristo. Lo que en la Biblia se dice a Dios y de Dios se dirige en este libro a la Virgen.
En el Primer Salmo, por ejemplo, se dice: «Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos», etc. En el Salterio de la Virgen se lee: «Bienaventurado el varón que ama tu nombre, oh Virgen María; tu gracia consolará su alma. Como árbol plantado junto a corrientes de aguas, dará los más ricos frutos de justicia.»
NOTA:. Aún con la cordial aceptación de la plena deidad de Cristo, Dios manifestado en carne, o precisamente por esta aceptación, es chocante en extremo oír hablar de María como «Madre de Dios».
En palabras de Francisco Lacueva, es mucho más exacto hablar de ella como «Madre de Aquel que es Dios». Pero Madre de Dios conlleva la impresión de que María es madre de Dios como Dios; en cambio, María fue el vaso escogido por Dios para que Aquel que era eternamente Dios con el Padre, el Verbo, se encarnara, tomando naturaleza humana en el seno de María. Así, de María no se puede decir que fuera la Madre de Dios porque Jesús fuera Dios, sino que María fue la madre de Aquel que es Dios. (N. del T.)
 En el Salmo segundo se dirige directamente a la Virgen esta oración: «Protégenos con tu diestra, oh Madre de Dios», etc. En el Salmo 9: «Te confesaré, oh Señora (Domina); declararé todas tus alabanzas y gloria. A ti pertenecen la gloria y la acción de gracias, y la voz de alabanza.» Salmo 15: «Guárdame, oh Señora, porque en ti he confiado.» Salmo 17: «Te amaré oh Reina de los cielos y de la tierra, y glorificare tu nombre entre los gentiles.» Salmo 18: «Los cielos cuentan tu gloria, oh Virgen María; la fragancia de tus ungüentos está dispersada entre todas las naciones.» Salmo 41: «Como el ciervo busca jadeante las corrientes de las aguas, así anhela tu amor mi alma, oh Virgen Santa.» Y así hasta el final.
La Virgen es siempre invocada tal como el Salmista invocaba a Dios. Y Las bendiciones que el Salmista buscaba de Dios, el Romanista las busca de parte de ella.  De la misma manera se parodian los más santos oficios de la Iglesia. Por ejemplo, el Te Deum es cambiado en una invocación a la Virgen. «Te alabamos, Madre de Dios; te reconocemos como virgen. Toda la tierra te adora, la esposa del Padre eterno. Todos los ángeles y arcángeles, todos los tronos y potestades, te sirven fielmente.
A ti claman los ángeles, con una voz siempre incesante: Santa, Santa, Santa, Mana, Madre de Dios; Toda la corte del cielo te honra como reina. La santa Iglesia por todo el mundo te invoca y te alaba, la madre de divina majestad. Tú estás sentada con tu Hijo a la diestra del Padre. En ti dulce María, está la esperanza nuestra; defiéndenos tú siempre. La alabanza te pertenece; el imperio te pertenece; virtud y gloria sean a ti para siempre jamás.» Apenas si será necesario referirse a las Letanías de la Virgen María como prueba adicional de lo idolátrico del culto de que ella es objeto. Estas Letanías están preparadas en la forma usualmente adoptada en el culto de la Santa Trinidad; contienen invocaciones, deprecaciones, intercesiones y súplicas.
Contienen oraciones como ésta: «Peccatores, te rogamos audi nos; Ut sanctam Ecclesiam piissima conservare digneris, Ut justis gloriam, peccatoribus gratiam impetrare digneris. Ut navigantibus portum, infirmatibus sanitatem, tribulatis consolationem, captivis liberationem, impetrare digneris. Dt familus et familus tuas tibi devote servientes, consolare digneris, Ut conctum populum Christianum filii tui pretioso sanguine redemptum, conservare digneris, Ut nos exaudire digneris, Mater Dei, Filia Dei, Sponsa Dei, Mater carissima, Domina nostra, miserere, et dona nobis perpetuam pacem.» Más que esto no puede encontrarse de manos de Dios ni de Cristo.
La Virgen María es para sus adoradores lo que Cristo es para nosotros. Ella es el objeto de todos sus afectos religiosos, la base de su confianza, y la fuente de la que se esperan y buscan todas las bendiciones de la salvación. Hubo sin embargo siempre una corriente subyacente de oposición a esta deificación de la madre de nuestro Señor. Y ésta se hizo más evidente en la controversia acerca de la cuestión de su inmaculada concepción.
Esta idea nunca fue tocada en la Iglesia primitiva. La primera forma en la que apareció la doctrina fue que en base del hecho de que Dios le dice a Jeremías: «Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué» (Jer 1 :5), se mantuvo que lo mismo se podía decir de la Virgen María. Jeremías fue ciertamente santificado antes de nacer, en el sentido de que fue consagrado o puesto aparte en el propósito de Dios para el oficio profético, mientras que María, según se mantenía, fue santificada en el sentido de ser hecha santa.
Todas las grandes lumbreras de la Iglesia Latina, Agustín, Anselmo, Bernardo de Claraval y Tomás de Aquino, mantuvieron que si la Virgen Mana no fue partícipe del pecado y de la apostasía del hombre, no podría haber sido partícipe de la redención. Y mientras que Tomás de Aquino, y tras él los Dominicos, tomaron este partido en esta controversia, Duns Escoto y los Franciscanos tomaron el otro partido. El sentimiento público estaba a favor de la doctrina Franciscana de la inmaculada concepción.
Hasta John Gerson, canciller de la Universidad de París, distinguido no sólo por su erudición sino también por su celo en la reforma de los abusos, se manifestó públicamente en 1401 en apoyo de esta postura. Sin embargo, tuvo la suficiente ingenuidad como para admitir que no había sido ésta hasta entonces la doctrina de la Iglesia. Sin embargo, él sostuvo que Dios había comunicado la verdad a la Iglesia de manera gradual; así, Moisés supo más que Abraham, los profetas más que Moisés, los Apóstoles más que los profetas. Y de manera semejante, la Iglesia ha recibido del Espíritu de Dios muchas verdades desconocidas para los Apóstoles. Esto, naturalmente, implica el rechazo de la doctrina de la tradición.
Esta doctrina es que Cristo dio a los Apóstoles una revelación plenaria de todas las doctrinas cristianas, y que ellos la comunicaron a la Iglesia, en parte en sus escritos, y en parte mediante instrucciones orales. Para demostrar que cualquier doctrina tenga autoridad divina, tiene que demostrarse que fue enseñada por los Apóstoles, y para demostrar que la enseñaron se tiene que demostrar que ha sido sustentada siempre y en todas partes por la Iglesia. Pero según Gerson, la Iglesia de hoy puede sustentar lo que los Apóstoles jamás sustentaron, e incluso lo contrario a lo que ellos y la Iglesia durante siglos mantuvieron como cierto.
Él enseña que la Iglesia antes de su tiempo enseñaba que la Virgen Mana, en común con todos los otros miembros de la raza humana, nació con la infección del pecado original; pero que la Iglesia de su tiempo, bajo inspiración del Espíritu, creía en su inmaculada concepción. Esto resuelve la tradición, o más bien la sustituye, en el sensus communis ecclesite de cualquier época determinada. Ya se ha mostrado que Moehler, en su «Symbolik», enseña básicamente la misma doctrina.5 Esta cuestión estaba sin decidir en la época en que se reunió el Concilio de Trento, y a los padres allí reunidos les dio muchos problemas.
Los Dominicanos y Franciscanos, que tenían casi el mismo peso en el Concilio, apremiaron respectivamente que fueran aprobadas sus respectivas posturas. Perplejos, los delegados enviaron a Roma para recibir instrucciones, y se les dio instrucciones, por temor a un cisma, que impidieran más controversias acerca de esta cuestión, y que redactaran una decisión de manera que diera satisfacción a ambos bandos.
Esto sólo podía hacerse dejando la cuestión en suspenso. Y éste fue básicamente la acción que tomó el Concilio. Después de afirmar que toda la humanidad pecó en Adán y que deriva de él una naturaleza corrompida, añade: «Declarat tamen hæc ipsa Sancta Synodus, non esse suæ intentionis comprehendere in hoc decreto, ubi de peccato originali agitur, beatam, et immaculatam Virginem Mariam, Dei genetricem; sed observandas esse constitutiones felicis recordationis X ysti papæ IV., sub prenis in eis constitutionibus contentis, quas innovat.
Esta última cláusula hace referencia a la Bula de Sixto IV, emitida en 1843, amenazando a ambas partes en la controversia con la pena de excomunión si cualquiera pronunciaba a la otra culpable de herejia o de pecado mortal. Así, la controversia prosiguió después del Concilio de Trento de manera muy semejante a como había tenido lugar antes, hasta que el actual Papa, él mismo un devoto adorador de la Virgen, anunció su propósito de declarar la inmaculada concepción de la Madre de nuestro Señor.
Este propósito lo llevó a cabo, y el ocho de diciembre de 1854 acudió con gran pompa a San Pedro en Roma, y pronunció el decreto de que «la Virgen María, desde el primer momento de la concepción, por la especial gracia del Dios omnipotente en vista de los méritos de Cristo, fue preservada de toda mancha de pecado original». Fue así puesta en cuanto a total carencia de pecado a un nivel de Una nota al pie dice: «Totum hanc periodum, "Declarat-innovat", omnes fere editiones ante Romanas omittunt.» Igualdad con su adorable Hijo, Jesucristo, cuyo lugar ocupa en la confianza y amor de una parte tan grande del mundo Catolicorromano.

 EL SEGUNDO MANDAMIENTO.

Los dos principios fundamentales de la religión de la Biblia son, primero, que hay sólo un Dios vivo y verdadero, el Hacedor de los cielos y de la Tierra, que se ha revelado a Si mismo bajo el nombre de Jehová; segundo, que este Dios es Espíritu, y, por ello, incapaz de ser concebido o representado bajo una forma visible. Por ello, el primer mandamiento prohíbe el culto a ningún otro ser que Jehová; y el segundo el culto de ningún objeto visible, sea cual sea.
Esto incluye la prohibición no sólo de un homenaje interior, sino también de todos los actos externos que sean la expresión natural o convencional de tal reverencia interior. El hecho de que el segundo mandamiento no prohíbe representaciones pictóricas o escultóricas de objetos ideales o visibles es evidente por cuanto todo el mandamiento se refiere al culto religioso, y por cuanto Moisés, por orden del mismo Dios, hizo muchas imágenes y representaciones de este tipo.
Las cortinas del Tabernáculo y especialmente el velo que hacia separación entre el Lugar Santo y el Santísimo, se adornaron con figuras que representaban querubes; unos querubes extendían sus alas sobre el Arca del Pacto; el Portalámparas Dorado tenia forma de árbol, «con ramas, manzanas y flores»; el borde del manto del sumo sacerdote estaba adornado con campanas y granadas que se alternaban. Cuando Salomón construyó el templo, «esculpió todas las paredes de la casa alrededor, de diversas figuras, de querubines, de palmeras y de capullos de flores, vistos por dentro y por fuera» (1 R 6:29). El «mar de fundición» era sostenido por doce bueyes.
De esta casa así adornada, Dios dijo: «Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón todos los días» (I R 9:3). Así, no puede haber dudas acerca de que el segundo mandamiento sólo prohibía hacer o emplear semejanzas de cualquier cosa en el cielo o en la tierra como objetos de culto.7 7. Los judíos posteriores interpretaron este mandamiento de modo más estricto que Moisés o Salomón. Josefo, en Antigüedades 8, 7, 5; declara que las esculturas de bueyes hechas para sostener la fuente de bronce era contraria a la ley.
 Uno de los más distinguidos ministros de nuestra Iglesia objetó a la Unión Americana de Escuelas Dominicales porque publicaban libros con ilustraciones. Cuando se le preguntó qué pensaba él de los mapas, respondió que si los mapas estaban hechos simplemente para mostrar la posición relativa de los lugares sobre la tierra, eran permitidos, pero que si tenían sombreados para representar montañas, estaban prohibidos por el segundo mandamiento.
 La prohibición del culto a las imágenes. Está igual de claro que el segundo mandamiento prohíbe el empleo de las imágenes en el culto divino. En otras palabras, la idolatría consiste no sólo en el culto a los falsos dioses, sino también el culto al Dios verdadero mediante imágenes.
ESTO ESTÁ CLARO:
1. Por el significado literal de las palabras. Lo que se prohíbe de manera expresa es inclinarse ante ellas o servirías, esto es, rendirles cualquier clase de homenaje externo. Esto, sin embargo, es exactamente lo que hacen todos aquellos que emplean imágenes como los objetos o ayodas para el culto religioso.
2. Esto es tanto más claro por cuanto a los hebreos se les ordenó de manera solemne que no hicieran ninguna representación visible del Dios invisible, ni adoptaran nada externo como símbolo de lo invisible, haciendo de tal símbolo el objeto de culto: esto es, no debían postrarse ante estas imágenes o símbolos ni servirlos. La palabra hebrea abad, traducida «servir», incluye todo tipo de homenaje externo, quemar incienso, hacer oblaciones, y besar en señal de sujeción. Los hebreos estaban rodeados de idólatras.
Las naciones, habiéndose olvidado de Dios, o rehusando someterse a Él, se habían entregado a falsos dioses. El gran objeto de su reverencia y temor era la fuerza invisible de la naturaleza, de la que venían constantes y a menudo terribles manifestaciones a su alrededor. Pero la naturaleza, la fuerza, lo invisible, no podía satisfacerlos más que el invisible Jehová. Simbolizaron no lo desconocido, sino lo real, primero de una manera, luego de otra. La luz y las tinieblas fueron los dos símbolos más evidentes del bien y del mal.
Así, la luz, el sol, la luna y las estrellas, el ejército de los cielos, vinieron a formar parte de los más antiguos objetos de la reverencia religiosa. Pero todo lo visible y externo, vivo o muerto, podía ser hecho una representación para el pueblo, por asociación o por designación arbitraria, del gran poder desconocido mediante el que eran controladas todas las cosas.
De la manera más natural, aquellos hombres distinguidos por su energía de carácter y por sus hazañas serían considerados como manifestaciones de lo desconocido. Así se ve como el culto a la naturaleza y el culto a los héroes, las dos grandes formas del paganismo, son lo mismo en su raíz. Fue a la vista de este estado del mundo pagano, estando todas las naciones entregadas al culto de lo visible como símbolo de lo invisible, que Moisés hizo el solemne discurso al pueblo escogido, registrado en el cuarto capítulo de Deuteronomio.
«Por tanto, guárdate», les dice el profeta, «y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos.» ¿Y qué es lo que así les demanda tan fervientemente que recuerden? Que en la maravillosa exhibición de la presencia y majestad divinas en el Sinaí no habían visto «ninguna figura», sino que sólo habían oído una voz.
«Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, figura de alguno de los reptiles que se arrastran sobre la tierra, o figura de alguno de los peces que hay en las aguas debajo de la tierra. No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos.
Guardaos, no os olvidéis del pacto de Jehová vuestro Dios, que él estableció con vosotros, y no os hagáis escultura o imagen de ninguna cosa que Jehová tu Dios te ha prohibido. Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso.» Así, lo que se prohíbe solemne y repetidamente como violación del pacto entre Dios y el pueblo es postrarse ante, o emplear nada visible, sea un objeto natural como el solo la luna, o una obra de arte y del ingenio del hombre, como objeto o modo de culto divino. Y en este sentido ha sido entendido este mandamiento por el pueblo al que fue dado, desde los tiempos de Moisés hasta ahora.
El culto del Dios verdadero mediante imágenes, a los ojos de los hebreos, ha sido considerado un acto tan idolátrico como el culto a falsos dioses. 3. Un tercer argumento acerca de esto es que el culto de Jehová mediante el empleo de imágenes es denunciado y castigado como un acto de apostasía contra Dios. Cuando los hebreos en el desierto le dijeron a Aarón: «Haznos dioses que vayan delante de nosotros, ni ellos ni Aarón tenían la intención de renunciar a Jehová como Dios de ellos; pero deseaban un símbolo visible de Dios. como los paganos lo tenían para sus dioses.
Esto es evidente, porque Aarón, tras haber hecho el becerro de oro y hecho un altar delante de él, hizo una proclamación, diciendo: «Mañana será fiesta para Jehová.» «El pecado de ellos residió no en adaptar otro dios, sino en pretender adorar un símbolo visible de Aquel que no puede ser representado por símbolo alguno.»8 Del mismo modo, cuando las diez tribus se separaron de Judá y se constituyeron en un reino separado bajo Jeroboam, el culto de Dios mediante ídolos fue considerado como apostasía contra el verdadero Dios.
Es evidente por toda la narración que Jeroboam no tenía la intención de introducir el culto de ningún otro Dios que Jehová. Fue el lugar y el modo de adoración lo que trató de cambiar. Temió que si la gente seguía subiendo a Jerusalén y adorando en el templo allí establecido, volverían pronto a adherirse a la casa de David. Para impedido, hizo dos becerros de oro, como había hecho Aarón, símbolos del Dios que había sacado a Su pueblo de Egipto, y los puso, uno en Dan, y el otro en Betel, y mandó al pueblo que fuera a aquellos lugares para adorar.
Lo mismo Jehú, que se jactaba de su «celo por Jehová», y que exterminó a los sacerdotes y a los adoradores de Baal, retuvo el culto de los becerros de oro, porque, como dice Winer, «había llegado a ser la forma establecida del culto a Jehová en Israel». En Levítico 26:1 se dice: «No os haréis para vosotros ídolos, ni escultura, ni os levantaréis estatua, ni pondréis en vuestra tierra piedra pintada para inclinaros a ella; porque yo soy Jehová vuestro Dios.»
Y Moisés mandó que cuando el pueblo hubiera ganado posesión de la tierra prometida, seis de las tribus se reunieran sobre el Monte Gerizim para bendecir, y seis en el Monte Ebal para maldecir: «Maldito el hombre que haga escultura o imagen de fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice, y la ponga en oculto. Y todo el pueblo responderá y dirá: Amén» (Dt 27: 15). Así que lo que se prohíbe específicamente de manera frecuente y solemne es postrarse ante imágenes o darles ningún servicio religioso.
En este sentido fueron entendidos estos mandamientos por parte del antiguo pueblo de Dios al que fueron originalmente dirigidos, y por toda la Iglesia Cristiana hasta el repentino influjo de paganos nominalmente convertidos en la Iglesia después de la época de Constantino, que trajeron consigo ideas paganas y que insistieron en modos paganos de culto.
LOS SENCILLOS Y EVIDENTES HECHOS CON RESPECTO A LA RELIGIÓN DEL MUNDO GENTIL SON:
(1) Que los dioses de las naciones eran seres imaginarios; que o bien no tenían existencia más que en las imaginaciones de sus adoradores, o no poseían los atributos que les eran atribuidos. Por ello, en las Escrituras son llamados vanidad, mentira, vaciedad.
(2) De estos seres imaginarios se seleccionaron símbolos o se formaron imágenes a las que se dio todo el homenaje que se suponía debido a los dioses mismos. Esto no se hizo en base de la suposición de que los símbolos o imágenes eran realmente dioses. Los griegos no pensaban que Júpiter fuera un bloque de mármol.
Tampoco los paganos mencionados en la Biblia creían que el sol fuera Baal. Sin embargo, se suponía alguna conexión entre la imagen y la divinidad que quería representarse con ella. Para algunos esta conexión era simplemente la existente entre el signo y la cosa significada; para otros se trataba de algo más místico, o lo que en estos días llamaríamos sacramental. En todo caso era tal que el homenaje debido a la divinidad era dado a su imagen; y cualquier indignidad infligida a ésta debía ser considerada como infligida a la primera.
 Así, pues, por cuanto los dioses paganos no eran dioses, y como el homenaje debido a Dios era ofrecido a los ídolos, los escritores sagrados denunciaban a los paganos como adoradores de los palos y de las piedras, y los condenaban por la insensatez de hacer dioses de madera o metal, «escultura de arte y de imaginación de hombres». Hicieron poca o ninguna diferencia entre la adoración de imágenes y el culto a falsos dioses. Las dos cosas eran, desde su perspectiva, idénticas.
Por ello, la Biblia denuncia el culto a las imágenes como idolatría, sea cual sea la divinidad, verdadera o falsa, a la que fuera dedicada la imagen. Las razones que se adjuntan a este mandamiento. La relación entre el alma y Dios es mucho más íntima que la existente entre el alma y toda criatura. Nuestra vida, espiritual y eterna, depende de nuestra relación con nuestro Hacedor. Por esto, nuestra más elevada obligación es para con Él.
El mayor pecado que un hombre pueda cometer es rehusar dar a Dios la admiración y obediencia que se le deben, o transferir a la criatura la adhesión y el servicio que se le deben a Él. Por esto, ningún pecado es denunciado en las Escrituras con tanta frecuencia o severidad. La relación más íntima que pueda subsistir entre los humanos es la matrimonial.
Ningún daño que un hombre pueda hacerle a otro es más grande que la violación de esta relación; y ningún pecado que una esposa pueda cometer es más atroz y degradante que la infidelidad a sus votos matrimoniales. Siendo éste el caso, es natural que la relación entre Dios y Su pueblo fuera ilustrada en la Biblia, como lo es tan a menudo, mediante una referencia a la relación matrimonial.
Un pueblo o un individuo que rehúsen reconocer a Jehová como Dios de ellos, que transfieran su adhesión y obediencia debidas sólo a Dios a cualquier otro objeto, es comparado con una esposa infiel. Y como los celos son la más fuerte de las pasiones humanas, la relación de Dios con los que le abandonan así es ilustrada mediante una referencia a un marido ofendido y abandonado.
Es de esta manera que las Escrituras enseñan que el más severo desagrado de Dios, y las más terribles manifestaciones de Su ira, son las consecuencias ciertas del pecado de idolatría; esto es, del pecado de tener cualquier otro Dios que Jehová, o de dar a las imágenes, a los palos y a las piedras, el homenaje externo debido a Aquel que es espíritu, y que debe ser adorado en espíritu y en verdad. Es por ello que el Señor, en este mandamiento, declara que El es «celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y que hago misericordia a millares (hasta la milésima generación), a los que me aman y guardan mis mandamientos».
Las malas consecuencias de la apostasía contra Dios no quedan encerradas a los originales apóstatas. Prosiguen de generación en generación. Parecen sin remedio, y desde luego, hablando humanamente, lo son. La degradación y las incontables miserias de todo el mundo pagano son la consecuencia natural e inevitable del hecho de que sus antepasados transformaran la verdad de Dios en mentira, y adoraran y sirvieran a la criatura antes que al Creador. Pero estas consecuencias naturales están mandadas, ordenadas y son judiciales.
No se trata de meras calamidades. Se trata de juicios, y por tanto no deben ser contrarrestadas ni evadidas. Consiguientemente, aquellos que enseñan ateísmo, o que corrompen y degradan el culto de Dios asociando con él el culto de criaturas, o que enseñan que podemos hacer imágenes e inclinamos ante ellas y servirlas, están trayendo sobre si y sobre generaciones venideras las más terribles calamidades que puedan degradar y afligir a los hijos de los hombres.
Éste tiene que ser el resultado a no ser que no sólo puedan contrarrestar la operación de las causas naturales, sino también torcer el propósito de Jehová. Es una gran causa de acción de gracias, y adaptada para llenar los corazones del pueblo de Dios con gozo y confianza, saber que Él bendecirá a sus hijos hasta la milésima generación. La doctrina y práctica de la iglesia de Roma en cuanto a las imágenes. La salvación, dijo nuestro Señor, es de los judíos. Los fundadores de la Iglesia Cristiana fueron judíos.
La religión del Antiguo Testamento en la que habían sido educados prohibía el empleo de las imágenes en el culto divino. Todos los paganos eran adoradores de ídolos. Por lo tanto, el culto a los ídolos era una abominación para los judíos. Con la autoridad del Antiguo Testamento en contra del empleo de las imágenes, y con este intenso prejuicio nacional contra su empleo, es absolutamente increíble que fueran admitidos en el más espiritual culto de la Iglesia Cristiana.
No fue hasta tres siglos después de la introducción del cristianismo que la influencia del elemento pagano introducido en la Iglesia fue lo suficientemente poderosa para vencer la natural oposición a su uso en el servicio del santuario. Pronto surgieron tres partidos en relación con esta cuestión.
El primero se adhirió a la enseñanza del Antiguo Testamento y a la práctica de las Iglesias Apostólicas, repudiando el uso religioso de imágenes en cualquier forma.
El segundo permitió el uso de imágenes y figuras con el propósito de instrucción, pero no para el culto. El común del pueblo no podía leer, y por ello se argumentaba que las representaciones visibles de personas e incidentes escriturarios era permisible para beneficio de las mismas.
El tercer partido contendía en favor de su utilización no sólo como medio de instrucción, sino también para el culto.
 Ya en época tan temprana como el 305 d.C., el Concilio de Elvira en España condenó el empleo de imágenes en la Iglesia. En su canon trigésimo sexto el Concilio dice: «Placuit picturas in ecclesia esse non debere; ne quod colitur et adoratur in parietibus depingatur.» Agustín se quejó del supersticioso empleo de las imágenes; Eusebio de Cesarea y Epifanio de Salamis protestaron en contra de que fueran hechas objeto de culto; y Gregorio Magno permitió su uso sólo como medio de instrucción.
En el año 726 el Emperador León III emitió un decreto prohibiendo el empleo de las imágenes en las iglesias como pagano y herético. Para apoyar su acción se convocó un Concilio, que se reunió en Constantinopla el 754, y que dio sanción eclesiástica a su condenación. Sin embargo, en el 787 d.C., la Emperatriz Irene, bajo influencia romana, convocó un concilio, que los Romanistas de la escuela italiana consideran ecuménico, en Nicea, donde el culto a las imágenes fue totalmente aprobado.
Este concilio se reunió primeramente en Constantinopla, pero allí la oposición al uso de las imágenes era tan fuerte que fue desconvocado, y convocado al año siguiente para reunirse en Nicea. Aquí las cosas habían cambiado; hubo enemigos convertidos; oponentes que se habían vuelto defensores; incluso Oregorio de Neo-Cesarea, que había sido un celoso defensor de las tesis de León III y de su hijo Constantino Copronimo, fue llevado a decir: «Si omnes consentiunt, ego non dissentio.»
Pocos pudieron resistir las promesas y las amenazas de los que estaban en el poder, y lo convincente del argumento en favor del culto a las imágenes en base de los numerosos milagros que se aducían en favor de su culto. Así, este concilio declaró herético el anterior Concilio convocado por León III, y ordenó el culto a las imágenes en las iglesias; no desde luego con latreia, o la reverencia debida a Dios, sino con aspasmos kai timëtikë proskunësis (con saludos y respetuosas reverencias).
El Concilio anunció el principio en base del que se ha defendido el culto a las imágenes, sea entre los paganos o los cristianos, esto es, que el culto dado a la imagen termina en el objeto por ella representada. He tës eikonos timë epi to prostotupon diabainei kai ho proskunön tën eikona proskunei en autë tou engraphomenou tën hupostasin. Las decisiones de este Concilio, aunque sancionadas por el Papa, causaron agravio en las Iglesias Occidentales.
El Emperador Carlomagno hizo no sólo que se escribiera un libro (llamado «Libri Carolini») para refutar las doctrinas inculcadas, sino que convocó asimismo un concilio que se reunió en Frankfort sobre el Main el 794 d. c., en el que estaban presentes delegados de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, e incluso dos legados del Obispo de Roma; donde los decretos del pretendido Concilio General de Nicea fueron «rechazados», «menospreciados» y «condenados».
Todo culto a pinturas e imágenes fue prohibido, pero su presencia en las iglesias para instrucción y ornamentación fue permitida. Sin embargo, los amigos del culto a las imágenes lograron pronto una influencia dominante, de manera que Tomás de Aquino, uno de los mejores así como de los más grandes de los teólogos Romanistas del siglo trece mantenía la doctrina extrema acerca de esta cuestión.
Enseñó que las imágenes debían ser empleadas en las iglesias con tres propósitos: primero, para la instrucción de las masas que no podían leer; segundo, para que el misterio de la encarnación y los ejemplos de los santos pudieran ser más fácilmente recordados; y tercero, para que los sentimientos piadosos pudieran ser excitados, por cuanto los hombres quedan más fácilmente conmovidos por lo que ven que por lo que oyen.
Enseñaba él que no se debe reverencia a la imagen en sí misma ni por sí misma, pero que si representa a Cristo, la reverencia debida a Cristo se debe a la imagen. «Sic ergo dicendmn est, quod imagini Christi in quantum est res quædam (puta lignum vel pictum) nulla reverentia exhibetur; quia reverentia nonisi rationali naturre debetur. Relinquitur ergo quod exhibeatur el reverentia solum, in quantum est imago: et sic sequitur, quod eadem reverentia exhibeatur imagini Christi et ipsi Christo. Cum ergo Christus adoretur adoratione latriæ, consequens est, -quodejus imago sit adoratione latriæ adoranda.»
LA DOCTRINA TRIDENTINA.
El Concilio de Trento actuó con referencia al culto de las imágenes con su usual cautela. Decretó que se les debería dar «debida reverencia» a las imágenes de Cristo y de los santos, pero sin definir de qué reverencia se trataba.
OBSERVACIONES.
1. Por todo lo anterior parece que los Romanistas rinden culto a las imágenes de la misma manera en que lo hacían los paganos de la antigüedad, y en que lo siguen haciendo los paganos de nuestros propios tiempos. «Se inclinan ante ellas y las sirven.» Les rinden el homenaje externo que dan a las personas que tienen la intención de representar. Las explicaciones y la defensa de este culto son las mismas en ambos casos. Los paganos reconocían el hecho de que las imágenes hechas de oro, plata, madera o mármol eran sin vida e insensibles en sí mismas; admitían que no podían ver, ni oír, ni salvar. No atribuían ninguna virtud inherente ni poder sobrenatural a las mismas.
2. Afirmaban que el homenaje rendido a ellas terminaba en los dioses que representaban; que sólo daban culto delante de las imágenes, o como mucho por medio de ellas. Por lo que respecta a los griegos y a los romanos, eran menos reverentes hacia las meras imágenes, y pretendían mucho menos de lo sobrenatural en relación con su empleo.
3. Tanto entre los paganos como entre los Romanistas, para los carentes de instrucción entre ellos las imágenes mismas eran los objetos del culto. Seria difícil encontrar en ningún autor pagano la justificación para el culto a las imágenes que dan los teólogos Romanistas. ¿Qué pagano dijo jamás que se debía el mismo homenaje a la imagen de Júpiter que al mismo Júpiter? Esto es lo que dice Tomás de Aquino de las imágenes de Cristo y de los santos. ¿qué pagano ha dicho jamás lo que dice Bellarmino, que aunque el homenaje dado a la imagen no sea estricta y propiamente el mismo que el debido a su prototipo, es sin embargo impropia y analógicamente el mismo; el mismo en clase aunque no en grado
¿Qué puede saber el común de la gente de la diferencia entre proprie e improprie? Se les dice que den culto a la imagen, y las adoran como los paganos adoraban las imágenes de sus dioses. Como la Biblia pronuncia y denuncia como idolatría no sólo el culto a los falsos dioses, sino también el culto a las imágenes, el «inclinarse a ellas y servirlas», está claro que la Iglesia de Roma está tan entregada a la idolatría como Atenas cuando la visitó Pablo.
4. Los efectos religiosos y morales del culto a las imágenes son totalmente malignos. Para demostrar que es de malas consecuencias, es suficiente mostrar que Dios lo ha prohibido, y que ha amenazado con visitar a los adoradores de los ídolos con sus severos juicios. Degrada el culto a Dios. Aparta las mentes de la gente del justo objeto de la reverencia y confianza, y lleva a las masas ineducadas a poner su confianza en dioses que no pueden salvar.
5. En cuanto al culto a las reliquias, es suficiente con decir que no tiene sustento de las Escrituras. Lo que pasa por reliquias es, en la mayor parte de los casos, falso. No hay fin a los engaños hechos a la gente con respecto a esto. Hay, se dice, suficientes fragmentos de la cruz exhibidos en diferentes santuarios para construir un barco grande; hay innumerables clavos reverenciados como los instrumentos del suplicio de nuestro Señor.
Huesos no sólo de hombres ordinarios, sino incluso de animales, son puestos delante de la gente como reliquias de santos. En una de las catedrales de España hay una magnífica pluma de avestruz preservada en un rico cofre, y los sacerdotes afirman que cayó del ala del ángel Gabriel. Los Romanistas mismos se han visto obligados a recurrir a la teoría de los fraudes «económicos» o piadosos para justificar estos palpables abusos de la credulidad de la gente. De estos engaños el más flagrante ejemplo es la sangre de San Januario, que anualmente se licua en Nápoles.
6. La atribución de poderes milagrosos a estas pretendidas reliquias por parte de los Romanistas es supersticioso y degradante hasta el extremo.  La Iglesia de Roma está atada por las decisiones de sus papas y concilios que pronuncian las más burdas supersticiones como asunto de revelación divina sancionada y aprobada por Dios. Ha hecho imposible que hombres con derecho a ser llamados racionales se crean lo que ella enseña.
La gran lección enseñada por la historia del culto a las imágenes y de la reverencia a las reliquias es la importancia de adherirse a la palabra de Dios como la única norma de nuestra fe y de nuestra práctica; no recibiendo nada como verdadero en religión sino la que enseña la Biblia, y no admitiendo nada en el culto divino que las Escrituras no sancionen u ordenen.
La doctrina Protestante acerca de esta cuestión. Por cuanto el culto a las imágenes está expresamente prohibido en las Escrituras, los Protestantes, tanto Luteranos como Reformados, condenaron que fueran hechas objeto de ningún homenaje religioso. Sin embargo, como su empleo con fines de instrucción o de ornamentación no está expresamente prohibido del mismo modo, Lutero mantuvo que su empleo era permisible e incluso deseable. Por ello favoreció que se retuvieran en las Iglesias.
En cambio, los Reformados, debido al gran abuso que había acompañado a su introducción, insistieron en que fueran excluidas de todos los lugares de culto. Lutero fue tolerante con el uso de las imágenes en las iglesias. Dice él acerca de esta cuestión: «Si se evita el culto a las imágenes, podemos usarlas como usamos las palabras de la Escritura, que traen cosas ante la mente, y nos hacen que las recordemos.» «¿Quién es tan ciego», pregunta él, «para no ver que si unos acontecimientos sagrados se pueden describir con palabras sin pecado y para provecho de los oyentes, pueden con la misma propiedad, para beneficio de los ineducados, ser representados o esculpidos no sólo en el hogar y en nuestras casas, sino también en las iglesias?»
En otro lugar dice que cuando uno lee de la pasión de Cristo, tanto si quiere como si no, se le forma en la mente la imagen de un hombre pendiendo de una cruz, con tanta certidumbre como que su rostro se refleja cuando mira al agua. No hay pecado en tener tal imagen en la mente, ¿y por qué debería ser pecaminoso tenerla delante de los ojos? Los Reformados fueron más lejos. Condenaron no sólo el culto a las imágenes, sino también su introducción en lugares de culto, porque eran innecesarias, y porque eran susceptibles de abuso. El Catecismo de Heidelberg dice: «¿No es lícito hacer ninguna imagen?
Ni podemos ni debemos representar a Dios de ninguna manera; y aunque es lícito representar a las criaturas, Dios prohíbe hacer o poseer ninguna imagen destinada a ser adorada o empleada en su servicio. ¿No se podrían tolerar las imágenes en las iglesias, como si fuesen libros para enseñar a los ignorantes? No, porque nosotros no debemos ser más sabios que Dios, que no quiere instruir a su pueblo por imágenes mudas, sino por la predicación vida de su Palabra.»
Nadie que haya visto algunas de las obras maestras del arte cristiano, sea con lápiz o cincel, y haya sentido lo difícil que es resistirse al impulso de «postrarse ante ellas y servirlas», puede dudar de la sabiduría de excluirlas de los lugares de culto público.

EL TERCER MANDAMIENTO.

«No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová a quien toma su nombre en vano.» En significado literal de este mandamiento es impreciso.
Puede significar: «No pronunciarás el nombre de Dios de una manera vana o irreverente»; o, «no pronunciarás el nombre de Dios para mentira», esto es: «No Jurarás en falso.» La Septuaginta traduce así el pasaje: Ou lëpsë to onoma Kurio tou theou sou epi mataiö. La Vulgata tiene: «Non assumes nomen Domini Dei tui in vanum». Lutero, como frecuentemente, da el sentido libre: «Du sollst den Namen des Herrn, deines Gottes, nicht missbrauchen.»
Nuestros traductores han adaptado la misma lectura. La antigua versión Siríaca, el Targum de Onkelos, Filón y muchos modernos comentaristas y exegetas entienden el mandamiento como dirigido contra jurar en falso: «No pronunciarás el nombre de Dios para mentira.» Así Michælis el viejo en su Biblia Hebrea anotada, explica: «ad vanum confirmandum: non frustra, nedum, falso.» Gesenius, en su Léxico Hebreo, traduce así el pasaje: «Du sollst den Namen Jehová nicht zur Lüge aussprechen; nicht falsch schwören.» Rosenmüller lo traduce: «Nolli enunciare nomen Jova Dei tui ad falsum sc comprobandum.» Knobel lee así: «Nicht sollst du erheben den Namen Jehová zur Nichtigkeit»; y añade:
«La prohibición se dirige especialmente contra jurar en falso.» Esta interpretación es consecuente con el sentido de las palabras, por cuanto shawe, traducida aquí como «vanidad», o con la preposición, «en vano», significa en otros lugares «falsedad» (véase Sal 12:3 (2); 41:7 (6); Is 59:4; Os 10:4). Levantar o pronunciar el nombre de Dios para mentira significa naturalmente llamar a Dios para que confirme una falsedad. La preposición lamed tiene también su sentido natural. Comparar Levítico 19:12:
«No juraréis falsamente [lashaqor] por mi nombre». El sentido general del mandamiento se mantiene sea cual sea la interpretación que se adopte. El mandamiento de no emplear mal el nombre de Dios incluye jurar en falso, que es la mayor indignidad que se puede cometer contra Dios. Y así como el mandamiento «No matarás» incluye abrigar todo tipo de pensamientos malignos, así el mandamiento «No jurarás en falso» incluye todas las formas inferiores de irreverencia en el uso del Nombre de Dios.
Dar falso testimonio y jurar en falso son pecados distintos por cuanto jurar en falso es una negación práctica del ser y de las perfecciones de Dios. Así, el tercer mandamiento prohíbe de manera especial no sólo el perjurio, sino también todos los juramentos profanos o innecesarios, todas las invocaciones a Dios hechas a la ligera, y todo uso irreverente de Su nombre. Toda la literatura, profana o cristiana, muestra cuán fuerte es la tendencia en la naturaleza humana a introducir el nombre de Dios incluso en las ocasiones más triviales.
No sólo se emplean constantemente fórmulas como Adiós, Vaya usted con Dios, Dios no quiera, que pueden haber tenido un origen piadoso, sin ningún reconocimiento de su verdadera importancia, sino que incluso personas que profesan temer a Dios se permiten emplear Su nombre como una mera expresión de sorpresa. Dios está en todas partes. Él oye todo lo que decimos. El es digno de la mayor reverencia de nuestra parte; y Él no tomará como inocente a quien en ninguna ocasión use Su nombre de manera irreverente. Juramentos.
El mandamiento de no invocar a Dios para confirmar una mentira no puede ser considerado como prohibiendo Su invocación para que confirme la verdad. Los juramentos son de dos clases: Afirmativos, cuando afirmamos que una cosa es cierta; y promisorios, cuando nos ponemos bajo una obligación de hacer o de dejar de hacer ciertos actos. A esta clase pertenecen los juramentos oficiales y los juramentos de adhesión. En ambos casos hay un llamamiento a Dios como testigo.
POR ELLO, UN JURAMENTO ES, EN SU NATURALEZA, UN ACTO DE ADORACIÓN. IMPLICA:
(1) Un reconocimiento de la existencia de Dios.
(2) De Sus atributos de omnipresencia, omnisciencia, justicia y poder.
(3) De su gobierno moral en el mundo; y:
(4) De nuestra responsabilidad ante Él como nuestro Soberano y Juez.
Por ello, «jurar por el nombre de Jehová» y reconocerlo como Dios es una y la misma cosa. Lo primero involucra lo segundo. Siendo éste el caso, es evidente que a un hombre que niegue las verdades anteriormente mencionadas no se le puede tomar juramento.
Para él, las palabras que pronuncia no tienen significado. Si no cree que existe un Dios, o suponiendo que admita que hay algún ser o fuerza que pueda llamarse Dios, pero si no cree que este Ser conoce lo que dice el juramentado, o que Él castigará a quien jure en falso, todo el servicio es una burla. Es una enorme injusticia, que tiende a disgregar los vínculos de la sociedad, permitir a ateos que den testimonio ante tribunales.
La legitimidad de los juramentos. La legitimidad de los juramentos se puede inferir: 1. Por su naturaleza. Al ser actos de adoración involucrando el reconocimiento del ser y de los atributos de Dios, y de nuestra responsabilidad ante Él, son buenos en su naturaleza. No son supersticiosos, basados en ideas incorrectas de Dios o de Su relación con el mundo; ni son irreverentes; tampoco son inútiles.
Tienen un verdadero poder sobre las conciencias de los hombres; y este poder es tanto mayor según la fe del juramentado y de la sociedad en las verdades de la religión sea más inteligente e intensa. 2. En las Escrituras, los juramentos, en ocasiones apropiadas, no sólo se permiten, sino que están ordenados. [Cf. Dt 6:13; Is 65:16; Jer 12:16; 4:2.].Al mismo Dios se le presenta como jurando (Sal. 110: 4; He 6:13; 7:21). También nuestro mismo bendito Señor, cuando fue conjurado por el sumo sacerdote, no dudó en responder (Mt 26:63).
Las palabras son: Exorkizö se kata tou Theou tou zontos, que son correctamente traducidas en nuestra versión así: «Te conjuro [Te llamo a jurar] por el Dios viviente». Meyer, en su comentario acerca de este pasaje, dice: «Una respuesta afirmativa a esta fórmula era un juramento en el pleno sentido de la palabra.» Y la réplica de nuestro Señor: «Tú lo dices», es la usual forma rabínica de afirmación directa.
La palabra hebrea hishebiyah es traducida en la Septuaginta como horkizö y Exorkizö, y en la Vulgata como adjuro. Véase Gn 1:5, «mi padre me hizo jurar, horkizö me.» Nm 5:19, «Y el sacerdote Ia conjurará, horkiei autën.» Se ve en este pasaje, lo mismo que en otros en el Antiguo Testamento, que los juramentos eran a veces ordenados por el mismo Dios (Éx 22: 10). Por ello, no pueden ser ilegítimos.
Viendo, entonces, que un juramento es un acto de adoración, que está ordenado en ocasiones apropiadas, que nuestro Señor mismo se sometió a ser juramentado, y que los Apóstoles no dudaron en tomar a Dios como testigo de la verdad de lo que decían, no podemos admitir que fuera intención de Cristo proclamar todos los juramentos ilegítimos cuando dijo, como se registra en Mateo 5:34: «No juréis en ninguna manera.» Esto supondría que la Escritura contradice a la Escritura, y que la conducta de Cristo no se ajustó a Sus preceptos.
Sin embargo, Sus palabras son muy explícitas. Significan en griego lo que nuestra versión comunica. Nuestro Señor dijo, desde luego, «No juréis en ninguna manera.» Pero en el sexto mandamiento se dice: «No matarás.» Sin embargo, con ello no significa que no podemos matar animales para comer; esto es permitido y ordenado. Tampoco prohíbe el homicidio en autodefensa porque también está permitido.
Tampoco prohíbe la aplicación de la pena de muerte, porque no sólo está permitida, sino que está mandada. El significado de este mandamiento nunca ha sido objeto de dudas o de discusiones, porque está suficientemente explicado por el contexto y por la ocasión, y por la luz que arrojan sobre él otras partes de la Escritura.
Así como el mandamiento «No matarás» prohíbe sólo matar ilegítimamente, igualmente el mandamiento «No juréis de ninguna manera» prohíbe sólo los juramentos ilegítimos. Esta conclusión está confirmada por el contexto. Una gran parte del Sermón del Monte de nuestro Señor está dedicada a la corrección de perversiones de la ley introducidas por los escribas y los fariseos. Ellos hacían que el sexto mandamiento prohibiera sólo el asesinato; nuestro Señor dijo que prohibía todas las pasiones malignas.
Ellos limitaban el séptimo mandamiento al acto externo; Él lo extendió al deseo interno. Ellos hacían que el precepto de amar al prójimo fuera consistente con aborrecer a nuestros enemigos; Cristo dice: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen.» De manera semejante, los escribas enseñaban que la ley permitía todo tipo de juramentos, y jurar en todas las ocasiones, siempre que no se cometiera perjurio; pero nuestro Señor dijo:
Yo os digo que en vuestras comunicaciones no juréis de ninguna manera; esto está claro por el versículo 37: «Sean vuestras comunicaciones (logos, palabra, conversación) Sí, sí; no, no: porque lo que es más que esto proviene del mal.» Lo que nuestro Señor condena es los juramentos innecesarios, coloquiales e irreverentes. No tienen nada que ver con aquellos solemnes actos de adoración permitidos y ordenados en la palabra de Dios.
Los judíos de aquella época tenían una especial adicción a jurar coloquialmente, manteniendo que la ley sólo prohibía jurar en falso, o jurar en nombre de dioses falsos; por esto el Señor tuvo tanta más ocasión para reprender este pecado, y mostrar la maldad de tales juramentos. ... Normas que rigen la interpretación y obligación de un juramento. Un juramento debe ser interpretado en base del sentido llano y natural de las palabras o en el sentido en que se entienden por parte de aquel a quien le es dado el juramento o por quien es impuesto. Esto es un dictado simple de la honradez.
Si el juramentado entiende el Juramento en un sentido diferente al que le da la parte a quien se le hace, todo el servicio es un engaño y una burla. El comandante al que se refiere Paley, que juró a una guarnición de una ciudad cercada que si se rendían no se derramaría ni una gota de su sangre, y que luego los enterró vivos, se hizo culpable no sólo de perjurio, sino también de un escarnio vil y cruel. El animus imponentis, como se admite universalmente, tiene por tanto que determinar la interpretación de un juramento.
Fue el hecho de que los Jesuitas inculcaron la legitimidad de la reserva mental lo que más que ninguna otra cosa los constituyó en abominación a los ojos de toda la Cristiandad. Fue esto lo que dio el más fuerte ímpetu al látigo con el que Pascal los echó de Europa. Esta es una cuestión acerca de la que personas que quieren ser honradas no siempre son suficientemente cuidadosas. Su conciencia queda satisfecha si lo que dicen soporta una interpretación consistente con la verdad, aunque su sentido evidente no lo sea.
Ningún juramento es obligatorio que obligue a alguien a hacer algo ilegítimo o imposible. El pecado reside en hacer tal Juramento, no en romperlo. La razón de esta norma es que nadie puede obligarse a cometer un pecado. Herodes no estaba obligado a mantener su Juramento a la hija de Herodías cuando ella le pidió la cabeza de Juan el bautista.
Pero un juramento voluntario de hacer lo que es legítimo y dentro de la capacidad del juramentado liga la conciencia,
(A) incluso cuando su cumplimiento perjudica los intereses temporales del juramentado. La Biblia pronuncia bendición sobre aquel que «aun jurando en daño suyo, no por eso cambia» (Sal 15: 4).
(B) Cuando el juramento es obtenido mediante engaño o violencia.
En este último caso el juramentado hace elección entre dos males. 20. Véase Meyer en este pasaje, que hace referencia a Filón: De Spec. Leg; A. Lightfoot, Horæ; y Meuschen, N.T. ex Talm. Illustr. Véase. También Winer, Realwörterbuch. Y Tholuck, Auslegung der Bergpredigt Christi. 3a edición, Hamburgo, 1845. 21. A cierto caballero le acusaron de haber escrito un cierto artículo en un diario. Él declaro que no lo había escrito. Y era cierto. Pero lo había dictado.
Jura hacer un sacrificio para librarse de lo que teme más que la pérdida de lo que promete ofrecer. Este puede a menudo ser un caso difícil. Pero tal es la solemnidad de un juramento, y tal la importancia de que se preserve su inviolable santidad, que es mejor sufrir injusticia que no quebrantar un juramento.
El caso en el que el juramento se obtiene por engaño es más difícil, porque cuando se practica este engaño el juramentado no tenía la intención de asumir la obligación impuesta por el juramento. Por ello, podría argüir plausiblemente que si él no había tenido la intención de asumir tal obligación, no la había asumido. Pero, por otra parte, el principio involucrado en la máxima comercial, caveat emptor, se aplica a los juramentos. Cada uno está obligado a guardarse de los engaños, y si engañado, tiene que atenerse a las consecuencias.
Además, aquellos a los que se ha hecho Juramento confían en él, y actúan en base de él, y, en cierto sentido, adquieren derechos por él. Sin embargo, las Escrituras son en esto, como en todos los casos, nuestra guía más segura. Cuando los israelitas conquistaron Canaán, los gabaonitas que moraban en la tierra enviaron delegados a Josué, pretendiendo provenir de un país distante, y «Josué hizo paz con ellos, y celebró con ellos alianza concediéndoles la vida; y también lo juraron los príncipes de la congregación.»
Cuando el engaño fue descubierto, el pueblo clamó por su exterminio. «Mas todos los príncipes respondieron a toda la congregación: Nosotros les hemos jurado por Jehová Dios de Israel; por tanto, ahora no les podemos tocar» (Jos 9:15, 19). Este juramento, como se ve por 2 S 21: 1, tenía la sanción de Dios, y el pueblo fue castigado cuando lo violaron. Votos. Los votos son esencialmente diferentes de los juramentos, en cuanto a que no involucran ninguna invocación a Dios como testigo, ni ninguna imprecación de Su desagrado.
UN VOTO ES SIMPLEMENTE UNA PROMESA HECHA A DIOS.
LAS CONDICIONES DE UN VOTO LEGÍTIMO SON:
Primero, en cuanto al objeto, o asunto de voto:
(1) Que sea en sí mismo legítimo.
(2) Que sea aceptable para Dios.
(3) Que esté en nuestro poder.
(4) Que sea para nuestra edificación espiritual.
Segundo, en cuanto a la persona que hace el voto:
(1) Que sea competente, esto es, que tenga la suficiente inteligencia, y que sea sui juris. Un niño no es competente para hacer un voto; tampoco lo es uno que esté bajo autoridad de manera que no tenga libertad de acción en cuanto al voto pronunciado.
(2) Que actúe con debida deliberación y solemnidad, porque un voto es un acto de adoración.
(3) Que sea hecho voluntariamente, y observado alegremente.
Todos estos principios son reconocidos en la Biblia: «Cuando hagas voto a Jehová tu Dios, no tardes en pagarlo; porque ciertamente lo demandará Jehová tu Dios de ti, y sería pecado en ti. Más cuando te abstengas de prometer, no habrá en ti pecado.
Pero lo que haya salido de tus labios, lo guardarás y lo cumplirás, conforme lo prometiste a Jehová tu Dios, pagando la ofrenda voluntaria que prometiste con tu boca» (Dt 23:21-23). En Números 30:3-5 se ordena que si una mujer en casa de su padre hace un voto, y su padre no se lo permite, no se mantendrá,. «y, Jehová se lo dispensará, por cuanto su padre se lo vedó.» El mismo principio se aplica a las mujeres casadas y a los hijos, en base del evidente principio de que cuando se tocan los derechos de otros, no tenemos libertad de menospreciarlos.
Todas las condiciones precisas para la legitimidad de un voto pueden ser incluidas bajo la vieja fórmula: «judicium in vovente, justitia in objecto, veritas in mente.» La legitimidad de los votos. Acerca de esta cuestión hay poca o ninguna diversidad de opinión.
QUE SON LEGÍTIMOS ES EVIDENTE:
1. Por su naturaleza. Un voto es sencillamente una promesa hecha a Dios. Puede ser una expresión de gratitud por algún favor señalado ya concedido, o una promesa de manifestar tal gratitud por alguna bendición deseada si Dios quisiera concedería. Así, Jacob hizo voto de que si Dios le devolvía en paz a la casa de su padre, le consagraría un diezmo de todo lo que poseía. La Biblia, especialmente los Salmos, abundan en ejemplos de tales votos de acción de gracias a Dios.
2. El hecho de que las Escrituras contienen tantos ejemplos de votos, y tantas instrucciones a que sean observados fielmente, es prueba suficiente de que en su sitio, y en ocasiones apropiadas, son aceptables a los ojos de Dios.
3. Pero en tanto que se debe admitir la legitimidad de los votos, no deberían multiplicarse indebidamente, ni hacerse a la ligera, ni permitir que interfieran con nuestra libertad cristiana. No sólo la violación de estas reglas han producido los mayores males en la Iglesia de Roma, sino que los cristianos protestantes también se han visto reducidos al mayor estado de esclavitud por la multiplicación de los votos.
Cuando ocurren estos casos, es cosa sana y es correcto para el cristiano afirmar su libertad. Así como un creyente no puede ser llevado rectamente a la esclavitud por los hombres, tampoco puede rectamente hacerse esclavo a sí mismo.
Debería recordar que Dios prefiere misericordia al sacrificio; que ningún servicio es aceptable para Él que nos sea dañino; que no demanda de nosotros observar promesas que jamás debiéramos haber hecho, y que los votos por naderías son irreverentes, y que ni deberían ser hechos ni contemplados, sino que deberíamos arrepentimos de ellos como pecados. Incluso
Tomás de Aquino dice: «Vota  quæ sunt de rebus vanis et inutilibus, sunt magis deridenda, quam servanda.»

 EL CUARTO MANDAMIENTO.

SU DESIGNIO.
El designio del cuarto mandamiento era:
(1) Conmemorar la obra de la creación. EI pueblo recibió la orden de recordar el día de Sábado santificarlo, porque en seis días Dios hizo los cielos y la tierra.
(2) Preservar vivo el conocimiento del único Dios vivo y verdadero. Si los cielos y la tierra fueron creados, tienen que haber tenido un creador y ese creador tiene que ser extramundano, existiendo antes que, fuera de e independientemente del mundo. Tiene que ser omnipotente, e infinito en conocimiento, sabiduría y bondad, porque todos estos atributos son necesarios para explicar las maravillas de los cielos y de la tierra.
(3) Este mandamiento tenía el designio de detener la comente de la vida exterior de la gente y volver sus pensamientos a lo invisible y espiritual. Los hombres son tan propensos a sumergirse en las cosas de este mundo que es de la mayor importancia que haya un día de frecuente repetición en el que se les prohíba pensar en las cosas de este mundo, y que se les lleve a pensar en las cosas invisibles y eternas.
(4) Tenía la intención de dar tiempo para la instrucción del pueblo, y para el culto especial y publico de Dios.
(5) Mediante la prohibición de todo trabajo servil, tanto de hombres como de animales, estaba designado para asegurar un reposo recuperativo para aquellos en quienes había recaído la maldición primigenia: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro.»
(6) Como día de descanso y como puesto aparte para la relación con Dios, estaba dispuesto para ser un tipo de aquel reposo que queda para el pueblo de Dios como aprendemos de los Salmos 95: 11, como lo expone el Apóstol en Hebreos 4:1-10.
(7) Como la observancia del Sábado se había extinguido entre las naciones, fue solemnemente reinstaurado bajo la dispensación Mosaica para que fuera señal del pacto entre Dios y los hijos de Israel. Debían distinguirse de entre todas las naciones de la tierra como pueblo observante del Sábado, y como tales recibirían especiales bendiciones de Dios.
Éxodo 31:13: «En verdad vosotros guardaréis mis sábados; porque es señal entre mí y vosotros. por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico.»  Y en Ezequiel 20:12 se dice: «Les di también mis sábados, para que fuesen por señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy Jehová, que los santifico.
EL SÁBADO FUE INSTITUIDO DESDE EL PRINCIPIO, Y ES DE OBLIGACIÓN PERPETUA.
1. Esto se puede inferir por la naturaleza y designio de la institución. Es un principio generalmente reconocido que aquellos mandamientos dirigidos a los judíos como judíos, y basados en sus peculiares circunstancias y relaciones, se desvanecieron cuando se abolió la economía Mosaica; pero los basados en la inmutable naturaleza de Dios, o en las relaciones permanentes de los hombres, son de obligación permanente.
Hay muchos mandamientos que obligan a los hombres como hombres; a los padres como padres; a los hijos como hijos; y a los vecinos como vecinos. Es perfectamente evidente que el cuarto mandamiento pertenece a esta última clase. Es importante que todos los hombres sepan que Dios creó el mundo, y por ello que Él es un ser personal extramundano, infinito en todas sus perfecciones.
Todos los hombres tienen que detenerse en su carrera terrenal, y son llamados a detenerse y a volver sus pensamientos hacia Dios. Es de incalculable importancia que los hombres tengan tiempo y oportunidad para la instrucción y el culto religiosos. Es necesario que todos los hombres y animales serviles tengan tiempo para reposar y recobrar fuerzas. El reposo nocturno diario no es suficiente para ello, como nos aseguran los fisiólogos, y como lo ha demostrado la experiencia. Éste es evidentemente el parecer de Dios.
Así, parece, por la naturaleza de este mandamiento como moral, y no positivo o ceremonial, que es original y universal en su obligación. Nadie pretende que los mandamientos «no matarás» y «no hurtarás» fueron primeramente anunciados por Moisés, y que dejaron de ser vinculantes cuando la antigua economía se desvaneció. Una ley moral es vinculante por su misma naturaleza. Expresa una obligación que surge bien de nuestra relación con Dios, o bien de nuestras relaciones permanentes con nuestros semejantes.
Es vinculante tanto si está formalmente promulgada como si no. Es indudable que hay elementos positivos en el cuarto mandamiento tal como aparece en la Biblia. Es positivo que sea una séptima, y no una sexta u octava parte de nuestro tiempo la que consagramos al servicio público de Dios. Es positivo que sea el séptimo día de Ia semana y no otro día el que así se separa. Pero es moral que haya un día de reposo y de cesación de actividades terrenales. Es de obligación moral que Dios y Sus grandes obras sean expresamente recordadas.
Es un deber moral que el pueblo se reúna para instrucción religiosa y para la adoración unida a Dios. Todo esto era obligatorio antes de la época de Moisés, y hubiera sido vinculante aunque él jamás hubiera existido.
Todo lo que hizo el cuarto mandamiento fue poner esta obligación natural y universal en una forma concreta.
2. La obligación original y universal de la ley del Sábado se puede inferir por el hecho de haber encontrado lugar en el Decálogo. Como todos los otros mandamientos en aquella revelación fundamental de los deberes del hombre para con Dios y para con su prójimo son morales y permanentes en su obligación, sería incongruente e innatural que el cuarto fuera una excepción solitaria.
Este argumento no es desde luego contestado con la respuesta dada por los defensores de la doctrina opuesta. El argumento, dicen ellos, es válido sólo sobre la suposición de «que la ley Mosaica, debido a su origen divino, es de autoridad universal y permanente.» ¿No se podría asimismo decir que si el mandamiento «No hurtarás» sigue en vigor, que todo el código de la ley de Moisés tiene que ser vinculante?
3. Otro argumento se deriva de la pena que acompaña a la violación de este mandamiento: «Guardaréis el sábado, porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá» (Éx 31:14). Ninguna violación de una ley meramente ceremonial o positiva era visitada con esta pena. Ni el descuido de la circuncisión, aunque involucraba el rechazo tanto del pacto Abrahámico y del Mosaico, y necesariamente implicaba la pérdida de todos los beneficios de la teocracia, fue constituido como delito capital.
La ley del sábado, al quedar distinguida así, fue elevada muy por encima de los meros mandamientos positivos. Le fue dado un carácter especial, no sólo de importancia primordial, sino también de especial santidad.
4. Por ello encontramos que en los profetas, así como en el Pentateuco, y en los libros históricos del Antiguo Testamento, el Sábado no sólo es mencionado como «un deleite», sino que también es predicha su fiel observancia como una de las características del período Mesiánico. ... Estas consideraciones, aparte de la evidencia histórica o de la aserción directa de las Escrituras, son suficientes para crear una presunción intensa, si no invencible, de que el Sábado fue instituido desde el principio, y que fue designado para ser de obligación universal y permanente. Toda ley que tuviera una base o razón temporal para su promulgación era temporal en su obligación. Donde la razón de la ley es permanente, la ley misma es permanente.

EL QUINTO MANDAMIENTO.

SU DESIGNIO.
El principio general de deber que se da en este mandamiento es que deberíamos sentir y actuar de una manera apropiada hacia nuestros superiores. No importa en qué consista esta superioridad, si es de edad, oficio, poder, conocimiento o excelencia.
Hay ciertos sentimientos y una cierta línea de conducta que se debe a aquellos que están por encima de nosotros, por esta misma razón, determinados y modificados en cada caso por el grado y la naturaleza de esta superioridad. A los superiores se debe, a cada uno de ellos en conformidad a la relación que tenga con nosotros, reverencia, obediencia y gratitud.
LA BASE DE ESTA OBLIGACIÓN SE DEBE ENCONTRAR:
(1) En la voluntad de Dios, que ha impuesto este deber a todas las criaturas racionales.
(2) En la naturaleza de la relación misma. La superioridad supone, en alguna forma o grado, de parte del inferior, dependencia y deuda, y por ello es apropiada la reverencia, gratitud y obediencia y:
(3) En la conveniencia, por cuanto el orden moral del gobierno divino y de la sociedad humana dependen de esta debida sumisión a la autoridad.
En el caso de Dios, como Su autoridad es infinita, la sumisión de Sus criaturas debe ser absoluta. A Él le debemos adoración o la más profunda reverencia, la más ferviente gratitud, y una implícita obediencia. El quinto mandamiento, sin embargo, trata de nuestro deber con nuestras criaturas.
Lo primero en orden e importancia es el deber de los hijos para con sus padres, y por ello el deber general queda incorporado en el específico mandamiento de «Honra a tu padre y a tu madre». La relación filial. Mientras que los deberes relativos de padres e hijos deben ser en todas partes y esencialmente los mismos, quedan sin embargo más o menos modificados por varias condiciones de la sociedad.
Hay leyes acerca de esta cuestión en la Biblia que al dirigirse a un estado de cosas existente antes de la venida de Cristo, ya no son vinculantes para nosotros. Era inevitable, en el estado patriarcal de la sociedad, y especialmente en el estado de nomadismo, que el padre de una familia fuera a la vez padre, magistrado y sacerdote.
Y era natural y correcto que muchas de las prerrogativas parentales necesarias para tal estado de la sociedad quedaran retenidas en el estado temporal y transicional organizado bajo las instituciones Mosaicas. Por ello, vemos que las leyes de Moisés investían a los padres con poderes que ya no les pueden pertenecer con propiedad, y sostenían la autoridad paterna con leyes penales que ya no son necesarias.
En el Nuevo Testamento se reconoce y ordena frecuentemente el deber mandado por el quinto mandamiento. Nuestro mismo bendito Señor estuvo sujeto a Sus padres (Lc 2:51). El Apóstol ordena a los hijos a que obedezcan a sus padres en el Señor (Ef 6: 1), y que los obedezcan en todo, porque esto es agradable al Señor (Col 3:20).
Esta obediencia no debe ser sólo religiosa, sino específicamente cristiana, por cuanto la palabra Señor, en Efesios 6: 1, se refiere a Cristo. Esto es patente porque Señor, en el Nuevo Testamento, debe entenderse siempre de Cristo a no ser que el contexto lo impida; y porque a lo largo de estos capítulos Señor y Cristo se intercambia, de modo que es evidente que ambas palabras se refieren a la misma persona.
A los hijos se les manda que obedezcan a sus padres en el Señor, esto es, como un deber religioso, como parte de la obediencia debida al Señor. Deben obedecerles «en todo», esto es, en todo lo que pertenezca a la esfera de la autoridad paterna. Dios nunca ha dado a los hombres una autoridad ilimitada. Las limitaciones de la autoridad paterna están determinadas en parte por la naturaleza de la relación, en parte por las Escrituras, y en parte por el estado de la sociedad o la ley de la tierra.
La naturaleza de la relación supone que los padres deben ser obedecidos como padres, por gratitud y amor; y que su voluntad debe ser consultada y respetada incluso cuando sus decisiones no sean finales. No deben ser obedecidos como magistrados, como si estuvieran investidos con la capacidad de hacer o administrar leyes civiles, ni como profetas o sacerdotes. No son señores sobre la conciencia. No pueden controlar nuestra fe ni decidir por nosotros cuestiones de deber de manera que nos exoneren de nuestra responsabilidad personal. Al ser un servicio de amor, no admite unos límites estrictamente definidos.
Los hijos deben amoldarse a los deseos y dejarse controlar por los juicios de sus padres en todos los casos en que tal sumisión no entre en conflicto con deberes más elevados. La regla general es simple e inclusiva. No entra en detalles innecesarios. Prescribe la norma general de la obediencia. Las excepciones a esta norma deben ser tales que se justifiquen por sí mismas a una conciencia divinamente iluminada, esto es, una conciencia iluminada por la Palabra y el Espíritu de Dios. El principio general dado en Ia Biblia en tales casos es: «Es justo obedecer a Dios antes que a los hombres.»
LA PROMESA.
Este mandamiento tiene una promesa especial que lo acompaña. Esta promesa tiene una forma teocrática tal como aparece en el Decálogo: «Para que tus días se alarguen en la tierra que Dios te da.» El Apóstol, en Efesios 6:3, al omitir la última cláusula la generaliza, de manera que la aplica no a una tierra o pueblo, sino a los hijos obedientes en todas partes. La promesa anuncia el propósito general de Dios y un principio general de Su gobierno providencial. «La mano del diligente enriquece»; ésta es una norma general que no queda invalidada si aquí o allí  hay un hombre diligente que permanece pobre.
Les va bien a los hijos obedientes. Prosperan en el mundo. Éste es el hecho, y ésta es la promesa divina. Siendo la familia la piedra angular del orden social y de la prosperidad, sigue que son bendecidas las familias en las que el plan y propósito de Dios es más plenamente llevado a cabo y realizado. Deberes paternos.
Así como los hijos están obligados a honrar y a obedecer a sus padres, también los padres tienen deberes no menos importantes con respecto a sus hijos. Estos deberes son sumariamente expresados en Efesios 6:4, primero en sentido negativo, y luego en forma positiva: «Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos». Esto es lo que no deben hacer. No deben excitar las malas pasiones de sus hijos por medio de Ira, severidad, injusticia, parcialidad, o cualquier ejercicio indebido de la autoridad. Este es un gran mal.
Es sembrar cizaña en lugar de trigo en un suelo feraz. La parte positiva del deber paterno es expresado en la instrucción global: «sino criadlos en disciplina (paideia) y amonestación (noutheseia) del Señor». La primera de estas palabras es inclusiva, la segunda es específica. La primera expresa todo el proceso de educación o instrucción; la otra el especial deber de advertencia y corrección.
La «disciplina y amonestación» deben ser de carácter cristiano; esto es, no sólo tal como lo que Cristo aprueba y ordena, sino que es verdaderamente suya, esto es, que Él ejercita por medio de Su palabra y Espíritu por medio del padre como Su órgano. «Cristo es presentado ejercitando esta disciplina y amonestación, en tanto que por Él, por Su Espíritu, influencia y controla al padre.»
Según el Apóstol, este elemento religioso o cristiano es esencial en la educación de los jóvenes. El hombre tiene una naturaleza religiosa así como natural. Descuidar la primera sería tan irrazonable como descuidar la segunda y hacer de la educación una mera instrucción física. Tenemos que actuar en conformidad a la realidad. Es una realidad que los hombres poseen una naturaleza moral y religiosa.
Es un hecho que si sus sentimientos morales y religiosos son iluminados y apropiadamente desarrollados, se vuelven rectos, utiles y felices. Por otra parte, si estos elementos de su naturaleza quedan sin cultivar o se pervierten, se vuelven degradados, miserables y malvados. Es un hecho que este departamento de nuestra naturaleza necesita tanto de la cultura correcta como la intelectual o la física.
Es un hecho que esta cultura puede ser alcanzada sólo mediante su inculcación en la mente y su impronta en la conciencia. Es un hecho que esta verdad, como todos los cristianos creen, está contenida en las Sagradas Escrituras. Es un hecho, según las Escrituras, que el Hijo eterno de Dios es el único Salvador de los hombres, y que es por fe en Él y por obediencia a Él, que los hombres son libertados del dominio del pecado.
Y por ello es un hecho que a no ser que los hijos sean criados en la disciplina y amonestación del Señor, ellos, y la sociedad que ellos constituyan o controlen, irá a la destrucción. ... Todo se resume en esto: Los cristianos están obligados por mandamiento expreso de Dios, así como por consideración a la salvación de sus hijos y a los mejores intereses de la sociedad, a procurar que sus hijos sean criados «en disciplina y amonestación del Señor»; a esto están obligados: por medio del estado si pueden; sin él, si deben.
La obediencia a los magistrados civiles. Si el quinto mandamiento instruye, como principio general, respeto y obediencia a nuestros superiores, incluye nuestras obligaciones para con los gobernantes civiles. Se nos ordena: «Por causa del Señor, someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como enviados por él para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen el bien. Porque esta es la voluntad de Dios» (1 P 2: 13-15).
Toda la teoria del gobierno civil y del deber de los ciudadanos para con sus gobernantes queda globalmente enunciada por el Apóstol en Romanos 13:1-5.
ALLÍ SE NOS ENSEÑA:
(1) Que toda autoridad proviene de Dios.
(2) Que los magistrados civiles están ordenados por Dios.
(3) Que la resistencia a los mismos es resistencia a Él; ellos son ministros que ejercen Su autoridad entre los hombres.
(4) Que se les debe rendir obediencia a ellos como cuestión de conciencia, como parte de nuestra obediencia a Dios. De esto se ve de manera patente:
Primero, que el gobierno civil es una ordenanza divina. No es meramente una institución humana optativa, algo que los hombres puedan tener o no tener, según consideren conveniente. No está basado en ningún contrato social; es algo que Dios ordena.
Segundo: Se incluye en la doctrina del Apóstol que los magistrados derivan su autoridad de Dios; ellos son servidores de Él, y le representan. ... Los poderes que existen están ordenados por Dios; es Su voluntad que lo sean, y que estén revestidos de autoridad.
Tercero: En base .de esto sigue que la obediencia a los magistrados y a la ley es un deber religioso. Debemos someternos «a toda institución humana) por causa del Señor, por consideración a Él, como lo expresa San Pedro; o «por causa de la conciencia», como expresa San Pablo la misma idea.
No estamos obligados a obedecer a los magistrados meramente porque hayamos prometido hacerlo; ni porque los hayamos designado nosotros; ni porque sean sabios o buenos, sino porque ésta es la voluntad de Dios. «De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación (krima) para sí mismos.) Esto es, Dios los castigará.
 Cuarto: Otro principio incluido en la doctrina del Apóstol es que se debe obediencia a todo gobierno de facto, sea cual sea su origen o carácter. Sus instrucciones fueron escritas durante el reinado de Nerón, y ordenaban que se le obedeciera. A los cristianos primitivos no se les pidió que examinaran las credenciales de sus gobernantes coetáneos cada vez que la guardia pretoriana decidiera deponer un emperador y proclamar a otro.
Debemos obedecer «las [autoridades] que hay». Tienen esta autoridad por la voluntad de Dios, que queda revelada por hechos tan claramente como por palabras. Es por Él que «los reyes reinan y que los príncipes decretan justicia.) «El levanta a uno, y a otro lo abaja).
Quinto: Las Escrituras enseñan claramente que ninguna autoridad humana puede ser ilimitada. Tal limitación puede que no vaya expresada, pero está siempre implicada. El mandamiento «No matarás» tiene una forma ilimitada, pero las Escrituras reconocen que el homicidio puede ser en ciertos casos no sólo justificable, sino obligatorio.
Los principios que limitan la autoridad del gobierno civil y de sus agentes son sencillos y evidentes.
El primero es que los gobiernos y magistrados tienen autoridad sólo dentro de sus esferas legítimas. Por cuanto el gobierno civil está instituido para la protección de la vida y de la propiedad, para la preservación del orden, para el castigo de los malhechores, y para alabanza de los que hacen lo bueno, sólo tiene que ver con la conducta o actos externos de los hombres. No puede tocar a sus opiniones, sean científicas, filosóficas o religiosas.
Una ley del Parlamento o del Congreso ordenando que los ingleses o americanos deben ser materialistas o idealistas sería un absurdo y una vaciedad. El magistrado no puede entrar en nuestras familias y asumir la autoridad paterna, ni en nuestras iglesias y enseñar como un ministro. Un juez de paz no puede arrogarse las prerrogativas de un gobernador estatal, ni del presidente de los Estados Unidos. Fuera de su ámbito, un magistrado deja de serlo.
Una segunda limitación es no menos clara: Ninguna autoridad humana puede obligar a nadie a desobedecer a Dios. Si todo poder viene de Dios, no puede ser legítimo cuando se usa contra Dios. Esto es evidente por si mismo.
Cuando a los Apóstoles se les prohibió predicar el Evangelio, rehusaron obedecer. Cuando los tres amigos de Daniel rehusaron inclinarse ante la imagen hecha por Nabucodonosor, cuando los primeros cristianos rehusaron adorar ídolos; y cuando los mártires Protestantes rehusaron profesar los errores de la Iglesia de Roma, todos se encomendaron a Dios, y alcanzaron el respeto de todos los hombres buenos. Acerca de esto no puede haber discusión. Es importante que este principio sea no sólo reconocido, sino también proclamado públicamente.
Sexto: Otro principio general es que la cuestión de cuándo pueda y deba desobedecerse al gobierno civil es una que cada individuo debe decidir por si mismo. Es asunto de juicio individual. Cada hombre tiene que responder a Dios de sí mismo, y por ello cada hombre debe juzgar por sí mismo acerca de si un acto es pecaminoso o no.
Daniel juzgó por sí mismo. Así lo hicieron Sadrac, Mesac y Abed-nego. Lo mismo sucedió con los Apóstoles y con los mártires. Una ley o mandamiento anticonstitucionales es vacía y nula. Nadie peca desobedeciéndola. Pero desobedece a riesgo de sí mismo. Si su postura es correcta, queda libre. Si es incorrecta, a la vista del tribunal competente, tiene que sufrir la pena. Hay una evidente distinción a establecer entre desobediencia y resistencia.
Uno está obligado a desobedecer la ley o el mandamiento que exija que peque, pero no sigue de ello que tenga la libertad de resistirse a la aplicación de la ley. Los Apóstoles rehusaron obedecer a las autoridades judías; pero se sometieron a la pena infligida. Obediencia a la Iglesia. El Apóstol ordena a los cristianos: «Obedeced a vuestros pastores, y someteos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas.» «Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios» (He 13:7, 17).
Nuestro Señor dijo a Sus discípulos que si un hermano que hubiera ofendido se resistía a otros medios para llevarlo al arrepentimiento, su ofensa debía ser contada a la Iglesia; y que si se negaba a oír a la Iglesia, debía ser considerado como gentil y publicano (Mt 18:17). Los principios que regulan nuestra obediencia a la Iglesia son muy semejantes a los que tienen que ver con nuestra relación con el Estado.
Así, en tanto que el deber de la obediencia a nuestros superiores, y la sumisión a la ley, tal como se ordena en el quinto mandamiento, es la fuente de todo orden en la familia, en la Iglesia y en el Estado, la limitación de este deber por nuestra más alta obligación para con Dios es el fundamento de toda libertad civil y religiosa.

CUARTA LECCIÓN

EL SEXTO MANDAMIENTO.

Su designio. Este mandamiento, tal como lo expone nuestro Señor (Mt 5:21, 22), prohíbe la malicia en todos sus grados y en todas sus manifestaciones. La Biblia reconoce la distinción entre la ira y la malicia. La primera es permisible en ciertas ocasiones; la segunda es, por naturaleza, y por ello siempre, mala.
Lo primero es una emoción natural o constitucional que brota de la experiencia o percepción del mal, e incluye no sólo desaprobación sino también indignación, y un deseo en alguna forma de rectificar o castigar el mal infligido. Lo otro incluye odio y el deseo de infligir mal para gratificar esta malvada pasión.
De nuestro Señor se dice que se airó; pero en Él no había malicia ni resentimiento. Él era el Cordero de Dios; cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba; oró por Sus enemigos incluso en la cruz. En los varios mandamientos del Decálogo, se selecciona la más alta manifestación de todo mal para su prohibición, con la intención de incluir las formas menores del mismo mal. Al prohibirse matar, se incluyen todos los grados y manifestaciones de sentimiento malicioso. La Biblia le asigna un especial valor a la vida del hombre.
En primer lugar porque fue creado a imagen de Dios. Él no sólo es como Dios en los elementos esenciales de su naturaleza, sino que también es representante de Dios sobre la tierra. Una indignidad o un daño infligido a él es un acto de irreverencia hacia Dios.
Y segundo, todos los hombres son hermanos. Son de una sangre; hijos de un padre común. Sobre esta base estamos ligados a amar y a respetar a todos los hombres como hombres; y a hacer todo lo que podamos no sólo para proteger sus vidas sino también para promover su bienestar. Por ello, matar es el más gran crimen que un hombre puede cometer contra su prójimo.
La pena capital. Por cuanto el sexto mandamiento prohíbe el homicidio malicioso, está claro que en la prohibición no se incluye la inflicción de la pena capital. Este castigo no se inflige para gratificar el sentimiento de venganza, sino para dar satisfacción a la justicia y para preservar la sociedad. Por cuanto estos son fines legítimos y de la mayor importancia, sigue que el castigo capital del asesinato es también legítimo.
ESTE CASTIGO, EN CASO DE ASESINATO, NO ES SÓLO LEGÍTIMO, SINO TAMBIÉN OBLIGATORIO.
1. Porque está expresamente declarado en la Biblia. «El que derrame sangre del hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre» (Gn 9:6). Es patente que esto es de obligación perpetua, por cuanto fue ordenado a Noé, la segunda cabeza de la raza humana. Por ello, no fue designado para una era o nación en particular. Es el anuncio de un principio general de la justicia; una revelación de la voluntad de Dios. Además, la razón asignada por la ley es una razón permanente. El hombre fue creado a imagen de Dios; y, por ello, quien derrame su sangre, por el hombre será su sangre derramada. Esta razón es tan válida en un tiempo o lugar como en cualquier otro tiempo o lugar.
El comentario de Rosenmüller acerca de esta cláusula es: «Cum homo ad Dei imaginem sit factus, æquum est, ut, qui Dei imaginem violavit et destruxit, occidatur cum Dei imagini injuriam faciens, ipsum Deum, illius auctorem, petierit.» Es una consideración muy solemne, y de amplia aplicación. Es de aplicación no sólo al asesinato y a otros daños infligidos sobre las personas de los hombres, sino también a todo aquello que tienda a degradarlas o a contaminarlas.
El Apóstol lo aplica incluso a malas palabras, o a la sugestión de pensamientos corrompidos. Si es un ultraje cometer una indignidad contra la estatua o retrato de un hombre grande y bueno, o de un padre o de una madre, cuanto más grande es el ultraje cuando ultrajamos la imperecedera imagen de Dios impresa en el alma inmortal del hombre.
La orden de que el asesino debe ser muerto sin falta la encontramos repetida una y otra vez en la ley de Moisés (Éx 21:12, 14; Lv 24:17; Nm 35:21; Dt 19:11, 13). Hay claros reconocimientos en el Nuevo Testamento de la continuada obligación de la divina ley de que el asesinato debe ser castigado con la muerte. En Romanos 13:4 el Apóstol dice que el magistrado «no en vano lleva la espada».
La espada era llevada como símbolo del poder del castigo capital. Incluso por parte de escritores profanos, dice Meyer, que el magistrado «nevara la espada» era emblema de poder sobre la vida y la muerte. El mismo Apóstol dice (Hch 25:11): «Si he hecho algún agravio, o alguna cosa digna de muerte, no rehúso morir», lo que indica claramente que, a juicio de él, había delitos para los que era apropiada la pena de muerte.
2. Además de estos argumentos en base de las Escrituras, hay otros que provienen de la justicia natural. Es un dictado de nuestra naturaleza moral que el crimen debe ser castigado; que debería existir una justa proporción entre el delito y la pena; y que la muerte, la mayor pena, es el castigo apropiado para el mayor de los crímenes.
Que éste es el parecer instintivo de los hombres queda demostrado por la dificultad que a veces se tiene para refrenar a la multitud de tomarse una venganza precipitada en casos de asesinatos atroces. Tan fuerte es este sentimiento que hay la certeza de que se implantará una especie de justicia desenfrenada para tomar el lugar de una inoperancia judicial. Esta justicia, al ser sin ley e impulsiva, es demasiadas veces mal guiada y errónea, y, en una sociedad establecida, es siempre criminal.
Al estar en la naturaleza de los hombres que la abolición de la pena de muerte como pena judicial legítima llevará a que ésta sea infligida por el vengador de la sangre, o por asambleas tumultuarias, Ia sociedad tiene que escoger entre asegurarle al homicida un juicio justo por parte de las autoridades constituidas, o entregarlo al ciego espíritu de venganza.
3. La experiencia enseña que cuando la vida humana es infravalorada, está en inseguridad; que cuando el asesino escapa impune, o es castigado de forma inadecuada, los homicidios se multiplican de manera alarmante. La cuestión práctica, entonces, es: ¿quién debe morir? ¿El inocente, o el asesino?
EL HOMICIDIO EN DEFENSA PROPIA.
Queda claro que el sexto mandamiento no prohíbe el homicidio en defensa propia:
(1) Porque tal homicidio no es malicioso, y, por tanto, no entra dentro del campo de la prohibición.
(2) Porque la auto-preservación es un instinto de nuestra naturaleza, y, por tanto, una revelación de la voluntad de Dios.
(3) Porque es un dictado de la razón y de la justicia natural que si de dos personas una tiene que morir, debería ser el agresor y no el agredido.
(4) Porque el juicio universal de los hombres, y la Palabra de Dios, declaran inocente a aquel que mata a otro defendiendo su propia vida o la de su prójimo.
Guerra. Se concede que la guerra es uno de los más terribles malos que pueden infligirse a un pueblo; que involucra la destrucción de las propiedades y de la vida; que desmoraliza tanto a los vencedores cómo a los vencidos; que visita a miles de no combatientes con todas las miserias de la pobreza, de la viudez y de la orfandad; y que tiende a detener el avance de la sociedad en todo lo bueno y deseable.
Dios, en muchos casos, hace que las guerras, como los tornados y los terremotos, resulten finalmente para cumplimiento de Sus benevolentes propósitos, pero esto no demuestra que la guerra en sí mismo no sea un gran mal. Él hace que la ira del hombre le alabe. Se concede que las guerras emprendidas para gratificar la ambición, la codicia o el resentimiento de los gobernantes o del pueblo, son anticristianas y malvadas.
Se concede asimismo que la inmensa mayoría de las guerras que han asolado el mundo han sido injustificables delante de Dios y de los hombres.
SIN EMBARGO, NO SIGUE DE ESTO QUE SE DEBA CONDENAR LA GUERRA EN TODOS LOS CASOS.
1. Esto queda demostrado porque el derecho de la defensa propia pertenece a las naciones así como a los individuos: Las naciones están obligadas a proteger las vidas y propiedades de sus ciudadanos. Si éstas se ven asaltadas por la fuerza, se puede emplear la fuerza de manera legítima para su protección.
Las naciones tienen derecho asimismo a defender su propia existencia. Si ésta peligra por la conducta de otras naciones, tienen el derecho natural a la propia protección. Una guerra puede ser defensiva y sin embargo en cierto sentido agresiva. En otras palabras, la auto-defensa puede dictar y hacer necesario dar el primer golpe. Un hombre no está obligado a esperar hasta que un asesino dé realmente el primer golpe es suficiente que vea innegables manifestaciones de un propósito hostil.
De igual manera una nación no está obligada a esperar hasta que sus territorios sean realmente invadidos y sus ciudadanos asesinados antes de blandir las armas. Es suficiente con que haya clara evidencia por parte de otra nación de una intención de iniciar hostilidades. Aunque es fácil establecer el principio de que la guerra es justificable sólo como medio de autodefensa, la aplicación práctica de este principio está fraguada de dificultades.
La más mínima agresión a una propiedad nacional, o la más ligera infracción de los derechos nacionales, puede ser considerada como el primer paso hacia la extinción nacional, y presentarse como justificación para adoptar las más extremas medidas de defensa. Una nación puede pensar que es esencial para su seguridad un cierto agrandamiento territorial, y por ello que tiene derecho a ir a la guerra para lograrlo.
 Igualmente un hombre podría decir que necesita de una sección de la granja de su vecino para disfrutar plenamente de su propiedad, y por ello que tiene derecho a arrebatarla y quedársela. Se debe recordar que las naciones están tan obligadas por la ley moral como las personas individualmente; y por tanto que lo que una persona no pueda hacer para proteger sus propios derechos, o con la excusa de la defensa propia, tampoco puede hacerlo una nación.
Por ello, una nación está obligada a ejercer gran paciencia, y a adoptar todos los medios disponibles de corregir los males, antes de lanzarse a sí misma y a otras a todas las desmoralizadoras miserias de la guerra.
2. Pero la legitimidad de la guerra defensiva no descansa de manera exclusiva sobre estos principios generales de justicia; está claramente reconocida en la Escritura. En numerosos casos, en el Antiguo Testamento, estas guerras fueron mandadas. Dios dotó a los hombres con especiales cualificaciones como guerreros. Les respondió cuando era consultado por medio del Urim y Tumim, o por medio de los profetas, acerca de la idoneidad de campañas militares (Jue 20:27; I S 14:37; 23:2,4; I R 22:6ss.); y a menudo interfirió milagrosamente en favor de Su pueblo cuando estaban enzarzados en una batalla.
Muchos de los Salmos de David, dictados por el Espíritu, son oraciones pidiendo la ayuda divina en la guerra o en acción de gracias por la victoria. Por ello, está bien claro que el Dios al que adoraban los patriarcas y los profetas no condenaba la guerra, cuando la elección era la guerra o la destrucción. Está bien claro que si a los israelitas no se les hubiera dejado defenderse contra sus vecinos paganos, pronto habrían sido extirpados, y su religión se habría desvanecido con ellos.
Por cuanto los principios esenciales de la moral no cambian, lo que era permitido o mandado bajo una dispensación no puede ser ilegítimo en otra, a no ser que lo indique una nueva revelación. Sin embargo; el Nuevo Testamento no contiene tal revelación. No dice, como en el caso de divorcio, que la guerra les había sido permitido a los hebreos por la dureza de su corazón, pero que bajo el Evangelio debía prevalecer una nueva ley. Este mismo silencio del Nuevo Testamento deja intacta la norma de deber dada por el Antiguo Testamento acerca de esta cuestión.
Por tanto, aunque no hay declaración expresa acerca de esta cuestión, por cuanto ninguna era precisa, vemos la legitimidad de la guerra aceptada en silencio. Cuando los soldados preguntaron a Juan el Bautista acerca de qué debían hacer para prepararse para el reino de Dios, él no les dijo que debían abandonar la profesión de las armas. El centurión, cuya fe alabó tanto nuestro Señor (Mt 8:5-13), no fue censurado por ser soldado.
Igualmente el centurión, un hombre devoto, a quien Dios ordenó en una visión que enviara a buscar a Pedro, y sobre quien, según el relato del capítulo diez de Hechos, vino el Espíritu Santo, así como sobre sus compañeros, pudo continuar hasta en el ejército de un emperador pagano. Si los magistrados, como leemos en el capítulo trece de Romanos, están armados con el poder de vida y muerte sobre sus propios ciudadanos, tienen desde luego derecho a declarar guerra en autodefensa.
En los primeros tiempos de la Iglesia hubo una gran falta de inclinación para dedicarse al servicio militar, y los padres, en ocasiones, justificaron esta indisposición poniendo en duda la legitimidad de las guerras. Pero la verdadera razón de esta oposición por parte de los cristianos a entrar en el ejército era que por ello se daban al servido de un poder que perseguía la religión de ellos; y que los usos idolátricos estaban inseparablemente conectados con los deberes militares.
Cuando el imperio romano se volvió cristiano, y la cruz tomó el puesto del águila en los estandartes del ejército, la oposición se desvaneció, hasta que al final oímos de prelados guerreros, y de órdenes monásticas militares. Ninguna Iglesia Cristiana histórica ha denunciado toda guerra como ilegítima.
La Confesión de Augsburgo dice de manera expresa que es propio para los cristianos actuar como magistrados, y entre otras cosas «Jure bellare, militare», etc. Y los Presbiterianos, especialmente, han mostrado que no va en contra de sus conciencias luchar hasta la muerte por sus derechos y libertades. El suicidio. Es concebible que personas que no creen en Dios o en un estado futuro de la existencia piensen que es permisible buscar en la aniquilación el refugio a las miserias de esta vida.
Pero es inexplicable, excepto suponiendo una insania temporal o permanente, que nadie se precipite sin ser llamado a las retribuciones de la eternidad. Por ello, el suicidio es más frecuente entre los que han perdido toda fe en la religión.27 Es un crimen sumamente complicado. Nuestra vida no es nuestra. No tenemos más derecho a destruir nuestra vida que el que tenemos a destruir la de nuestro prójimo. Por ello, el suicidio es auto asesinato. Es el abandono del puesto que Dios nos ha asignado.
Es un rechazo deliberado de someternos a Su voluntad. Es un crimen que no admite arrepentimiento, y que consiguientemente involucra la pérdida del alma. Duelos. Los duelos son otra violación del sexto mandamiento. Sus defensores lo apoyan en base de los mismos principios sobre los que se defiende la guerra internacional.
Por cuanto las naciones independientes no tienen un tribunal común ante el que comparecer para que se enderecen los entuertos, tienen justificación, en base del principio de la autodefensa, de apelar a las armas para proteger sus derechos. De manera semejante, dicen ellos, hay ofensas para las que la ley nacional no ofrece reparación, y por ello se debe permitir a la persona individual que se busque su reparación. Pero:
(1) No hay mal que la ley no pueda o debiera reparar.
(2) La reparación buscada en el duelo es injustificable. Nadie tiene derecho a matar a otro por un menosprecio o un insulto. Arrebatar la vida a alguien por unas palabras irreflexivas, o incluso por un serio insulto, es asesinato a los ojos de Dios, que ha ordenado la pena de muerte como castigo sólo por los crímenes más atroces.
(3) El remedio es absurdo, porque con la mayor frecuencia es la parte agraviada la que pierde la vida.
(4) Los duelos son causa del mayor sufrimiento para partes inocentes, que nadie tiene derecho a infligir para gratificar su orgullo o resentimiento.
(5) El sobreviviente en un duelo fatal se hunde, a no ser que su corazón y conciencia estén cauterizados, en una vida de desgracia.

EL SÉPTIMO MANDAMIENTO.

Este mandamiento, como aprendemos de la exposición que hace del mismo nuestro Señor, dado en Su sermón del monte, prohíbe toda impureza de pensamiento, de palabra y de conducta. Como la organización social de la sociedad está basada en la distinción de los sexos, y como el bienestar del estado y la pureza y prosperidad de la Iglesia descansa en la santidad de la relación familiar, es de la máxima importancia que la relación normal de los sexos, divinamente constituida, sea preservada en su integridad.
El celibato. Entre las importantes cuestiones a considerar bajo el encabezamiento de este mandamiento, la primera es ver si la Biblia enseña que haya alguna especial virtud en una vida de celibato.
SE TRATA VERDADERAMENTE DE LA CUESTIÓN DE SI HUBO ALGÚN ERROR EN LA CREACIÓN DEL HOMBRE.
1. El mismo hecho de que Dios creara al hombre varón y hembra, declarando que no era bueno que estuvieran solos, y que constituyera el matrimonio en el paraíso, debería ser decisivo para esta cuestión. La doctrina que degrada al matrimonio haciendo de él un estado menos santo, tiene su fundamento en el Maniqueísmo o Gnosticismo.
Supone que el mal está esencialmente conectado con la materia; que el pecado tiene su asiento y fuente en el cuerpo; que la santidad es alcanzable sólo por medio del ascetismo y «el descuido del cuerpo»; que debido a que la «vita angélica» es una forma de vida superior a la humana aquí en la tierra, por tanto el matrimonio es una degradación. Por tanto, la doctrina de la Iglesia de Roma acerca de esta cuestión es totalmente anticristiana. Descansa sobre principios derivados de la filosofía de los paganos. Presupone que Dios no es el autor de la materia; y que Él no hizo al hombre puro, cuando le invistió de cuerpo.
2. A lo largo del Antiguo Testamento el matrimonio es expuesto como el estado normal del hombre. El mandato dado a nuestros primeros padres antes de la caída fue: «Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra.» Sin el matrimonio no se hubiera podido llevar a cabo el propósito de Dios acerca de nuestro mundo; por ello, es contradictorio con las Escrituras suponer que el matrimonio sea menos santo, o menos aceptable a Dios que el celibato.
Ser soltero era considerado en la antigua dispensación como una calamidad y una desgracia (Jue 11:37; Sal 78:63; Is 4:1; 13:12). El más elevado destino terrenal para una mujer, según las Escrituras del Antiguo Testamento, que son la Palabra de Dios, no era ser monja, sino señora de la familia, y madre de hijos (Gn 30:1; Sal 113:9; 127:3; 128:3,4; Pr 18:22; 31:10,28).
3. La misma alta estimación del matrimonio caracteriza las enseñanzas del Nuevo Testamento.
El matrimonio es declarado «honroso en todos» (He 13:4). Pablo dice: «Cada uno tenga su propia mujer, y cada una su propio marido» (1 Co 7:2). En 1 Timoteo 5:14 dice: «Quiero, pues, que las viudas jóvenes se casen». En 1 Timoteo 4:3 se incluye la prohibición de casarse entre las doctrinas de demonios. Así como la verdad viene del Espíritu Santo, así las falsas doctrinas, según la perspectiva del Apóstol, provienen de Satanás y de sus agentes, los demonios; estos son los «espíritus seductores» de que se habla en el mismo versículo.
Más de una vez nuestro Señor (Mt 19:5; Mr 10:7) cita y ordena la ley original dada en Génesis 2:24, de que el hombre «dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne.» Este mismo pasaje es citado por el Apóstol como conteniendo una gran verdad simbólica (Ef 5:31). Así se enseña que la relación matrimonial es la más íntima y sagrada que pueda existir en la tierra, a la que se deben sacrificar todas las otras relaciones humanas.
Por ello encontramos que desde el principio, con raras excepciones, los patriarcas, profetas, apóstoles, confesores y mártires han sido hombres casados. Si el matrimonio no fue una degradación para ellos, ciertamente no debiera serlo para los monjes y sacerdotes. La prueba más fuerte de la santidad de la relación matrimonial a los ojos de Dios se encuentra en el hecho de que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento es hecho el símbolo de la relación entre Dios y Su pueblo.
«Tu Hacedor es tu marido» son las palabras de Dios, y contienen un mundo de verdad, de gracia y de amor. El apartamiento del pueblo de Dios es ilustrado con una referencia a una mujer abandonando a su marido; mientras que la paciencia, ternura y amor de Dios son comparados a los de un fiel marido para con su mujer. «Como el gozo del esposo con la esposa, así se gozará contigo tu Dios» (Is 62:5). En el Nuevo Testamento, esta referencia a la relación matrimonial para ilustrar la unión entre Cristo y la Iglesia es frecuente e instructiva.
La Iglesia es llamada «la Esposa del Cordero» (Ap 21:9). Y la consumación de la obra de la salvación es presentada como el matrimonio, o cena de bodas del Cordero (Ap 19:7,9). En Efesios 5:22-23, la unión entre maridos y mujeres y las deberes resultantes de ella se exponen como tan análogos a la unión entre Cristo y Su Iglesia, que en algunos casos es difícil determinar a qué unión se debe aplicar el lenguaje del Apóstol.
Es asombroso, a la vista de todos estos hechos, que el matrimonio haya sido tan extensa y persistentemente considerado como algo degradante, y el celibato o virginidad perpetua como una virtud especial y peculiar. No existe ninguna evidencia más notable de la influencia de una falsa filosofía para pervertir las mentes incluso de los hombres buenos en toda la historia de la Iglesia. Ni los Reformadores escaparon plenamente a su influencia.
A menudo hablan del matrimonio como el menor de dos males; no como un bien en sí mismo, ni como el estado normal y apropiado en el que hombres y mujeres debieran vivir, tal como está designado por Dios en la misma constitución de sus naturalezas, y como el mejor adaptado para el ejercicio y desarrollo de todas las virtudes sociales y cristianas.
4. La enseñanza de la Escritura en cuanto a la santidad del matrimonio queda confirmada por la experiencia del mundo. Es sólo en el estado matrimonial que son llamados a ejercitarse algunos de los más puros, más desinteresados y más elevados principios de nuestra naturaleza. Todo lo que respecta a la piedad filial, y al afecto paterno y especialmente materno, depende del matrimonio para su misma existencia.
Pero es en la influencia purificadora y refrenadora de estos afectos de los que depende mayormente el bienestar de la sociedad humana. Es en el seno de la familia que se da la ocasión constante para actos de amabilidad, de abnegación, de paciencia y de amor.
Así, la familia es la esfera mejor adaptada para el desarrollo de todas las virtudes sociales, y se puede decir con certidumbre que se encuentra muchísima más excelencia moral y verdadera religión en los hogares cristianos que en los desolados hogares de sacerdotes, o que en las tenebrosas celdas de monjes y de monjas. Un hombre con sus hijos o nietos sobre sus rodillas es más respetable que cualquier macilento anacoreta en una cueva.
5. Nuestro Señor enseña que por los frutos es conocido el árbol. No ha habido una fuente más prolífica de males para la Iglesia que el concepto anti bíblico de una especial virtud en la virginidad y del obligado celibato, del clero y de los votos monásticos, a los que ha dado origen este concepto.
Esta es la enseñanza de la historia. Acerca de esta cuestión son decisivos y abrumadores los testimonios de Romanistas y Protestantes. Los Protestantes, mientras que proclaman la santidad del matrimonio y niegan la superior virtud del celibato, no niegan que haya ocasiones y circunstancias en los que el celibato sea una virtud: esto es, que un hombre pueda hacer un acto de virtud al resolver no casarse nunca.
La Iglesia tiene a menudo actividades que llevar a cabo para las que los hombres solteros son los únicos agentes apropiados. En otras palabras, los cuidados de una familia harían inapropiado a un hombre para llevar a cabo la tarea asignada. Esto, sin embargo, no supone que el celibato sea una virtud en sí mismo.
Hay ocasiones en que casarse es inconveniente. Nuestro Señor, al predecir la destrucción de Jerusalén, dijo: «¡Ay de las que en aquellos días estén encintas, y de las que estén criando!» Es parte de la prudencia escapar a tales ayes. Cuando los cristianos no tenían seguridad de sus vidas ni de sus hogares; cuando podían ser arrebatados de sus familias, o verse privados de todos los medios para proveer a sus necesidades, les era mejor no casarse. Es refiriéndose a tales ocasiones y circunstancias que fueron dichas estas palabras de Cristo, en el capítulo diecinueve de Mateo, y que fue dado el consejo del Apóstol en el capítulo siete de Primera a los Corintios. ..
La doctrina que enseña Pablo es perfectamente coincidente con las enseñanzas de nuestro Señor. Él reconoce el matrimonio como una institución divina; como bueno en si mismo; como el estado normal y apropiado en el que deberían vivir hombres y mujeres; pero por cuanto va acompañado de muchas congojas y distracciones, en tiempos turbulentos era conveniente permanecer solteros. Éste es el sentido de la enseñanza de Pablo en Primera a los Corintios 7.
Ninguno de los escritores sagrados, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, exalta y glorifica el matrimonio como lo hace este Apóstol en su Epístola a los Efesios. Por ello, no es él quien, conducido como era en todas sus enseñanzas por el Espíritu de Dios, vaya a devaluar o a despreciarlo como sólo el menor de dos males. Es un bien positivo: la unión de dos personas humanas para suplementar y complementar la una a la otra de una forma que es necesaria para la perfección o pleno desarrollo de ambas. La esposa es para su mando lo que la Iglesia es para Cristo. No se puede decir nada más excelso que esto.
 Historia. Nadie puede leer las Epístolas de Pablo, especialmente a los Efesios y Colosenses, sin ver una clara indicación de la prevalencia, incluso en las iglesias apostólicas, de los principios de aquella filosofía que mantenía que la materia era contaminante; y que inculcaba el ascetismo como el medio más eficaz de purificar el alma. Esta doctrina ya ha había sido adoptada y puesta en práctica entre los judíos por los Esenios.
Más hacia el Oriente, y bajo una forma algo diferente, había prevalecido durante siglos antes de la era cristiana, y sigue manteniendo su puesto. Según la filosofía brahmánica, la individualidad del hombre depende del cuerpo. Así, la total emancipación del cuerpo logra la refundición del finito en el infinito. El agua se pierde en el océano, y éste es el más sublime y final destino del hombre.
Por ello, no se debe uno asombrar que los primeros padres cayeran más o menos bajo la influencia de estos principios, o de que el ascetismo ganara tan rápidamente y mantuviera su influencia en la Iglesia. La devaluación de la divina institución del matrimonio y la exaltación de la virginidad al primer puesto entre las virtudes cristianas fueron la consecuencia natural y necesaria de este espíritu.
Ignacio llama a las vírgenes voluntarias «das joyas de Cristo». Justino Mártir deseaba que el celibato prevaleciera «do máximo posible». Taciano consideraba el matrimonio como inconsistente con el culto espiritual. Orígenes «se incapacitó en su juventud», y consideraba el matrimonio una contaminación. Hieracas hizo «de la virginidad condición de salvación». Tertuliano denunció los segundos matrimonios como criminales, y expuso el celibato como el ideal de la vida cristiana, no sólo para el clero, sino también para los laicos. El segundo matrimonio fue prohibido por lo que concernía al clero, y pronto en el caso de estos vino la total prohibición del matrimonio.
Las Constituciones Apostólicas prohibieron que los sacerdotes contrajeran matrimonio tras su consagración. El Concilio de Ancira, el 314 d.C., permitió a los diáconos casarse, con la condición que demandaran este privilegio antes de ser ordenados. El Concilio de Elvira del 305 d.C. prohíbe la continuación de la relación matrimonial (según la interpretación comúo de sus cánones) a los obispos, presbíteros y diáconos, bajo pena de deposición. Jerónimo era fanático en sus denuncias contra el matrimonio, e incluso Agustín fue arrastrado por el espíritu de la edad.
Como respuesta a la objeción de que si los hombres actuaran en base de su principio la tierra quedaría despoblada, respondió: Tanto mejor, porque en este caso Cristo volvería antes. Siricio, Obispo de Roma en el 385 d.C., decidió que el matrimonio era inconsistente con el oficio del clero, y fue seguido en esta postura por sus sucesores. Sin embargo se experimentó gran oposición para imponer el celibato, y se precisó de toda la energía de Gregorio VII para ejecutar las decisiones de los concilios.
Finalmente, sin embargo, se accedió a la regla, por lo que al clero respectaba, y recibió la sanción autoritativa del Concilio de Trento. Aunque la doctrina de que la virginidad, como la expresa el Catecismo Romano, «summopere commendatur», como mejor y más perfecta y santa que el estado matrimonial, es presentada como la razón manifiesta del celibato obligatorio del clero, está claro que las razones Jerárquicas tuvieron mucho que ver en llevar a la Iglesia de Roma a insistir tan enérgicamente que su clero fuera célibe.
Esto lo reconoce Gregorio VII cuando dice: «Non liberari potest ecclesia a servitute laicorum, nisi liberentur clerici ab uxoribus.» Y Melanchton se sintió autorizado a decir, con referencia al celibato del clero de la Iglesia de Roma: «Una est vera et sola causa tuendi cælibatus, ut opes commodius administrentur et splendor ordmes retineatur.»
Por cuanto la Reforma fue un retorno a las Escrituras como única norma infalible de fe y de práctica, y por cuanto en las Escrituras el matrimonio es exaltado como un estado santo, y por cuanto no se asigna preeminencia alguna en excelencia al celibato o a la virginidad; y por cuanto los Reformadores negaron la autoridad de la Iglesia para promulgar leyes para ligar la conciencia o para limitar la libertad con la que Cristo ha hecho libre a su pueblo, los Protestantes se pronunciaron unánimes en contra de la obligación de los votos monásticos y del celibato del clero.
La Iglesia griega se petrificó en una era temprana. Asumió la forma que sigue reteniendo, antes que la doctrina de la especial santidad del celibato adquiriera influencia. Por ello se mantiene según las decisiones del concilio de Calcedonia, del 451 d.C., Y de Trullo, del 692 d.C., que permitieron el matrimonio a los sacerdotes y diáconos. Los griegos en comunión con la Iglesia de Roma gozan de la misma libertad En la Iglesia Rusa se exige que los sacerdotes sean hombres casados; pero les están prohibidos las segundas nupcias.
Los obispos son escogidos de entre los monjes, Y tienen que ser célibes. El matrimonio institución divina.
EL MATRIMONIO ES UNA INSTITUCIÓN DIVINA:
(1) Porque, está basada en la naturaleza del hombre como está constituida por Dios. El hizo al hombre varón y hembra, y ordenó el matrimonio como la condición indispensable para la continuidad de la raza.
(2) El matrimonio fue instituido antes de la existencia de la sociedad civil, y por ello no puede ser en su naturaleza esencial una institución civil. Por cuanto Adán y Eva fueron casados no en base de ninguna ley civil, ni por intervención de ningún magistrado civil, igualmente un hombre y una mujer que se encontraran en una isla desierta podrían legítimamente tomarse uno al otro como marido y mujer. Es una degradación de la institución hacer de ella un mero contrato civil.
(3) Dios mandó a los hombres que se casaran cuando les mandó que fructificaran y que se multiplicaran y llenaran la tierra.
(4) Dios, en Su Palabra, ha prescrito los deberes que pertenecen a la relación matrimonial; ha dado a conocer Su voluntad en cuanto a las partes que pueden contraer matrimonio legítimamente; ha determinado la continuidad de dicha relación; y las únicas causas que justifican su disolución. Estas cuestiones no están sujetas a la voluntad de las partes, ni a la autoridad del Estado.
(5) El voto de mutua fidelidad tomado por marido y mujer no es hecho exclusivamente por el uno al otro, sino por cada uno de ellos a Dios. Es un pacto voluntario, mutuo, entre marido y mujer. Se prometen mutua fidelidad; pero no obstante actúan en obediencia a Dios, y le prometen a Él vivir juntos como marido y mujer, según Su palabra.
Cualquier violación del pacto es por tanto una violación de un voto hecho a Dios. Por cuanto la esencia del contrato matrimonial es el pacto mutuo de las partes delante de Dios y en presencia de testigos, no es absolutamente necesario que sea celebrado por un ministro religioso, y ni siquiera por un magistrado civil. Puede ser legítimamente solemnizado, como entre los Cuáqueros, sin la intervención de ninguno de ellos.
No obstante, como es de la mayor importancia que se mantenga a la vista la naturaleza religiosa de la institución, los cristianos deben, por lo que a ellos mismos atañe, insistir en que sea solemnizado como un servicio religioso. El matrimonio como institución civil. Como el hecho de que un hombre sea siervo de Dios, y ligado a hacer de Su palabra la norma de su fe y práctica, no es inconsecuente con que sea siervo del estado, y ligado a obedecer sus leyes, tampoco es inconsecuente con el hecho de que el matrimonio es una ordenanza de Dios que sea, en otro aspecto, una institución civil. Está tan implicado en las relaciones sociales y civiles de los hombres que necesariamente pasa a la atención del estado.
ES, POR TANTO, UNA INSTITUCIÓN CIVIL.
(1) Hasta allá donde es reconocido, y debe serlo, y mantenido por el estado.
(2) Impone obligaciones civiles que el estado tiene derecho a mantener en vigor. Por ejemplo, el marido está obligado a sustentar a su mujer, y está obligado por la ley civil a cumplir con este deber.
(3) El matrimonio involucra asimismo, por ambos lados, derecho a la propiedad; y el derecho de los hijos nacidos del matrimonio a la propiedad de sus padres. Todas estas cuestiones acerca de la propiedad recaen legítimamente bajo el control de la ley civil. En muchos países, no sólo la propiedad está implicada en la cuestión del matrimonio, sino también el rango, los títulos y las prerrogativas-políticas..
(4) Así, le corresponde al estado, como guardián de estos derechos, decidió qué matrimonios son legítimos y cuáles ilegítimos; cómo el contrato debe ser solemnizado y autenticado.
Todas estas leyes deben ser obedecidas por los cristianos, hasta allá donde la obediencia es consistente con una buena conciencia. El poder legítimo del estado en todas estas cuestiones esta limitado por la voluntad revelada de Dios. No puede constituir nada como Impedimento al matrimonio que las Escrituras no declaren como tal. No puede hacer de nada la razón para la disolución del contrato matrimonial que la biblia no constituya en razón válida para el divorcio. Y el estado no puede aplicar otras penas que las civiles a la violación de sus leyes acerca del matrimonio.
Esto sólo quiere decir que un gobierno cristiano debe respetar las condiciones de conciencia de su gente. Es una violación de los principios de la libertad civil y religiosa que el estado haga su voluntad equivalente a la voluntad de Dios. La monogamia. El matrimonio es un pacto entre un hombre y una mujer para vivir juntos, como marido y mujer, hasta que sean-separados por la muerte.
Según esta definición, primero, la relación matrimonial puede subsistir sólo entre un marido y una mujer; segundo, esta unión es permanente, esto es, sólo puede ser disuelta por la muerte de una de las partes o ambas, excepto por razones especificadas en la palabra de Dios; y tercero, la muerte de una de las partes disuelve la unión, de manera que es legítimo para la parte sobreviviente volverse a casar.
En cuanto al primero de estos puntos, o que la doctrina Escrituraria del matrimonio, está opuesta a la poligamia y la condena, se debe observar:
1. Que ésta ha sido la doctrina de la Iglesia Cristiana en todas las edades y en cada parte del mundo. Es moralmente cierto que toda la Iglesia no puede haber errado, en una cuestión como esta, acerca de la voluntad de su divina Cabeza y Dueño.
2. El matrimonio, tal como fue constituido originalmente Y ordenado por Dios, fue entre un hombre y una mujer. Y el lenguaje que Adán empleó cuando recibió a Eva de manos del Hacedor de ella demuestra que ésta era la naturaleza esencial de la relación: «Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2:23, 24). O, como nuestro Señor cita y expone el pasaje: «Y los dos vendrán a ser una sola carne, hasta el punto de que ya no son dos, sino una sola carne» (Mr 10:8). «Los dos», y no más que dos, vienen a ser uno.
No sólo fue este el lenguaje del Adán no caído en el Paraíso, sino el lenguaje de Dios expresado a través de los labios de Adán, como se ve no sólo por las circunstancias del caso, sino también por el hecho de que nuestro Señor les atribuye autoridad divina, como evidentemente lo hace en el pasaje acabado de citar. Así, la ley del matrimonio tal como fue instituido originalmente por Dios, exigía que la unión fuera entre un hombre y una mujer.
Esta ley podía ser sólo cambiada por la autoridad por la que fue originalmente promulgada. Delitzsch comenta acerca de este pasaje: En estas palabras no sólo se exhibe como la esencia del matrimonio la más profunda unión espiritual, sino una unión comprendiendo toda la naturaleza del hombre, una comunión totalmente inclusiva; y la monogamia es expuesta como su forma natural y divinamente señalada.»
3. Aunque esta ley original fue parcialmente descuidada en tiempos posteriores, nunca fue abrogada.
La poligamia y el divorcio fueron en cierta medida tolerados bajo la ley Mosaica, pero en todas las eras entre los hebreos la norma fue la monogamia, y la poligamia la excepción, como entre las otras naciones civilizadas de la antigüedad. La poligamia aparece primero entre los descendientes de Caín (Gn 4: 19). Noé y sus hijos tuvieron sólo una mujer cada uno. Abraham tenía una mujer solamente, hasta que la impaciencia de Sara por tener hijos le llevó a tomar a Agar como concubina. La misma norma matrimonial fue observada por las profetas como clase. La poligamia se limitaba en gran medida a los reyes y a los príncipes.
También se hacía una honrosa distinción entre la esposa y la concubina. La primera mantenía su preeminencia corno cabeza de la familia. Numerosos pasajes del Antiguo Testamento demuestran que la monogamia era considerada como la norma matrimonial, de la que la pluralidad de mujeres era una desviación. A través de Proverbios, por ejemplo, tenemos la bendición de una buena esposa, no de esposas, que es continuamente mencionada (pr 12:4; 19:14; 31:10 y ss.).
Los libros apócrifos contienen clara evidencia de que después del exilio la monogamia era casi universal entre los judíos; y de pasajes como Lc 1 :5; Hch 5: 1 y muchos otros se puede inferir que lo mismo era cierto en la época del advenimiento de Cristo. Con respecto a la tolerancia de la poligamia bajo la ley de Moisés, se tiene que recordar que el séptimo mandamiento pertenece a la misma categoría que el sexto y el octavo. Estas leyes no están basadas en la naturaleza esencial de Dios, y por ello no son inmutables.
Están basadas en las relaciones permanentes entre los hombres en su actual estado de existencia. De esto sigue:
(1) Que son vinculantes para los hombres sólo en su actual estado. Las leyes de la propiedad y del matrimonio no pueden ser de aplicación, hasta donde sepamos, al mundo futuro, donde los hombres serán como ángeles, ni casándose ni dándose en casamiento.
(2) Al estar estas leyes basadas en las relaciones permanentes y naturales de los hombres, no pueden ser echadas a un lado por la autoridad humana, porque estas relaciones no están sujetas a la voluntad ni a la ordenanza de los hombres.
(3) Sin embargo, pueden ser dejadas de lado por Dios. El mandó a los israelitas que despojaran a los egipcios y que desposeyeran a los cananeos, pero esto no demuestra que una nación pueda, por su propia iniciativa, apoderarse de la herencia de otro pueblo. Por ello, si Dios, concedió en cualquier momento y a cualquier pueblo permiso para practicar la poligamia, entonces la poligamia era legítima hasta tanto durara el permiso y para aquellos a quien fuera dado, e ilegítima para todos los otros tiempos y para todas las otras personas.
Este principio queda claramente reconocido en lo que nuestro Señor enseña acerca del divorcio. A las judíos les era permitido, bajo la ley de Moisés, repudiar a sus mujeres; tan pronto como la ley fue abolida, cesó el derecho al divorcio.
4. Sin embargo, la monogamia no descansa exclusivamente sobre la original institución del matrimonio, ni en la corriente general de la enseñanza del Antiguo Testamento, sino principalmente en la voluntad claramente revelada de Cristo.
Su voluntad es la suprema ley para todos los cristianos, y de derecho para todos los hombres. Cuando los fariseos acudieron a Él y le preguntaron si un hombre podía legítimamente despedir a su mujer, él respondió: Que el matrimonio, tal como Dios lo había instituido, era una unión indisoluble entre un hombre y una mujer; y por tanto que aquello que Dios había unido nadie podía separarlo. Esta es la doctrina claramente enseñada en Mateo 19:4-9; Marcos 10:4-9; Lucas 16:18; Mateo 5:32.
En estos pasajes nuestro Señor declara de manera expresa que si un hombre se casa mientras su primera mujer vive, comete adulterio. La excepción que el mismo Cristo hace a esta norma será considerada bajo el encabezamiento del divorcio. El Apóstol enseña la misma doctrina en Romanos 7:2, 3: «Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del mando. Así que, si en Vida del marido se une a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muere, es libre de esta ley, de tal manera que si se une a otro marido, no será adúltera.»
La doctrina de este pasaje es que el matrimonio es un pacto entre un hombre y una mujer que sólo puede quedar disuelto por la muerte de una de las partes. Así, en 1 Corintios 7:2, donde se dice que «cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido», se da por supuesto que en la Iglesia Cristiana la pluralidad de mujeres es tan impensable como la pluralidad de maridos. Este supuesto corre a través de todo el Nuevo Testamento. No sólo no leemos nunca de un cristiano con dos o más mujeres, sino que siempre que se habla del deber de la relación conyugal, es siempre del marido a su mujer, y de la mujer a su marido.
5. Esta ley Escrituraria queda confirmada por la ley providencial que asegura la igualdad numérica de los sexos. Si la poligamia hubiera sido acorde al propósito divino, deberíamos naturalmente esperar que nacieran más mujeres que varones. Pero lo opuesto es lo que sucede. Nacen más varones que mujeres. Pero el exceso es sólo suficiente para proveer al mayor peligro al que están expuestos los varones.
La ley de la providencia es la igualdad numérica de los sexos; y ésta es una clara indicación de la voluntad de Dios de que cada hombre debiera tener su propia mujer, y que cada mujer debiera tener su propio marido. Siendo ésta la voluntad de Dios, revelada tanto en Su palabra y en Su providencia, todo lo que tienda a contrarrestarla tiene que ser de naturaleza perversa y con malas consecuencias.
La doctrina que despreció el matrimonio y que hizo una virtud del celibato inundó a la Iglesia de corrupción. Y todo aquello en nuestra moderna civilización que hace difícil el matrimonio, y por tanto infrecuente, debe ser lamentado, y si es posible eliminado. Que cada hombre debiera tener su mujer, y cada mujer su propio marido, es el preventivo divinamente señalado para el mal social de la prostitución con todos sus inenarrables horrores. Toda otra prevención humana no sirve de nada.
En lugar de dejar que prosiga el actual estado de cosas, seria mejor volver a los antiguos usos patriarcales, y dejar que los padres dieran a sus hijos e hijas en matrimonio tan pronto como llegaran a la edad apropiada, en los mejores términos que pudieran.
6. Por cuanto todas las leyes permanentemente obligatorias de Dios se basan en la naturaleza de Sus criaturas, sigue de ello que si Él ha ordenado que el matrimonio sea la unión de un hombre y de una mujer, tiene que haber una razón para ello en la misma constitución del hombre y en la naturaleza de la relación conyugal. Esta relación tiene que ser de tal tipo que no puede subsistir entre uno y muchas; entre un hombre y más de una mujer. Ello queda claro por la naturaleza del amor involucrado; y, segundo, por la naturaleza de la unión constituida. Primero, el amor conyugal es peculiar y exclusivo. Sólo puede tener un objeto.
El hecho de que los hombres y las mujeres que hacen una profesión del asesinato de niños, nacidos o no, se enriquezcan como se enriquecen, es suficiente para levantar a cualquier comunidad de su falso sentimiento de seguridad.
Así como el amor de una madre por un hijo es peculiar, y no puede tener otro objeto que su propio hijo, así el amor de un marido no puede tener otro objeto que su esposa, y el amor de una esposa no puede tener otro objeto que su marido. Es un amor no sólo de complacencia y de deleite, sino también de posesión, de propiedad, y de propiedad legitima. Es por esto que tanto en el hombre como en la mujer los celos son la más fiera de todas las pasiones humanas. Involucra un sentimiento de insulto; de la violación de los más sagrados derechos; más sagrados aún que los derechos a la propiedad o a la vida. Por tanto, el amor conyugal no puede existir excepto entre un hombre y una mujer. La monogamia tiene su fundamento en la misma constitución de nuestra naturaleza.
La poligamia es innatural, y necesariamente destructiva de la relación normal, divinamente constituida entre marido y mujer. Segundo, en otro aspecto, la unión involucrada en el matrimonio no puede existir excepto entre un hombre y una mujer. No se trata meramente de una unión de sentimientos y de intereses. Es una unión tal que produce, en cierto sentido, una identidad. Los dos devienen uno. Ésta es la declaración de nuestro Señor. Marido y mujer son uno, en un sentido que justificó al Apóstol a decir, como dice en Efesios 5:30, que la mujer es hueso de los huesos de su marido, y carne de su carne.
Hay, en un sentido cierto, una comunidad de vida entre marido y mujer. Solemos decir, y con verdad, que la vida de los padres es comunicada a los hijos. Cada nación y cada familia histórica tienen una forma de vida que las distingue. Y, por ello, la vida de un padre y la vida de su hijo son la misma en que la sangre (esto es, la vida) del padre fluye en las venas de sus hijos; así, en un sentido análogo, la vida del marido y de la mujer son una. Tienen una vida común, y esta vida común es transmitida a su descendencia.
Ésta es la doctrina de la Iglesia primitiva. Las Constituciones Apostólicas dicen:34 hë gunë koinõnos esti biou, henoumenë eis hen söma ek duo para theou. La analogía que el Apóstol delinea en Efesios 5:22-33, entre la relación conyugal y la unión entre Cristo y su Iglesia, expone la doctrina Escritural del matrimonio mucho más claramente que quizá cualquier otro pasaje de la Biblia.
De ninguna analogía se espera que corresponda en todos los respectos, y ninguna ilustración tomada de relaciones terrenales puede dar toda la riqueza de las cosas de Dios. Así, la relación entre marido y mujer es sólo una sombra de la relación de Cristo con Su Iglesia.
CON TODO, HAY UNA ANALOGÍA ENTRE AMBAS COSAS:
(1) Por cuanto el Apóstol enseña que el amor de Cristo para con Su Iglesia es peculiar y exclusivo. Es tal como el que no tienen por ninguna otra clase o cuerpo de criaturas racionales en el universo. Así el amor del marido por su mujer es peculiar y exclusivo. Es tal como el que no tiene por otro objeto; un amor en el que nadie más puede participar.
(2) El amor de Cristo por Su Iglesia es abnegado. Él se dio a Sí mismo por ella. Compró la Iglesia con Su sangre. Así el marido debiera, y cuando es fiel lo hace, sacrificarse en todo por su mujer.
(3) Cristo y su Iglesia son uno; uno en el sentido de que la Ig1esia es Su cuerpo. Así el marido y la mujer son uno en tal sentido de que un hombre, al amar a su mujer, a sí mismo se ama.
(4) La vida de Cristo es comunicada a la Iglesia. Así como la vida de la cabeza es comunicada a los miembros del cuerpo humano, y la vida de la vid a los pámpanos, así hay, en un sentido misterioso, una comunidad de vida entre Cristo y Su Iglesia.
De manera semejante, y en un sentido no menos misterioso, hay una comunidad de vida entre marido y mujer. De todo esto sigue que así como seria totalmente incongruente e imposible que Cristo tuviera dos cuerpos, dos esposas, dos iglesias, así no es menos incongruente e imposible que un hombre tenga dos mujeres. Esto es, la relación conyugal, tal como es expuesta en la Escritura, no puede subsistir en absoluto excepto entre un hombre y una mujer.
CONCLUSIONES.
1. Si ésta es la verdadera doctrina del matrimonio, sigue, como se acaba de decir, que la poligamia destruye su misma naturaleza. Se basa en una perspectiva errónea de la naturaleza de la mujer. La sitúa en una posición falsa y degradante; la destrona y desposee; y es productora de numerosos males.
2. Sigue de ello que la relación matrimonial es permanente e indisoluble. Un miembro puede ser violentamente desgajado del cuerpo, y perder toda conexión vital con el mismo; y marido y mujer pueden ser así violentamente separados, y quedar anulada su relación conyugal, pero en ambos casos la conexión normal es permanente.
3. Sigue de esto que el estado no puede constituir ni disolver la relación matrimonial. No puede liberar a un marido o mujer «a vinculo matrimonio» que liberar a un padre «a vinculo paternitatis».
Puede proteger a un hijo de la injusticia o crueldad de su padre, e incluso por causa debida quitarlo de todo control paterno, y puede legislar acerca de sus propiedades, pero el vínculo natural entre padres e hijos está fuera de su control. Igualmente el estado puede legislar acerca del matrimonio, y determinar sus accidentes y consecuencias legales; puede decidir quiénes serán considerado como marido y mujer delante de la ley, y cuando, y bajo qué circunstancias, dejarán de aplicarse los derechos legales o civiles surgiendo de la relación.
Y puede proteger la persona y los derechos de la mujer, y, si fuere necesario, quitaría del control de su marido, pero el vínculo conyugal no puede disolverlo. Todos los decretos de divorcio «a vinculo matrimonio» emitidos por autoridades civiles o eclesiásticas son perfectamente inoperantes, por la que respecta a la conciencia, a no ser que anteriormente a tales decretos, y por la ley de Dios, haya dejado de existir la relación matrimonial.
4. Sigue de la doctrina Escrituraria del matrimonio que son malos todas las leyes que tienden a hacer dos de aquellos a los que Dios pronuncia como uno; leyes, por ejemplo, como la que da a la mujer derecho a negociar, contraer deudas y entablar pleitos o sufrirlos, en su propio nombre. Esta es tratar de corregir una clase de males a riesgo de caer en otras cien veces peores. La Palabra de Dios es la única guía segura para la acción legislativa así como de la conducta individual.
5. Apenas será necesario observar que de la naturaleza del matrimonio sigue que después del asesinato, el adulterio es el mayor de todos los crímenes sociales.
Bajo la antigua dispensación era punible con la muerte. E incluso hoy dia es prácticamente imposible condenar por asesinato a un hombre que mata al hombre que ha cometido adulterio con su mujer. Esta proviene de leyes humanas que entran en conflicto con las leyes de la naturaleza y de Dios.
 La ley de Dios considera al matrimonio como identificando al hombre y a su mujer. Las leyes del estado demasiadas veces lo contemplan como un mero contrato civil, y no le dan al marido ofendido ninguna reparación más que un pleito por daños por la pérdida pecuniaria que ha sufrido al estar privado de los servicios de su esposa. La pena por adulterio, para tener alguna proporción debida con la magnitud del crimen, debería ser severa y socialmente estigmatizante.
6. Los deberes relativos de marido y mujer que surgen de esta relación se pueden expresar a grandes rasgos en pocas palabras. El marido debe amar, proteger y abrigar a su esposa como a si mismo, esto es, como siendo para él otro yo. Los deberes de la mujer quedan establecidos en la fórmula cristiana consagrada por el tiempo: «Amar, honrar y obedecer.» El divorcio, su naturaleza y efectos.
El divorcio no es una mera separación, sea temporal o permanente, «a mensa et thoro». No es una separación que deje a las partes con la relación de marido y mujer, y que simplemente los alivie del la obligación de sus deberes relativos. El divorcio anula el «vinculum matrimonial», de modo que las partes dejan de ser marido y mujer. Que ésta es la verdadera idea del divorcio queda claro por el hecho de que bajo la antigua dispensación, si un hombre despedía a su mujer, ella quedaba libre para volverse a casar (Dt 24:1,2).
Esto supone naturalmente que la relación matrimonial con el primer marido quedó efectivamente disuelta. Nuestro Señor enseña la misma doctrina. Los pasajes en los Evangelios que se refieren a esta cuestión son Mateo 5:31, 32; 19:3-9; Mr 10:2-12; y Lc 16:18. El sencillo significado de estos pasajes parece ser que el matrimonio es un pacto permanente, que no puede ser disuelto a voluntad de cualquiera de las partes. Por ello, si un hombre despide arbitrariamente a su mujer y se casa con otra, comete adulterio. Si la repudia por una causa justa y se casa con otra, no comete pecado.
Nuestro Señor hace que la culpa de casarse después de la separación dependa de la razón de la separación. Al decir: «que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, comete adulterio», está con ello diciendo que «el pecado no es cometido si existe la causa específica de divorcio». Y esto es decir que el divorcio, cuando está justificado, disuelve el vínculo matrimonial.
Aunque esta parece ser tan claramente la doctrina de la Escritura, la doctrina opuesta prevaleció tempranamente en la Iglesia, y pronto logró el dominio. El mismo Agustín enseña en su obra «De Conjugiis Adulterinis», y en otros lugares, que ninguna de las partes después del divorcio podía contraer nuevo matrimonio. Sin embargo, en su «Retractions» expresa dudas acerca de ello. Sin embargo, esto pasó a la ley canónica, y recibió la sanción autoritativa del Concilio de Trento.
La necesaria consecuencia de la doctrina [es] que la relación matrimonial sólo puede ser disuelta con la muerte. La mala disposición de la Iglesia medieval y Romanista a admitir nuevo matrimonio después de un divorcio debe atribuirse indudablemente en parte al bajo concepto que prevalecía en la Iglesia Latina acerca del estado matrimonial. Pero se basaba en la interpretación que se daba a ciertos pasajes de la Escritura.
En Marcos 10:11, 12 y en Lucas 16:18, nuestro Señor dice sin cualificaciones: «Cualquiera que repudie a su mujer, y se case con otra, comete adulterio contra ella; y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.» Esto fue tomado como la ley acerca de esta cuestión, sin consideración alguna a lo que se dice en Mateo 5:31,32 y 19:3-9. Sin embargo, como no hay duda alguna de la genuinidad de los pasajes en Mateo, no se pueden pasar por alto. Una expresión de la voluntad de Cristo es tan autoritativa y tan satisfactoria como pudieran serlo mil repeticiones.
Por ello, se debe mantener la excepción expuesta en Mateo. La razón para su omisión en Marcos y Lucas puede explicarse de diversas maneras. Algunos dicen que la excepción era necesariamente entendida por su misma naturaleza, mencionada o no. O, habiendo sido expresada dos veces, su repetición era necesaria. O quizá lo más probable, por cuanto nuestro Señor estaba hablando con los fariseos, los cuales mantenían que un hombre podía repudiar a su mujer cuando quisiera, era suficiente decir que estos divorcios a los que ellos estaban acostumbrados no disolvían el vínculo matrimonial, Y que las partes seguían siendo tan marido y mujer como antes.
Bajo el Antiguo Testamento estaba fuera de toda cuestión el divorcio por causa de adulterio, por cuanto el adulterio era punible por la muerte.. Y por ello, es sólo cuando Cristo establece la ley de Su propio reino, bajo el que iba a quedar abolida la pena de muerte por adulterio, que fue necesario hacer alguna referencia a este crimen. Razones para el divorcio. Como ya se ha dicho, el matrimonio es un pacto indisoluble entre un hombre y una mujer.
No puede ser disuelto por ningún acto voluntario de repudio por parte de las partes contratantes, ni por acto alguno de la Iglesia o del Estado. «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre.». Sin embargo el pacto puede quedar disuelto, aunque no por un acto legítimo del hombre. Queda disuelto a la muerte. Queda disuelto por adulterio, y, como enseñan los Protestantes, por deserción voluntaria.
En otras palabras: hay unas ciertas cosas que por su misma naturaleza constituyen una disolución del vínculo matrimonial. Toda lo que la autoridad legítima del estado tiene de su parte es tomar conocimiento del hecho de que el matrimonio está disuelto; anunciarlo oficialmente, Y hacer una apropiada provisión para la relación alterada de las partes. Ya se ha visto en la sección anterior que según la llana enseñanza e nuestro Salvador el vínculo matrimonial queda anulado por el crimen del adulterio.
La razón para ello es que las partes ya no son más uno, en el sentido misterioso en que la Biblia declara que el hombre y su mujer son uno.36 El Apóstol enseña acerca de este tema la misma doctrina que Cristo había enseñado. El capítulo séptimo de su Primera Epístola a los Corintios está dedicado a esta cuestión del matrimonio, con referencia a lo cual se le habían hecho varias preguntas.
NOTA: No puede haber duda alguna razonable de que la palabra porneia, tal como se emplea en Mt 5:32 y 19:9 significa adulterio. Porneia es un término general que incluye toda cohabitación sexual ilegítima. Como dice Teodoreto acerca de Romanos 1,29. (Edición de Halle 1771): kalei porneian tën ou kata gamon ginomenën sunousian, mientras que moicheia es el mismo pecado cometido por una persona casada. Para el uso definido del término porneia véase I Corintios 5:1. Tholuck considera de manera extensa el sentido de esta palabra tal como la emplea Mateo en su obra Bergpredigt, 3ª edición, Hamburgo 1845, págs.225-230.
 Primero establece el principio general, basado en la Palabra de Dios y en  la naturaleza del hombre, de que lo mejor es que cada hombre tenga su propia mujer, y cada mujer su propio marido; pero en vista «de la aflicción que está sobre nosotros» (V.M.), aconseja a sus lectores que no se casen. Les escribe a los Corintios como escribiría alguien a un ejército a punto de entrar en un conflicto de lo más desigual en país enemigo, y por un prolongado período de tiempo. Les dice: «No es el momento ahora para que penséis en casaros. Tenéis derecho a hacerlo.
Y en general lo mejor es que todos los hombres se casen. Pero en vuestras circunstancias, casaros llevaría sólo a una carga y a un aumento del sufrimiento.» Esta limitación de su consejo para no casarse, que se circunscribe a personas en las circunstancias en que se encuentran aquellos a los que se da el consejo, no sólo es expresada de manera clara en el v. 26, sino que es la única manera con que se puede conciliar a Pablo con él mismo y con la enseñanza general de la Biblia.
Ya se ha observado que ninguno de los escritores sagrados habla en términos más elevados acerca del matrimonio que este Apóstol. ÉI lo expone como una unión espiritual de lo más ennoblecedor, que exalta a un hombre fuera de él mismo y le hace vivir para otra persona; una unión tan elevada y afinadora que hace que sea un adecuado símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia.
El matrimonio, según este Apóstol, hace por el hombre en la esfera de la naturaleza lo que la unión con Cristo hace para él en la esfera de la gracia. Habiendo así dado como consejo que lo mejor, bajo las circunstancias en que se hallaban, era que los cristianos no se casaran, pasa a dar instrucciones a los ya casados. De estos había dos clases: primero, aquellos matrimonios en los que tanto marido como mujer eran cristianos; y segundo, cuando una de las partes era creyente, y la otra incrédula, esto es, judío o pagano.
Con respecto al primer caso, dice que por cuanto según la ley de Cristo el matrimonio es indisoluble, ninguna parte tiene derecho a repudiar a la otra. Pero, si en violación de la ley de Cristo, una mujer hubiera dejado a su marido, estaba obligada o bien aquedar sin casarse, o a reconciliarse con su marido.
El Apóstol reconoce así implícitamente el principio de que puede haber causas que justifiquen que una mujer deje a su marido, peco que no justifican una disclución del vínculo matrimonial. Con respecto a aquellos casos en los que una de las partes fuera cristiana, y la otra incrédula, enseña, primero, que estos matrimonios son legítimos, y que por esto mismo no debería disolverse.
Pero, segundo, que si la parte incrédula se marcha, esto es, repudia el matrimonio, la parte creyente no está atada; esto es, ya no está ligada por el pacto matrimonial. Éste parece ser el sentido llano. Si la parte incrédula está dispuesta a proseguir con la relación matrimonial, la parte creyente está ligada; ligada, esto es, a ser fiel al pacto matrimonial. Si el incrédulo no está dispuesto a quedarse, el creyente no está atado en tal caso; esto es, obligado por el pacto matrimonial. En otras palabras, el matrimonio queda por ello mismo disuelto: Este pasaje es paralelo a Romanos 7:2.
El Apóstol dice allí que una mujer casada «está sujeta por la ley al marido mientras éste vivo; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido.» Así, aquí dice: «Una mujer está atada a su marido si él está dispuesto a quedarse con ella; pero si ella abandona, ella está libre de él.» Esto es, la deserción voluntariosa anula el vínculo matrimonial. Sin embargo, esta deserción debe ser deliberada y definitiva. Esto se implica en todo el contexto.
El caso considerado es cuando el marido incrédulo rehúsa considerar ya más a su conyugue creyente como su mujer. Esta interpretación del pasaje es la dada no sólo por los antiguos intérpretes Protestantes, sino también por los principales comentaristas modernos, como De Wette, Meyer, Alford y Wordsworth, y en las Confesiones de las Iglesias Luteranas y Reformadas. Hasta los Romanistas adoptan la misma postura.
Desde luego, ellos mantienen que entre cristianos el matrimonio es absolutamente indisoluble excepto por muerte de una de las partes. Pero si una de las partes es incrédula, ellos mantienen que una deserción anula el contrato matrimonial. Acerca de este punto, Cornelius à Lapide, de Lovaina y Roma, dice: «Nota, Apostolum permittere hoc casu non tantum thori divortium sed etiam matrimonii; na ut possit conjux fidelis aliud matrimonium inire.» Lapide cita a Agustín, Tomás de Aquino y Ambrosio en apoyo de esta opinión.
La Ley Canónica enseña la misma doctrina bajo el título «Divortiis». El comentario de Wordsworth acerca del pasaje es: «Aunque un cristiano no puede repudiar a su mujer como incrédula, si la mujer abandona a su marido (chörizetai), él puede contraer segundas nupcias.». Los Romanistas desde luego apoyan su sanción al nuevo matrimonio en el caso supuesto sobre la base de que hay una diferencia esencia entre el matrimonio donde una parte o las dos son paganos, y el matrimonio donde ambas partes son cristianas.
Pero esto no constituye diferencia alguna. Pablo acaba de decir que tales matrimonios desiguales son legítimos y válidos. Ninguna parte puede legítimamente repudiar ni negar a la otra. La base para el divorcio que se indica no es la diferencia de religión, sino la deserción. Hay una vía media que muchos, tanto antiguos como modernos, toman en la interpretación de este pasaje. Admiten ellos que la deserción justifica el divorcio, pero no el nuevo matrimonio por parte del conyugue abandonado.
A ESTO SE PUEDE OBJETAR:
1. Que no es consecuente con la naturaleza del divorcio. Ya hemos visto que en divorcio entre los judíos, tal como lo explica Cristo y tal como era entendido por la Iglesia apostólica, era aquella separación de marido y mujer que disolvía el vínculo matrimonial. Esta idea se expresaba con el empleo de las palabras apoluein, aphienai, chörizein, y éstas son las palabras que aquí se emplean.
2. Esta interpretación es inconsecuente con el contexto y con el designio del Apóstol. Entre las preguntas que se le someten a su consideración, estaba esta: «¿Es legítimo para un cristiano permanecer en relación matrimonial con una persona incrédula?» Pablo responde: «Si: estos matrimonios son legítimos y válidos.
Por ello, si el incrédulo está dispuesto a mantener la relación matrimonial, el creyente permanece ligado; peco si el incrédulo rehúsa continuar el matrimonio, el creyente deja de estar atado por ello.» Decir que el conyugue creyente no está ya obligado a abandonar su religión, lo que parece ser la idea de Neander, o que no está atado a forzar su presencia sobre un conyugue mal dispuesto, no tendría nada que ver con lo que aquí se trata.
Ningún cristiano se consideraría ligado a abandonar su religión, y nadie podría pensar que la vida matrimonial podría continuar son el consentimiento de las partes. En este sentido, no habría valido la pena ni hacer ni contestar la pregunta.
3. La deserción, por la misma naturaleza del delito, es una disolución del vínculo matrimonial. ¿Por qué disuelve la muerte el matrimonio? Porque es una separación definitiva. Lo mismo sucede con la deserción. La incompatibilidad de temperamentos, la crueldad, la enfermedad, el crimen, la insania, etc., cosas que las leyes frecuentemente permiten como base de divorcio, no son cosas incompatibles con la relación matrimonial.
Una mujer puede tener un marido desagradable, cruel o malvado, pero un hombre en su sepulcro o uno que rehúse reconocerla como su mujer, no pueden ser maridos de ella. El hecho de que la deserción es una base legítima para el divorcio fue, por lo tanto, y como ya se ha mencionado, la doctrina sustentada por los Reformadores, Lutero, Calvino y Zuinglio, y casi sin excepción por todas las iglesias Protestantes.
El deber de la Iglesia y de sus cargos. Hay ciertos principios que tienen que ver con esta cuestión que se concederán generalmente. Ninguna acción de ninguna legislación humana contraria a la ley moral puede atar a nadie, y ningún acto contrario a la ley de Cristo puede vincular a ningún cristiano. Por ello, si un tribunal humano anula un matrimonio por ninguna razón que las asignadas en la Biblia, el matrimonio no queda por ello disuelto.
A juicio de los cristianos permanece en pleno vigor; y están obligados a considerarlo así. Por otra parte, si el estado pronuncia válido un matrimonio que la Biblia declara inválido, es inválido para los cristianos. No hay otra salida. Los cristianos no pueden abandonar sus convicciones, ni pueden renunciar su adhesión a Cristo. Este estado de conflicto entre las leyes y la conciencia de las personas es la consecuencia necesaria, si un cuerpo legislativo que hace leyes aplicables a cristianos no contempla una autoridad que estas personas consideran divinas.
Por cuanto la Iglesia y sus oficiales están bajo la más alta obligación de obedecer la ley de Cristo, sigue que allí donde la acción del estado entre en conflicto con esta ley, la acción del estado debe ser ignorada. Si una persona se divorcia por otras razones que las Escriturarias y vuelve a casarse, tal persona no puede ser recibida de manera consecuente a la comunión de la Iglesia.
Si un ministro es llamado a solemnizar un matrimonio de una persona impropiamente divorciada, no puede, de manera consistente con su adhesión a Cristo, llevar a cabo el servicio. Este conflicto entre la ley civil y la divina es un gran mal, y a menudo, sobre todo en Prusia, ha suscitado grandes dificultades. La prostitución, el mal social. No es ésta una cuestión a tratar en estas páginas.
SIN EMBARGO, NO ESTARÁN FUERA DE LUGAR UNAS OBSERVACIONES ACERCA DE ESTA CUESTIÓN.
1. Es evidentemente utópico esperar que se puedan impedir todas las violaciones del séptimo mandamiento, como que nunca se incumplan las leyes contra el hurto o la mentira.
2. La historia del mundo demuestra que el instinto que conduce al mal mencionado nunca puede ser mantenido dentro de límites apropiados excepto por principio moral o por matrimonio.
3. Es a estos dos métodos de corrección, por tanto, que deberían dirigirse los esfuerzos de los amigos de la virtud. No puede haber una eficaz cultura moral sin instrucción religiosa.
4. El preventivo divinamente señalado para este mal social está establecido en 1 Corintios 7:2: «A causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido.» No se puede negar que existen serias dificultades en el actual estado de la sociedad para contraer matrimonio en la juventud. La principal de ellas es indudablemente el costoso estilo de vida que generalmente se adopta.
Los jóvenes encuentran imposible comenzar la vida de casados con las comodidades y lujos a que han estado acostumbrados en casa de sus padres, y por ello se descuida o pospone contraer matrimonio. Con respecto a las clases más pobres, se podría establecer una provisión para dotar a las mujeres jóvenes de buen carácter, para facilitarles comenzar su vida casada con facilidad. También se pueden hacer arreglos de varios tipos para aminorar los gastos de la vida en familia. El fin a cumplir es facilitar contraer matrimonio.
 Matrimonios prohibidos. El hecho de que ciertos matrimonios están prohibidos es casi el juicio universal de la humanidad. Desde luego, entre los antiguos persas y egipcios, se permitía el casamiento de los parientes más próximos, y en el período corrompido del Imperio Romano imperó más o menos una laxitud igual. Estos hechos aislados no invalidan el argumento del juicio general de la humanidad. La base o razón de tales prohibiciones.
La razón de por qué la humanidad condena tan generalmente el casamiento de parientes próximos no puede ser física. La fisiología no es enseñada por instinto Por ello, no es sólo una presuposición indigna, sino también insatisfactoria, que tales matrimonios quedan prohibidos sólo porque tiendan a degenerar la raza.
El hecho supuesto puede ser cierto o no; pero si se admite es totalmente insuficiente para dar cuenta del juicio condenatorio en cuestión. Las dos razones más naturales y evidentes de por qué están prohibidos los casamientos de parientes próximos son, primera, que el afecto natural que se tienen los parientes entre si es incompatible con el amor conyugal. Ambas cosas no pueden coexistir. El último es una violación y destrucción del primero.
Sólo se tiene que enunciar la razón; no demanda ilustración alguna. Estos afectos naturales no son sólo sanos, sino que son incluso sagradas en los grados más estrechos de relación. La segunda base para tales prohibiciones es la consideración a la pureza doméstica. Cuando las personas están tan extremamente relacionadas entre si que se justifica que vivan juntas como una familia, deberían ser sagradas la una para la otra.
Si no fuera éste el caso, difícilmente podría dejar de existir el mal, cuando los jóvenes crecen en la familiaridad de la vida doméstica. La más superficial inspección de los detalles de la ley establecida en el capítulo dieciocho de Levítico muestra que este principio subyace a muchas de sus especificaciones. ... La teoría de Agustín. Agustín presentó una teoría acerca de esta cuestión que sigue teniendo fervientes defensores. Mantenía él que el designio de todas estas prohibiciones era ampliar el circulo de los afectos sociales.
Los hermanos y las hermanas están ligados entre si por amor mutuo. Si se casaran entre sí, el círculo no se expande. Si escogen maridos y mujeres de entre extraños, un número mayor de personas queda incluido en los vínculos del mutuo amor. Un escritor en la revista «Evangelische Kirchen-Zeitung», de Hengstenberg, adopta y vindica esta teoría de manera elaborada. Trata de demostrar que responde a todos los criterios mediante los que se debería ensayar una teoría sobre esta cuestión.
Estos matrimonios son llamados «abominaciones», y él pregunta: ¿No es vergonzoso contrarrestar la benevolente ordenanza de Dios para ampliar el círculo de los afectos sociales? Se les llama «confusión» porque unen a aquellos a los que Dios manda quedar separados. También da cuenta de la propiedad de los casamientos entre hermanos y hermanas en la familia de Adán: porque al principio el círculo de afectos no admitía su agrandamiento.
Incluso incluye el caso de la Ley del Levirato, que obligaba a un hombre a casarse con la viuda sin hijos de su hermano. La ley que prohíbe el casamiento de parientes sólo se mantiene cuando la relación es estrecha. Por ello, ha de haber casos justo sobre la línea más allá de la que la relación no es barrera para el matrimonio. Y con respecto a los que están justo dentro de la línea, debe haber consideraciones que a veces son de mayor peso que las objeciones a un determinado matrimonio.
Hay dos principios de moralidad generalmente aceptados y claramente Escriturarios: uno de ellos es que cualesquiera de aquellas leyes morales fundadas no sobre la naturaleza inmutable de Dios, sino sobre las relaciones de los hombres en su presente estado de existencia, puede ser echada a un lado por el divino legislador siempre que le parezca bien; tal como Dios, bajo la antigua dispensación, puso a un lado la original ley monogámica del matrimonio. La poligamia no era pecaminosa mientras Dios la permitiera.
En el caso de la ley del Levirato, la prohibición de contraer matrimonio con la viuda de un hermano cedía ante lo que la ley de Moisés consideraba una mayor obligación, la de perpetuar la familia. Morir sin hijos era considerada una de las más grandes calamidades. Sin embargo, Ia cuestión acerca de las razones para estas prohibiciones es de importancia secundaria. Puede que no veamos exactamente en todos los casos por qué se prohíben ciertas cosas. EI hecho de que estén prohibidas debería dar satisfacci6n a Ia razón y a Ia conciencia.
LAS DOS IMPORTANTES PREGUNTAS EN RELACION CON ESTA CUESTIÓN A CONSIDERAR SON, PRIMERO:
1. Está aún en vigor Ia ley levítica acerca de las matrimonios prohibidos? Y, segundo,
2. Como se debe interpretar esta ley, y qué matrimonios prohíbe? ¿Sigue estando en vigor la ley levítica del matrimonio?
1. Es un argumento poderoso a priori en favor de una respuesta afirmativa a esta pregunta que siempre haya sido considerada como obligatoria por toda la Iglesia Cristiana.
2. La razón asignada a la prohibición contenida en esta ley es que no hace referencia especial a los judíos. No está basada en sus peculiares circunstancias, ni en el designio de Dios al seleccionarlos a ellos como depositarios de su verdad para preparar al mundo para la venida del Mesías.
La razón asignada es «parentesco cercano». Esta razón tiene tanta fuerza en un tiempo como en otro, para todas las naciones como para cualquier nación. Nada había de peculiar en la relación que tenían los padres hebreos con sus niños, o los hermanos hebreos con sus hermanas, ni los tíos hebreos con sus sobrinas, que fuera base para estas prohibiciones.
La razón para ellas era la proximidad del parentesco mismo tal como existe en cada y todos los siglos. Por ello, hay delante de Dios una razón permanente por la que los parientes próximos no deben casarse.
3. Si la ley levítica no sigue en vigor, no tenemos ley divina acerca de esta cuestión. Entonces el incesto no sería pecado. Sería sólo un delito contra la ley civil, y un pecado contra Dios sólo hasta allí donde sea pecaminoso violar la ley del estado. Pero esto es contrario al juicio universal de los hombres, al menos de los cristianos.
Que los padres e hijos, hermanos y hermanas se casen entre ellos es considerado como pecado contra Dios, con independencia de toda prohibición humana. Pero si es un pecado contra Dios, tiene que estar prohibido en Su Palabra, o debemos abandonar el principio fundamental del Protestantismo, de que las Escrituras son la única norma infalible de fe y práctica. Y como tales matrimonios no están prohibidos expresamente en la Biblia excepto en la ley Levítica, si esta ley no los prohíbe, la Biblia no los prohíbe.
4. Los juicios de Dios son fulminados contra las naciones paganas por permitir los matrimonios prohibidos por la ley Levítica. En Levítico 18:3 se dice: «No haréis como hacen en la tierra de Egipto, en la cual morasteis; ni haréis como hacen en la tierra de Canaán, a la cual yo os conduzco, ni andaréis en sus estatutos.» Ésta es la introducción a la ley de los matrimonios prohibidos, conteniendo las especificaciones de las «ordenanzas» de los egipcios y cananeos, que el pueblo de Dios tenía prohibido seguir.
Y en el versículo veintisiete de este mismo capítulo, al final de estas especificaciones, se dice: «Todas estas abominaciones hicieron los hombres de aquella tierra que fueron antes de vosotros, y la tierra fue contaminada.» De nuevo, en el capítulo 20:23, aún en referencia a estos matrimonios, se dice: «Y no andéis en las prácticas de las naciones que yo echaré de delante de vosotros; porque ellos hicieron todas estas cosas, y los tuve en abominación.» Ésta es una clara prueba de que estas leyes eran vinculantes, no sólo para los judíos, sino para todos los pueblos y en todo tiempo.
5. La obligación continuada de la ley levítica acerca de esta cuestión queda también reconocida en el Nuevo Testamento. Este reconocimiento está involucrado en la constante referencia a la ley de Moisés como la ley de Dios. Si en cualquiera de sus partes o especificaciones no es obligatoria, esto debe quedar demostrado. Contiene muchas cosas que por el Nuevo Testamento sabemos que estaban designadas simplemente para mantener a los hebreos como nación separada; mucho que era tipológico; mucho que eran sombras de cosas venideras, y que se desvanecieron cuando quedó revelada la sustancia.
Pero contenía mucho que era de obligación moral y permanente. Si Dios da una ley a los hombres, los que niegan la perpetuidad de su obligación están obligados a demostrarlo. La presunción es que sigue en vigor a no ser que se demuestre lo contrario. Y será difícil demostrar que leyes basadas en las permanentes relaciones sociales de los hombres estaban designadas para ser temporales.
Además de esta consideración general, encontramos reconocimientos específicos de la obligación continuada de la ley levítica en el Nuevo Testamento. Juan el Bautista, tal como está registrado en Marcos 6: 18 y en Mateo 14:4, le dijo a Herodes que no le era lícito tener la esposa de su hermano Felipe. No importa, para el argumento, si Felipe vivía todavía o no. El delito de que se le acusaba no era que hubiera tomado a la mujer de otro, sino que había tomado a la mujer de su hermano.
Se puede objetar a este argumento que durante el ministerio de Juan el Bauttsta seguía en vigor la ley de Moisés. Esto lo niega Gerhard, que arguye en base de Mateo 11: 13, «todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan», que el ministerio del Bautista pertenece a la nueva dispensación. Esto puede dudarse. Sm embargo, Juan expresó el sentimiento moral de su época; y el registro de este hecho por parte de los Evangelistas, cuyos Evangelios fueron escritos después de la plena organización de la Iglesia, se da en una forma que involucra una sanción del juicio que el Bautista había expresado contra el matrimonio de Herodes con la mujer de su hermano.
También debe recordarse que la familia de Herodes era idumea, y por tanto que una ley meramente judía no tendría autoridad natural sobre ellos. Además, el Apóstol Pablo, en 1 Corintios 5:1, habla de que un hombre se casara con su madrastra como de un delito inaudito. Que se trata de un caso de matrimonio y no de adulterio es cosa patente, porque la frase gunaika echein nunca se emplea en el Nuevo Testamento excepto de matrimonio.
Por ello éste es un claro reconocimiento de la continuada obligación de la ley que prohíbe matrimonios entre parientes próximos, tanto si la relación era por consanguinidad como por afinidad.
6. La Biblia en todo momento mantiene la autoridad de aquellas leyes que tienen su fundamento en la constitución natural de los hombres. El hecho de que esta ley levítica es una autenticación de una ley de la naturaleza se puede inferir por el hecho de que son raras excepciones el matrimonio con parientes próximos está prohibido en todas las naciones. Pablo dice que el matrimonio de un hombre con su madrastra era cosa que no se oía entre los paganos: esto es, que estaba prohibido y que era cosa aborrecida. Cicerón exclama: «Nubit genero socros. O mulieris incredibile et præter hanc unam in omni vita inauditum!» Dice Beza: No se debe pasar por alto que las leyes civiles de los romanos concuerdan completamente con la ley divina con referencia a esta cuestión.
Parecen haberla copiado.40 Ninguna Iglesia Cristiana duda de la obligación continuada de ninguna de las leyes del Pentateuco de las que se pueda decir que la razón de su promulgación en las relaciones permanentes de los hombres, por cuya violación los paganos son condenados, y que el Nuevo Testamento indica que siguen en vigor, y que aquellas naciones paganas actuando bajo la guía de la conciencia natural han promulgado. ¿Cómo se debe interpretar la ley levítica?
Admitiendo que la ley levítica del matrimonio sigue estando en vigor, la siguiente cuestión es: ¿cómo debe ser interpretada? ¿Se debe entender como especificando grados de relación, sea de consanguinidad o de afinidad, dentro de los que se prohíbe el matrimonio? ¿O debe considerarse como una enumeración de casos particulares, de manera que no se debe incluir ningún caso no mencionado específicamente en la prohibición?
La primera de estas normas de interpretación es la generalmente adoptada, por las siguientes razones:
1. El mismo lenguaje de la ley. Comienza con una prohibición general de matrimonio a los que tienen un parentesco cercano. La proximidad de parentesco es la base de la prohibición. Las especificaciones que siguen se dan como ejemplo de qué grado de parentesco conlleva prohibición. Esta razón se aplica a muchos casos particulares no mencionados de manera específica en Levítico 18 o en otros lugares. La ley parecería aplicable a todos los casos en los que se encuentra que exista la razón divinamente asignada para su promulgación.
2. El designio de la ley, como hemos visto, es doble: Primero, mantener sagradas aquellas relaciones que naturalmente dan origen a sentimientos y a afectos que son inconsistentes con la relación matrimonial; y segundo, la preservación de la pureza doméstica. Como los afectos naturales se deben en parte a la misma constitución de nuestra naturaleza, y en parte a la familiaridad y constancia de la relación, y al intercambio de gestos amables, es natural que la enumeración de casos prohibidos tuviera lugar, en la selección, con referencia a aquellos en los que esta familiaridad de relación prevaleciera, cuando tuvo lugar la promulgación.
En Oriente la familia está organizada bajo principios distintos de como lo está en Occidente. Especialmente entre las antiguas naciones de Oriente, los varones de una familia con sus mujeres quedaban juntos; mientras que sus hijas, entregadas en casamiento, se iban y quedaban amalgamadas con las familias de sus maridos. Por ello sucedería que los parientes por el lado del padre eran asociados íntimos, mientras que los del mismo grado por parte de la madre pudieran ser perfectos extraños.
Por ello, una ley erigida sobre la base de prohibir el matrimonio entre partes tan relacionadas como para ya entrar dentro de los vínculos del afecto natural, y que participaban del mismo círculo doméstico, trataría principalmente de especificaciones de relaciones por el lado del padre. Pero no por ello seguiría que parentescos del mismo grado pudieran casarse entre sí libremente porque no estaban especificados de manera expresa en la enumeración.
La ley se aplica en principio a todos los casos, enumerados o no, en los que la cercanía de parentesco sea la fuente del afecto natural, y en la que conduzca a y justifique una asociación estrecha.
3. Otra consideración en favor del principio de interpretación que generalmente se adopta es que la regla opuesta introduciría las más grandes incoherencias en la ley. La ley prohíbe el casamiento entre los parientes próximos, y, según esta regla de interpretación permitiría y prohibiría alternativamente unos matrimonios en los que la relación es exactamente la misma.
Así, [según este otro principio de interpretación], un hombre no se puede casar con la hija de su hijo, pero una mujer puede casarse con el hijo de su hija; un hombre no puede casarse con la viuda del hermano de su padre, pero puede casarse con la viuda del hermano de su madre.
Estas inconsistencias serian inteligibles si la ley fuera una promulgación temporal y local, dispuesta para un estado transitorio de la sociedad, pero son totalmente inexplicables si la ley es de obligación permanente y universal. Se debe preferir una regla de interpretación que asuma la uniformidad y consistencia de estas promulgaciones de la Escritura sobre otra que introduciría confusión e incoherencias.
GRADOS PROHIBIDOS. LOS CASOS MENCIONADOS DE MANERA ESPECÍFICA SON:
1. La madre. 2. La madrastra. 3. La nieta. 4. Hermana y medio-hermana, «nacida en casa o nacida fuera», esto es, legítima o ilegítima. 5. La tía paterna. 6. La tía materna. 7. La mujer del hermano del padre. 8. La nuera. 9. La mujer del hermano. 10. Una mujer y su hija. 11. La nieta de la mujer. 12. Dos hermanas a la vez.
 Los casos no expresamente mencionados en Levítico 18, aunque involucrando la misma proximidad de parentesco que los incluidos en la enumeración, son:
1. la propia hija. Ésta es una clara prueba de que la enumeración no tenia la intención de ser exhaustiva.
2. La hija de un hermano.
3. La hija de una hermana.
4. La viuda de un tío materno.
5. La viuda del hijo de un hermano.
6. La viuda del hijo de una hermana.
7. La hermana de una mujer fallecida.
Como la base de la prohibición es la proximidad de parentesco, y por cuanto estos casos se incluyen dentro de «los grados» especificados, la Iglesia los ha considerado dentro de la clase de matrimonios prohibidos. Sin embargo, se debe considerar que la palabra «prohibidos», tal como se usa aquí, es muy global.
Algunos de los matrimonios especificados en la ley Levítica están prohibidos en un sentido muy diferente de otros. Algunos son declarados abominables, y los que los contraen son castigados con la muerte. Otros son denunciados como impropios, o malos, y castigados mediante la exclusión de la teocracia. Otros incurren en la pena de morir sin hijos; probablemente el significado sea que los hijos de tales matrimonios no deberían ser registrados en los registros familiares, que los judíos tenían tanto cuidado en preservar.
Hay otra evidente observación que se debe hacer. A menudo se siente y expresa una fuerte repugnancia contra la ley Levítica, no sólo porque se considera que pone a todos los matrimonios especificados al mismo nivel, presentándolos como igualmente ofensivos delante de Dios, sino también por la suposición de que todos los matrimonios prohibidos son, si se contraen, inválidos. Ésta es una concepción errónea. Es inconsecuente con la misma ley, y contrario a la analogía de la Escritura.
La ley reconoce una gran disparidad en la impropiedad de estos matrimonios. Algunos, como acaba de observarse, son absolutamente abominables e insufribles. Otros son especificados porque son inconvenientes o peligrosos, al entrar en conflicto con algún principio ético o prudencial. Es en éste como en muchos otros casos. La ley de Moisés desalentaba y denunciaba los matrimonios entre el pueblo escogido y sus vecinos paganos.
Con respecto a los cananeos, tales matrimonios estaban absolutamente prohibidos; con otras naciones paganas, aunque desalentados, eran tolerados. José se casó con una egipcia; Moisés, con una madianita; Salomón se casó con la hija de Faraón. Estos matrimonios, en el estado asentado de la nación judía, pueden haber sido incorrectos, pero eran válidos. También ahora, bajo la dispensación cristiana, se prohíbe a los creyentes entrar en yugo desigual con los incrédulos. No sigue de ello que cada matrimonio entre un creyente y un incrédulo sea inválido.
Estas observaciones no quedan fuera de lugar. La verdad sufre al ser mal comprendida. Si se le hace enseñar a la Biblia cosas contrarias al sentido común o a los juicios intuitivos de la humanidad, se le inflige una gran injusticia. Nadie puede ser llevado a creer que el que un hombre se case con la hermana de su fallecida esposa sea el mismo tipo de transgresión que un padre casándose con su propia hija. La Biblia no enseña tal cosa; y es una calumnia lo enseña.
La gran verdad contenida en estas leyes es que es la voluntad de Dios, el dictado de Su infinita y benevolente sabiduría, que los afectos que pertenecen a la relación que los parientes (sea por consanguinidad o por afinidad) tienen entre sí no sean perturbados, pervertidos ni corrompidos por aquel tipo de amor esencialmente diferente que es apropiado y santo en la relación conyugal; y que se arroje un halo protector alrededor del círculo familiar.

EL OCTAVO MANDAMIENTO.

Este mandamiento prohíbe todas las violaciones de los derechos a la propiedad. El derecho a la propiedad es el derecho a su posesión y uso exclusivos.
EL FUNDAMENTO DEL DERECHO A LA PROPIEDAD ES LA VOLUNTAD DE DIOS POR ESTO SE SIGNIFICA:
(1) Que Dios ha constituido al hombre de tal manera que él desea y necesita el derecho a la exclusiva posesión y uso de ciertas cosas.
(2) Al haber hecho al hombre un ser social, El ha hecho que el derecho a la propiedad sea esencial para el sano desarrollo de la sociedad humana.
(3) El ha implantado un sentido de justicia en la naturaleza del hombre que condena como moralmente malo todo lo no congruente con el derecho en cuestión.
(4) Él ha declarado en Su Palabra que toda violación a este derecho es pecaminosa. Esta doctrina del derecho divino a la propiedad es la única salvaguarda para el individuo o para la sociedad. Si se hace descansar sobre cualquier otro fundamento, es inseguro e inestable. Es sólo al hacer la propiedad sagrada, guardada por la flamígera espada de la justicia divina, que puede estar a salvo de los peligros a los que está expuesta siempre y en todas partes.
La comunidad de bienes. La comunidad de bienes no involucra necesariamente la negación del derecho a la propiedad privada. Cuando Ananías, al vender su posesión, retuvo parte del precio, Pedro le dijo: «Reteniéndola, ¿no se te quedara a ti?; y vendida, ¿no estaba en tu poder?» (Hch 5:4). Cualquier cantidad de personas pueden acordar vivir en común, poniendo todas sus posesiones y todos los frutos de su trabajo en un fondo común, del que cada miembro sea suplido conforme a sus necesidades.
Este experimento fue hecho a pequeña escala y por un breve período de tiempo en Jerusalén. ... (Hch 4:32-35). Algunos dicen por cierto que estos pasajes no implican una verdadera comunidad de bienes. Tener «todas las cosas en común» se entiende como significando que «nadie consideraba sus posesiones como perteneciéndoles de manera absoluta, sino como un depósito para beneficio también de otros.» Esta interpretación parece inconsistente con la narración entera. Los que tenían posesiones las vendían. Renunciaban a todo control sobre lo que había sido suyo. El precio era puesto a los pies de los Apóstoles, y era distribuido por ellos o bajo su dirección.
ACERCA DE LA NARRACIÓN EN HECHOS SE PUEDE OBSERVAR:
1. Que la conducta de estos primeros cristianos fue puramente espontánea. Los Apóstoles no les ordenaron que vendieran sus posesiones y que lo tuvieran todo en común. No hay la más ligera indicación de que los Apóstoles dieran aliento alguno a este movimiento. Parece que simplemente lo permitieron. Dejaron que la gente actuara bajo el impulso de sus propios sentimientos, haciendo cada uno lo que mejor le parecía con lo suyo.
2. No se puede considerar como insólito que los cristianos primitivos fueran impelidos a este experimento. Para nosotros las maravillas de la Redención constituyen la «antigua, antigua historia», desde luego inenarrablemente preciosa, pero ha perdido el poder de la novedad. En aquellos para los que era nueva puede haber producido un aturdimiento extático, que modificó su capacidad de juicio.
Hay dos grandes verdades del Evangelio cuya clara percepción podría dar cuenta de la decisión de estos primeros convertidos de tener todas las cosas en común. La primera es que todos los creyentes son un cuerpo en Cristo Jesús; todos unidos a Él por la morada del Espíritu Santo; todos igualmente partícipes de Su justicia; todos objetos de Su amor; y todos destinados a la misma herencia de la gloria.
La otra gran verdad está contenida en las palabras de Cristo: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis.» No es para asombrarse, entonces, que hombres con las mentes llenas de estas verdades olvidaran consideraciones meramente prudenciales.
3. Este experimento, por lo que parece, quedó confinado a los cristianos en Jerusalén, y pronto fue abandonado. No oímos nunca de tal cosa en ningún otro lugar, ni posteriormente. Por ello, no tiene fuerza preceptiva.
4. Las condiciones para el éxito de este plan, en ninguna gran escala, no pueden encontrarse en la tierra. Supone algo cercano a la perfección en todos los que se embarquen en tal operación. Supone que las personas trabajarán tan asiduamente sin el estímulo por el deseo de mejorar su condición y por conseguir el bienestar de sus familias como con ello. Supone un desinterés absoluto por parte de los miembros más ricos, más fuertes o más capaces de la comunidad.
Tienen que estar dispuestos a abandonar todas las ventajas personales en base de sus superiores dotes. Supone una perfecta integridad por parte de los distribuidores del fondo común, y un espíritu de moderación y de contentamiento por parte de cada miembro de la comunidad, para que queden satisfechos con lo que otros, y no ellos mismos, consideren que es su parte equitativa. Tendremos que esperar hasta el milenio antes que estas condiciones se materialicen. El intento de introducir una comunidad general de bienes en el actual estado del mundo, en lugar de elevar a los pobres, reduciría a toda la masa de la sociedad a un común nivel de barbarie y de pobreza.
La única base segura de la sociedad está en aquellos principios inmutables del derecho y del deber que Dios ha revelado en Su Palabra, y escrito en los corazones de los hombres. ... Comunismo y socialismo. Tanto más alto está el cielo sobre «las partes más profundas de la tierra» como lo estaban los principios y motivos de los primeros cristianos por encima de los modernos proponentes de la comunidad de bienes.
Esta idea no es de origen moderno. Aparece en diferentes formas en todas las épocas del mundo. Formaba parte del esquema de la República de Platón, porque desde su punto de vista la propiedad privada era el principal origen de todos los males sociales. Formaba parte del monasticismo de la Edad Media.
La renuncia al mundo incluía la renuncia a toda propiedad. La pobreza voluntaria era uno de los votos de todas las instituciones monásticas. Fue adoptada por muchas de las místicas y fanáticas sectas que aparecieron antes de la Reforma, como los Mendigos, y los «Hermanos del Espíritu Libre», que enseñaban que el mundo debía ser restaurado a su estado paradisíaco, y que todas las distinciones creadas por ley, tanto de organización social como de la propiedad o matrimoniales, debían ser extinguidas.
En la época de la Reforma, los seguidores de Munzer adoptaron los mismos principios, y sus esfuerzos por llevados a la práctica condujeron a las miserias de «la guerra de los campesinos». Todos estos movimientos estaban relacionados con doctrinas religiosas fanáticas. Los líderes de estas sectas se pretendían inspirados, y se presentaban como los órganos y mensajeros de Dios. En cambio, el moderno Comunismo, por lo que concierne a su carácter general, es materialista y ateo, y panteísta en alguna de sus formas.
Esto es consistente con la admisión de que algunos de sus proponentes, como St. Simón, Fourier y otros, eran hombres sinceros y benevolentes. Algunos de ellos, por cierto, dijeron que sólo deseaban poner en práctica el principio de amor fraternal tan a menudo inculcado por Cristo. Comunismo y Socialismo no son propiamente términos intercambiables, aunque a menudo se empleen para designar el mismo sistema.
El primero se refiere de manera más especial al principio de la propiedad en comunidad; el segundo, a la forma de la organización social. Para Fourier, lo primero estaba subordinado a lo segundo. Él no negó por entero el derecho a la propiedad, pero insistió en que la sociedad estaba mal organizada. En lugar de vivir en familias diferentes, cada una de ellas luchando por mantenerse y avanzar, los hombres debían reunirse en grandes asociaciones con una propiedad en común, y todos trabajando para el fondo común.
Este fondo debía ser distribuido conforme al capital contribuido por cada miembro, y según el tiempo y las capacidades empleados en el servicio común. Proudhon, inmortalizado por el libro en el que la pregunta, «¿Qué es la propiedad?» se contesta diciendo: «La propiedad es un robo», hace que la norma de la distribución del fondo común sea el tiempo dedicado al trabajo. Louis Blanc no considera en absoluto la aportación de capital, trabajo y capacidad, y hace que la única norma de distribución sea las necesidades del individuo.
El elemento común a todos estos esquemas que se niega el derecho a la propiedad de la tierra o de sus productos. Los dos últimos le niegan al hombre toda propiedad de sus capacidades o talentos; y el último, incluso de su trabajo, de modo que el miembro más indolente y menos eficaz de la sociedad debería, según él, recibir tanto como el más trabajador y útil. La negación del derecho a la propiedad está, en gran parte, conectado con el rechazo de la religión y de la institución del matrimonio.
El matrimonio, junto con la religión y la propiedad, son declarados como las más grandes causas de la miseria social. Los hijos no deberían pertenecer a sus padres, sino al estado; la inclinación y el goce deberían ser el motivo y fin de la norma de la vida. Es un hecho histórico que el Comunismo, en su forma moderna, tuvo su origen en el materialismo ateo; en la negación de Dios, que tiene derecho a dar leyes a los hombres, y el poder y propósito de dar fuerza a estas leyes mediante las retribuciones de la justicia; en la creencia de que la vida actual es todo el período de existencia otorgado a los hombres; y que por ello mismo los goces de esta vida son todo lo que los hombres deben desear o esperar.
Estos principios habían sido durante largo tiempo inculcados por hombres como Rousseau, Voltaire, d’Holbach, Diderot y otros. Pero para producir un incendio debe haber no sólo fuego, sino también materiales combustibles. Estos principios materialistas habrían flotado alrededor como meras especulaciones si no hubiera existido tanto sufrimiento y tanta degradación entre el pueblo. Fueron mentes cargadas por la consciencia de la miseria y por el sentimiento de las injusticias que se sintieron inflamadas por las nuevas doctrinas, y que estallaron en un fuego que por un tiempo ardió por toda Europa.
No debemos atribuir todo el mal ni a los incrédulos ni al pueblo. Si no hubiera sido por los anteriores siglos de crueldad y opresión, Francia no habría dado una página tan sangrienta a la historia de Ia Europa moderna. «L’Internationale» del 27 de marzo de 1870 exponía de manera sucinta el objeto de la Internacional: «Los derechos de los obreros: . ése es nuestro principio; la organización de los obreros: ése es nuestro medio de acción; la revolución social: ése es nuestro fin.» Son los «obreros», los manuales, no la masa del pueblo, educados o no, sino una sola clase cuyos intereses han de ser tenidos en cuenta.
El fin perseguido no es una revolución política, el cambio de una forma de gobierno por otra; se trata de una revolución social, un trastorno total del actual orden de la sociedad. Si el Comunismo organizado en esta sociedad debe su origen a las causas anteriormente especificadas, el método racional de actuación es corregir o eliminar las causas.
Si el Comunismo es producto del Ateísmo materialista, su curación debe encontrarse en el Teísmo; en traer a las personas a saber y creer que hay un Dios de quien dependen y ante quien son responsables; enseñándoles que ésta no es la única vida, que el alma es inmortal, y que los hombres serán recompensados o castigados en el mundo venidero según su carácter y conducta en esta vida presente; que, consiguientemente, el bienestar aquí no es el más alto fin de la existencia, que los pobres aquí pueden después ser mucho más felices que sus ricos vecinos; que es mejor ser Lázaro que Dives.
Será necesario llevados a creer que hay una divina providencia sobre los asuntos del mundo; que los acontecimientos no van determinados por la ciega operación de las causas físicas, sino que Dios reina; que Él distribuye a cada uno como él quiere;. que «el Señor hace pobre, y Él enriquece»; que no son los ricos y nobles, sino los pobres y humildes que son Sus favoritos; y que el derecho a la propiedad, el derecho al matrimonio, y los derechos de los padres y de los magistrados, han Sido todos ordenados por Dios, y que no pueden ser violados sin incurrir en Su desagrado y en la segura visitación del castigo divino.
Sin embargo, la instrucción religiosa del pueblo es sólo la mitad de la tarea que la sociedad tiene que llevar a cabo para asegurar su propia existencia y seguridad. Se tiene que procurar la comodidad de la gran masa del pueblo, o al menos proveerle de los medios para que llegue a alcanzarla; y se tiene que actuar con justicia. La miseria y un sentimiento de injusticia son los dos grandes elementos de perturbación en las mentes de las personas: Son las ascuas que están siempre dispuestas para desatarse en un devorado incendio.
 Violaciones del octavo mandamiento. Se puede desde luego poner en tela de juicio que la sociedad esté más en peligro por causa de los destructivos principios del Comunismo que por los fraudes secretos o tolerados que invaden de manera tan extensa casi todos los sectores de la vida social. Si este mandamiento prohíbe toda apropiación injusta de la propiedad de otros para nuestro propio uso y ventaja, si cada apropiación así es robo delante de Dios, entonces el robo es la más común de todas las transgresiones externas del Decálogo.
NO INCLUYE MERAMENTE EL HURTO VULGAR QUE LA LEY PUEDE DETECTAR Y CASTIGAR, SINO:
1. Toda falsa pretensión en cuestiones de negocios; presentar un artículo que se propone para la compra o el intercambio como mejor de lo que es. Esto incluye una multitud de pecados. Hay artículos producidos en la nación y vendidos como de fabricación extranjera cuyo precio va determinado por esta presentación fraudulenta. Esta clase de fraude apenas si tiene límites. Bajo este encabezamiento de falsas pretensiones viene la adulteración de artículos alimenticios, de medicinas, y de materiales para vestido.
El grado en que se lleva a cabo es terrible. La misma queja existe en cuanto a la adulteración de fármacos.  Si tenemos que creer a la prensa, la mayor parte de los vinos y otros licores, espíritus y maltas, vendidos al público, están no sólo adulterados, sino mezclados con productos químicos perjudiciales. La vestimenta dada a los soldados en servicio activo, expuestos a todas las inclemencias,-era y es a menudo de materiales de pésima calidad.
No habría fin a la enumeración de los fraudes de este tipo. Una importante revista inglesa decía recientemente que una gran parte del presupuesto del gobierno británico se dedicaba a tratar de prevenir y detectar fraudes contra el público.
2. Otra gran clase de violaciones del octavo mandamiento comprende los intentos de aprovecharse de la ignorancia o de las necesidades de nuestros semejantes. Pertenece a la naturaleza del robo que alguien venda un artículo á sabiendas de que es de menor valor que lo que se piensa el que compra. Si alguien sabe que el crédito de un banco ha cedido, o que los negocios del ferrocarril, o de cualquier otra sociedad, han sufrido, y se aprovecha de este conocimiento para vender acciones o participaciones de estas sociedades a los que desconocen la cuestión, demandando más por ellas que su verdadero valor, es culpable de robo, si el mandamiento «no robarás» prohíbe toda injusta adquisición de la propiedad de nuestro prójimo.
De la misma manera, todos los intentos sucios de potenciar o deprimir el valor de artículos de comercio son violaciones de la ley de Dios. A menudo se hacen circular rumores infundados para potenciar o deprimir los precios, para aprovecharse de los no avisados o mal informados. Es un delito del mismo tipo acaparar bienes para aumentar los precios: «Al que acapara el grano, el pueblo lo maldecirá; pero habrá bendición sobre la cabeza del que lo venda» (Pr II :26). También es una violación de la ley aprovecharse de las necesidades de nuestros prójimos y exigir un precio exorbitante por lo que puedan necesitar.
En el reciente y terrible incendio de Chicago, se pedían mil dólares por el uso de un caballo y carro por una sola hora. Se puede decir que no hay un estándar fijo de precios; que algo puede valer lo que le cuesta al hombre que lo tiene; o lo que le vale a quien lo pide; o lo que dará en el mercado libre. Si una hora de uso de caballo y carro le valía más a un hombre en Chicago que mil dó1ares, puede decirse que no era injusto pedir esta suma.
Pero si es así, entonces si un hombre que está muriendo de sed está dispuesto a dar todas sus propiedades por un vaso de agua, será justo exigir este precio; o si un hombre en peligro de ahogarse debiera ofrecer mil dólares por una cuerda, podríamos rehusar arrojársela por un precio inferior. Todas las personas son conscientes de que tal conducta sería digna de la mayor repulsa.
El hecho es que todas las cosas tienen un valor intrínseco, se determine como se determine, y que no puede ser aumentado porque nuestros sufrientes semejantes puedan tener una necesidad apremiante de las mismas.
3. Este mandamiento prohíbe asimismo privar a los hombres de sus propiedades sobre la base de un mero defecto técnico o defecto legal en su título. Un defecto así puede ser efecto de una ignorancia inevitable, o de pérdida por naufragio, fuego, robo u otros accidentes, de la evidencia de su derecho.
La ley puede ser en estos casos inexorable; puede que en conjunto sea correcto que así sea, pero sin embargo la persona que se aprovecha de este defecto para lograr la posesión de la propiedad de su prójimo quebranta el mandamiento que dice: «No hurtarás», esto es, no tomarás aquello que delante de Dios no te pertenece. El juego cae bajo la misma categoría cuando se abusa de los incautos o de los poco diestros para privarlos de sus propiedades sin compensación.
Sin embargo, es imposible enumerar o clasificar los varios métodos de fraude. El código moral que mantienen muchos negociantes y profesionales está muy por debajo de la ley moral revelada en la Biblia. Esto es especialmente cierto con referencia al octavo mandamiento en el Decálogo. Muchos que han mantenido un buen nombre en la sociedad, e incluso en la Iglesia, quedarán atónitos en el último día cuando encuentren la palabra «Ladrones» escrita tras sus nombres en el gran libro del juicio.

EL NOVENO MANDAMIENTO.

Este mandamiento prohíbe todas las violaciones de las obligaciones a la veracidad. La más grave de esta clase de ofensas es dar falso testimonio contra nuestro prójimo. Pero esto incluye todo pecado del mismo carácter general, lo mismo que el mandamiento «No matarás» prohíbe darse a cualquier tipo de manifestación de malicia.
El mandamiento de mantener la verdad de manera íntegra pertenece a una clase distinta de los que se relacionan con el Sábado, con el matrimonio o con la propiedad. Estos últimos están basados en las relaciones permanentes de los hombres en su actual estado de existencia. No son inmutables en su propia naturaleza. Dios puede en cualquier momento suspenderlos o modificarlos. Pero la verdad es en todo tiempo sagrada, porque es uno de los atributos esenciales de Dios, de modo que todo lo que milite contra ella, o que sea hostil a la verdad, se opone a la misma naturaleza de Dios.
Es en tal sentido el fundamento de todas las perfecciones morales de Dios, que sin ella no se puede concebir Su existencia. A no ser que Dios sea realmente quien declara decir; a no ser que signifique lo que dice que significa, a no ser que Él vaya a hacer lo que promete, se pierde toda la idea de Dios. Por cuanto no hay Dios sino el verdadero Dios, así sin verdad no hay ni puede haber Dios. Por cuanto este atributo es el fundamento, por así decir, de lo divino, así es el fundamento del orden físico y moral del universo.
¿Qué es la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza sino una revelación de la verdad de Dios? Son la manifestación de Sus propósitos. Son promesas en las que confían Sus criaturas, y por las que tienen que reglar sus conductas. Si estas leyes fueran caprichosas, si no siguieran uniformemente los mismos efectos a las mismas causas, la misma existencia de los seres vivientes sería imposible.
El alimento de ayer podría ser veneno para hoy. Si no se cosechara lo que se siembra, no habría seguridad en nada. Por ello, la verdad de Dios está escrita en los cielos. Es la proclamación diaria hecha por el sol, Ia luna y las estrellas en su solemne procesión a través del espacio, que tiene su eco en la tierra y en todo lo que en ella hay. La verdad de Dios es asimismo la base de todo conocimiento. ¿Cómo sabemos que nuestros sentidos no nos engañan, que la consciencia no es mendaz? ¿Que las leyes de la creencia que por la constitución de nuestra naturaleza estamos obligados a obedecer no son una falsa guía?
A no ser que Dios sea veraz, no puede haber certidumbre en nada; mucho menos puede haber seguridad alguna; ninguna certidumbre de que el mal no triunfaría finalmente sobre el bien, las tinieblas sobre la luz, y la confusión y la desgracia sobre el orden y la felicidad. Por ello, hay algo terriblemente sagrado en las obligaciones de la veracidad. Un hombre que peca contra la verdad peca contra la misma base de su ser moral.
Así como un dios falso no es un dios, tampoco un hombre falso es un hombre; nunca puede ser lo que el hombre fue designado a ser; nunca puede responder al fin de su ser. No puede haber en él nada estable, fiable ni bueno.
 Hay dos clases de pecados que prohíbe el noveno mandamiento. El primero es todo tipo de detracción; todo lo que es injusta o necesariamente dañino para la buena fama de nuestro prójimo; y, segundo, todas las violaciones de las leyes de la veracidad. Esto último, desde luego, incluye lo primero. Pero al ser el falso testimonio lo que se prohíbe de manera concreta, se debería considerar de manera separada. Detracciones.
La más grave forma de este delito es dar falso testimonio ante un tribunal. Esto incluye la culpa de la malicia, de la falsedad y una burla a Dios; y su comisión pone infamia sobre aquella persona, y la excluye del círculo de la sociedad. Por cuanto golpe a la seguridad del carácter, de la propiedad e incluso de la vida, es una ofensa que no puede ser dejada de lado con impunidad. Por ello, el que jura en falso es un criminal a la vista de la ley civil, y sujeto a la desgracia y castigo públicos.
La calumnia es un pecado del mismo carácter. Difiere del pecado de dar falso testimonio en que no se comete en un proceso judicial, y de que no va acompañada por los mismos efectos. Sin embargo, el calumniador pronuncia falso testimonio contra su prójimo. Lo hace a oídos del público, y no de un jurado. La ofensa incluye los elementos de malicia y de falsedad contra los que se dirige especialmente el mandamiento. La circulación de falsos rumores, la «maledicencia», como se llama en las Escrituras, es indicadora del mismo estado mental, y cae bajo la misma condenación.
Como la ley de Dios toma conocimiento de los pensamientos e intención del corazón, al condenar un acto externo condena la disposición que lleva a producirlo. Al condenar la maledicencia contra nuestro prójimo, las Escrituras condenan un temperamento lleno de sospechas, una disposición a atribuir malos motivos, y la mala disposición a creer que los hombres sean sinceros y honrados al proclamar sus principios y objetivos. Es lo opuesto a aquella caridad que «no piensa el mal», que «todo lo cree, todo lo espera.»
Es todavía más opuesto al espíritu de esta ley que expresemos satisfacción por la desgracia de otros, aunque sea de nuestros competidores o enemigos. Se nos manda «que nos gocemos con los que se gozan, y que lloremos con los que lloran» (Ro 12:15). Los usos de la vida, o los principios de los profesionales, permiten muchas cosas que son inconsecuentes con las demandas del noveno mandamiento.
Se cita a Lord Brougham que dijo en la Cámara de los Lores que un abogado no conoce a nadie más que a su cliente. Está obligado per fas et nefas, si es posible, a lograr su absolución. Si es necesario para alcanzar este objetivo, tiene derecho a acusar y a difamar a los inocentes, e incluso (según afirmaba el informe) a arruinar a su país. No es cosa insólita, especialmente en juicios por asesinato, que los abogados del acusado atribuyan el crimen a partes inocentes y que apliquen todo su ingenio a convencer al jurado de la culpa de las mismas.
Ésta es una injusticia malvada y cruel, una clara violación del mandamiento que dice: «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio.» Falsedad.
1. La definición más sencilla y global de la falsedad es enunciatio falsi. Esta enunciación no tiene que ser verbal. Una señal o un gesto pueden ser tan significativos como una palabra. Si, para tomar prestada la ilustración de Paley, se pregunta a un hombre cuál de dos caminos es el correcto para ir a un determinado lugar, y él señala intencionadamente al erróneo, es tan culpable de falsedad como si hubiera dado la indicación falsa con palabras. Esto es cierto; no obstante, las palabras tienen un poder peculiar.
Un pensamiento, un sentimiento o una convicción no quedan sólo más claramente revelados en la consciencia cuando se revisten de palabras, sino además fortalecidos por ellos. Todas las personas se dan cuenta de esto cuando dicen: «Creo», o, «Yo sé que mi Redentor vive.»
2. La anterior definición de falsedad, aunque descansa sobre una alta autoridad, es demasiado inclusiva. No es toda enunciatio falsi lo que es falsedad. Esta enunciación puede hacerse por ignorancia o error, y por ello ser perfectamente inocente. Puede incluso ser deliberada e intencional. Esto lo vemos en el caso de las fábulas y de las parábolas, y en obras de ficción. Nadie considera la Ilíada o el Paraíso Perdido como repertorios de falsedades.
No es necesario suponer que las parábolas de nuestro Señor fueran historias reales. No tenían el propósito de dar una narración de cosas verdaderamente acontecidas. Por ello, un elemento en la idea de la falsedad es que haya intención de engañar. Pero incluso esto no es siempre culpable. Cuando Faraón ordenó a las parteras hebreas que mataran a los niños varones de sus compatriotas, lo desobedecieron.
Y cuando fueron llamadas a dar cuenta de su desobediencia, le dijeron: «Las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas. Y Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en gran manera» (Éx 1:19,20). En 1 Samuel 16:1, 2 leemos que Dios dijo a Samuel: «Te enviare a Isaí de Belén, porque de entre sus hijos me he provisto de rey. Y dijo Samuel: ¿Cómo voy a ir?
Si se entera Saúl, me matará. Jehová respondió: Toma contigo una becerra de la vacada, y di: A ofrecer sacrificio a Jehová he venido.» Aquí, se dice, tenemos un caso de engaño taxativamente ordenado. Saúl había de ser engañado en cuanto al objeto del viaje de Samuel a Belén. Aún más marcada es la conducta de Eliseo tal como se registra en 2 Reyes 6:14-20. El rey de Asiria envió soldados a apresar al profeta en Dotán. «Y luego que los sirios descendieron a él, oró, Eliseo a Jehová, y dijo: Te ruego que hieras con ceguera a esta gente. Y los hirió con ceguera, conforme a la petición de Eliseo.
Después les dijo Eliseo: No es éste el camino, ni es ésta la ciudad; seguidme, y os guiaré al hombre que buscáis. Y los guió a Samaria. Y cuando llegaron a Samaria, dijo Eliseo: Jehová, abre los ojos de éstos, para que vean. Y Jehová abrió sus ojos, y miraron, y se hallaban en medio de Samaria», esto es, en manos de sus enemigos. Pero el profeta no permitió que fueran dañados, sino que mandó que fueran alimentados, y enviados de vuelta a su -señor. Ejemplos de esta clase de engaño son numerosos en el Antiguo Testamento.
Algunos de ellos son simplemente un registro factual, sin indicar cómo eran considerados por Dios; pero otros, como en los casos anteriormente citados, recibieron bien directa, bien indirectamente, la divina sanción. Es el sentimiento general entre los moralistas que en la guerra son permisibles las estratagemas; que es legítimo no sólo ocultar los movimientos decididos ante un enemigo, sino también engañarle en cuanto a las propias intenciones. Una gran parte de la capacidad de un comandante militar se evidencia en descubrir las intenciones de su adversario, y en ocultar las propias.
Pocos hombres serían tan escrupulosos como para rehusar tener encendida una luz en una habitación, cuando hay peligro de robo, con el propósito de producir la impresión de que los miembros de la familia están alerta. Sobre esta base, se admite generalmente que en falsedades criminales tiene que haber no sólo una enunciación o significación de lo falso, y una intención de engañar, sino también una violación de alguna obligación.
Si hay alguna combinación de circunstancias por las que alguien no está obligado a decir la verdad, aquellos a quien se les hace esta declaración o se les significa no tienen derecho a esperar que así sea. Un general no está obligado a revelar sus intenciones a su adversario; y su adversario no tiene derecho a suponer que su aparente intención sea su verdadero propósito. Elías no tenía obligación alguna de ayudar a los sirios a que le arrestaran y dieran muerte; y ellos no tenían derecho alguno a suponer que él fuera a ayudarlos.
Por ello, no hizo mal engañándolos. Si una madre ve a un asesino persiguiendo a su hijo, ella tiene todo el derecho a engañarlo por todos los medios en su poder; porque la obligación general de hablar la verdad queda perdida, por este tiempo, en la obligación más alta. Este principio no queda invalidado por su posible o real abuso. Y ha sido muy abusado. Los Jesuitas enseñaban que la obligación de impulsar el bien de la Iglesia absorbía o rebasaba toda otra obligación.
Por ello, en el sistema de ellos, no sólo eran legítimos la falsedad y la reserva mental, sino también el perjurio, el robo y el asesinato, si se cometían con el designio de avanzar los intereses de la Iglesia. A pesar de esta susceptibilidad de ser abusado, el principio de que una obligación más alta absuelve de otra inferior se mantiene. Es el dictado incluso de la conciencia natural. Es evidentemente correcto infligir dolor para salvar una vida. Es correcto someter a viajeros a una cuarentena, aunque pueda interferir gravemente con sus deseos o intereses, con el fin de salvar a una ciudad de la pestilencia.
El principio mismo queda claramente inculcado por nuestro Señor cuando dijo: «Misericordia quiero, y no sacrificio», y cuando enseñó que era correcto violar el Sábado a fin de salvar la vida de un buey, o incluso para impedir que sufriera. Los Jesuitas erraron al suponer que la promoción de los intereses de la Iglesia (en su sentido de la palabra Iglesia) era un deber más alto que la obediencia a la ley moral. Erraron también al suponer que los intereses de la Iglesia pudieran ser promovidos por la comisión de crímenes; y su principio entraba en colisión directa con la norma Escrituraria de que es malo hacer males para que vengan bienes.
La cuestión bajo consideración no es si jamás esté bien hacer lo malo, lo que seria un solecismo; tampoco se trata de si es nunca correcto mentir; más bien se trata de qué es lo que constituye una mentira. No es simplemente una «enunciatio falsi», ni, como lo definen comúnmente los moralistas de la Iglesia de Roma, una «locutio contra mentem loquentis», sino que debe haber una intención de engañar cuando se espera y estamos obligados a hablar la verdad. Esto es, hay circunstancias en las que un hombre no está obligado a decir la verdad, y por ello hay casos en los que hablar o indicar lo que no es verdad no es mentira.
Nada podía tentar a los mártires cristianos a salvar sus propias vidas ni las vidas de sus hermanos negando a Cristo, o profesando creer en falsos dioses; en estos casos, la obligación de decir la verdad estaba en pleno vigor. Pero en el caso de un general en jefe en tiempo de guerra, no existe la obligación de indicar sus verdaderas intenciones a su adversario. En su caso, el engaño intencionado no es moralmente una falsedad.
Sin embargo, esto no siempre se admite. Agustín, por ejemplo, considera pecado todo engaño intencionado, no importa cuál sea el objeto o las circunstancias. «me mentitur», dice él, «qui alliud habet in ammo, et alliud verbis vel quibuslibet significationibus enuntiat.» Y prosigue: «Nemo autem dubitat mentiri eum qui volens falsum enunuat causa fallendl, quapropter enuntiationem falsam cum voluntate ad fallendum prolatam, manifestum est esse mendacium.»
Él examina los casos registrados en la Biblia que parecen enseñar la doctrina opuesta. Ésta pareceria ser la posición más sencilla que el moralista debería tomar. Pero, como ya se ha visto, y como se admite generalmente, hay casos de engaño deliberado que no son criminales. La posición de Agustín es consistente con lo que hemos dicho anteriormente, de que hay ocasiones en las que una obligación más alta absuelve de otra más baja, como lo enseña nuestro mismo Señor.
Pero este principio se aplica al caso de la falsedad sólo cuando la enunciación de lo que no es verdad deja de ser falsedad en el sentido criminal de la palabra.
YA SE HA VISTO QUE ENTRAN TRES ELEMENTOS EN LA NATURALEZA DE LA FALSEDAD PROPIAMENTE DICHA:
(1) La enunciación de lo que es falso.
(2) La intención de engañar.
(3) La violación de una promesa; esto es, la violación de una obligación a hablar la verdad, que reposa en cada hombre de mantener la palabra dada a su prójimo.
En campañas militares, como ya se ha dicho, no hay expectativa ni derecho a ella de que un general vaya a revelar sus verdaderas intenciones a su adversario, y por ello en su caso el engaño no constituye falsedad, por cuanto no existe violación de una obligación. Pero cuando un confesor era llamado por un magistrado pagano para que declarara si era cristiano, se esperaba de él que dijera la verdad, y estaba obligado a decida, aunque supiera que la consecuencia sería una muerte cruel.
La sencilla norma Escrituraria es que aquel que hace «males para que vengan bienes», su «condenación es justa». Fraudes piadosos. El fraude piadoso fue reducido por los Romanistas a una ciencia y un arte. Fue llamado economía, de oikonomia, «dispensatio rei familiaris», el uso discrecional de las cosas en una familia según las circunstancias. La teoria se basa en el principio de que si la intención es lícita, el acto es lícito. Así, cualquier acto designado para Promover cualquier fin «piadoso» es justificable en el tribunal de la conciencia.
Este principio fue introducido en un periodo temprano en la Iglesia Cristiana. Mosheim lo atribuye a un origen pagano.45 Dice que los platónicos y pitagóricos enseñaban que era digno de encomio mentir para promover un buen fin. Sin embargo, este mal tuvo probablemente un origen independiente allí donde apareció. Es bien plausible que surja espontáneamente en cualquier mente que no esté bajo el control de la Palabra y del Espíritu de Dios. Agustín tuvo que contender en su tiempo contra este error.
Había ciertos cristianos ortodoxos que pensaban que era correcto afirmar falsamente que eran Priscilianistas a fin de ganarse su confianza y poder así convencerlos de su herejía. Esto suscitó la cuestión de si era permisible cometer un fraude para un buen fin; en otras palabras, si la intención determinaba el carácter del acto. Agustín defendió la postura negativa en esto, y argumentó que una mentira era siempre una mentira, y siempre mala; que no era lícito decir una falsedad por ninguna causa.
Especialmente condena todos los «fraudes piadosos», esto es, los engaños cometidos en el pretendido ser Vicio a la religión. Es lamentable que hombres buenos abogaran el por el principio de que es cosa buena engañar por un buen fin. Es innegable que la doctrina de los fraudes piadosos ha sido admitida y practicada por la Iglesia de Roma desde que comenzó a aspirar a la supremacía eclesiástica.
Acaso no es un fraude la pretendida donación de Italia al Papa por parte de Constantino? ¿No son un fraude las Decretales Isidorianas? ¿No son fraudes los milagros obrados como prueba de la liberación de almas del purgatorio? ¿No es fraude la pretendida casa de la Virgen María en Loreto? ¿No es un fraude la huella (ex pede Hercules) en una losa de mármol en la Catedral de Rouen? ¿No es un fraude la pluma del ala del Arcángel Gabriel preservada en una de las catedrales españolas?
Todo el mundo católico está lleno de fraudes de esta clase; y la única posible base que los Romanistas pueden asumir es que está bien engañar al pueblo para su bien. «Populus vult decipi» es la excusa que le dio un sacerdote Romanista a Coleridge con referencia a esta cuestión. Segundo, los fraudes piadosos son practicados no sólo en la exhibición de falsas reliquias, sino también en la falsa atribución a las mismas de poder sobrenatural. Dice el doctor Newman: «El fondo de reliquias es inagotable; están multiplicadas por todas las tierras, y cada partícula de las mismas tiene en sí misma al menos una dormida, y quizá activa virtud de operación sobrenatural.» Bellarmino, naturalmente, ensena la misma doctrina.
El doctor Newman dice que los milagros obrados por reliquias ocurren a diario en todas partes del mundo. No se trata de que la gente quede afectada favorablemente por las mismas por medio de su imaginación o sentimientos, sino que las reliquias mismas son poseedoras de poder sobrenatural. Nuestro Señor advirtió a sus discípulos que no fueran engañados por prodigios mentirosos.
La Biblia (Dt 13:1-3) nos enseña que cualquier señal o maravilla dada u obrada en apoyo de cualquier doctrina contraria a la Palabra de Dios debe ser declarada falsa, sin mayor examen. Por ello, si doctrinas como la de la supremacía del Papa; del poder de los sacerdotes para perdonar pecados; de la absoluta necesidad de los sacramentos como los únicos canales de comunicación de los méritos y de la gracia de Cristo; de la necesidad de la confesión auricular; del purgatorio; de la adoración de la Virgen y de la hostia consagrada; y el culto a los santos y ángeles, son contrarias a las Sagradas Escrituras, entonces es cosa cierta que todos los pretendidos milagros obrados en apoyo de las mismas son «prodigios mentirosos», y los que los promulgan y mantienen son culpables de fraudes piadosos.
Así, si, como dice Newman, la Iglesia Católica, de Oriente a Occidente, de Norte a Sur, está rellena de milagros, según nuestro concepto, tanto peor. Está rellena por todas partes con los símbolos o enseñas de la apostasía.

EL DÉCIMO MANDAMIENTO.

Es una prohibición general de la codicia. «No codiciarás» es una orden global. No desearás de manera desordenada lo que no tienes. Y especialmente lo que pertenece a tu prójimo. Incluye el mandamiento positivo de contentarse con las provisiones de la Providencia, y la orden negativa de no afligirse ni quejarse debido a los tratos de Dios con nosotros, ni envidiar la suerte y las posesiones de otros. El mandamiento a tener contentamiento no implica indiferencia ni alienta a la pereza.
Una disposición alegre y contentada es perfectamente compatible con un debido aprecio de las buenas cosas de este mundo, y con la diligencia en el empleo de todos los medios apropiados para mejorar nuestra condición en la Vida. El contentamiento no puede tener otro fundamento racional que la religión. La sumisión a lo inevitable es sólo estoicismo, o apatía, o desesperación.
Las religiones de Oriente y del mundo antiguo en general, hasta allí donde eran sujeto del pensamiento, al ser esencialmente panteístas no podían producir nada más que un consentimiento pasivo de ser llevados por un período definido por la irresistible corriente de los acontecimientos, Y llegar luego a quedar disueltos en el abismo del ser inconsciente.
Los pobres y los míseros podían, con esta fe, tener bien pocas razones para contentarse, y estarían bajo la más fuerte tentación para envidiar a los ricos y afortunados. Pero si alguien cree que hay un Dios personal infinito en poder, sabiduría y amor; si cree que la providencia de Dios se extiende sobre todas las criaturas y sobre todos los acontecimientos; y si cree que Dios ordena todas las cosas, no sólo globalmente para lo mejor, sino también para lo mejor para cada individuo que pone su confianza en Él y que acepta Su voluntad, entonces seria una insensatez no contentarse con las distribuciones de Su infinita sabiduría y amor.
La fe en las verdades a que se hace referencia no pueden dejar de producir contentamiento allí donde la fe es real. Cuando además consideramos los peculiares aspectos cristianos del caso; cuando recordamos que este gobierno universal es administrado por Jesucristo, en cuyas manos ha sido encomendada toda potestad en los cielos y en la tierra, como Él mismo nos dice, entonces sabemos que nuestra parte está determinada por Aquel que nos amó y que se entregó a Si mismo por nosotros, y que se cuida de Su pueblo como un pastor se cuida de su grey, de manera que no puede caer un cabello de nuestras cabezas sin Su autorización.
Y cuando pensamos en el futuro eterno que Él ha preparado para nosotros, entonces vemos que los dolores de esta vida no son dignos de ser comparados con la gloria que será revelada en nosotros, y que nuestras ligeras aflicciones, que son por un momento, obrarán por nosotros un sobremanera abundante y eterno peso de gloria; entonces el mero contentamiento es elevado a una paz que sobrepasa a todo entendimiento, e incluso a un gozo lleno de gloria. Todo esto queda ejemplificado en la historia del pueblo de Dios tal como se revela en la Biblia.
Pablo no sólo podía decir: «He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación» (Fil4:1l), sino que también podía decir: «Por amor de Cristo, me complazco en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecución, en estrecheces» (2 Co 12: 10). Ésta ha sido de manera clara la experiencia de miles de creyentes en todas las edades. De toda la gente del mundo, los cristianos están obligados a contentarse en todas las situaciones en que se encuentren.
Es fácil decir estas palabras, y fácil para los que están cómodos imaginarse que están ejercitando la gracia del contentamiento; pero cuando uno está aplastado por la pobreza y por la enfermedad, rodeado por aquellos cuyas necesidades no puede suplir, y viendo a aquellos a los que ama sufriendo y fatigándose bajo las privaciones que sufren, entonces el contentamiento y la sumisión están entre las más altas y más raras de las gracias cristianas. Sin embargo, mejor es ser Lázaro que Dives.
La segunda forma de este mal condenada por este mandamiento es la envidia. Es algo más que un deseo desordenado de poseer algo que no se tiene. Incluye el dolor de que otros tengan lo que nosotros no gozamos; un sentimiento de odio y de malicia contra los más favorecidos que nosotros, y el deseo de privarlos de sus ventajas.
Este es un verdadero cáncer del alma, produciendo tormento y carcomiendo todos los buenos sentimientos. Montesquieu dice que cada hombre tiene una secreta satisfacción por las desgracias hasta de sus más queridos amigos. Por cuanto la envidia es la antítesis del amor, es de todos los Pecados el más opuesto a la naturaleza de Dios, y nos excluye más eficazmente que cualquier otro de Su comunión.
 Tercero, las Escrituras hacen sin embargo mención más frecuente de la codicia bajo la forma de un deseo desordenado por la riqueza. La persona cuya característica es la codicia tiene como principal fin de su vida la adquisición de riqueza. Esto llena su mente, embota sus afectos y absorbe sus energías. De la codicia en esta forma dice el Apóstol que es la raíz de todo mal. Esto es: No hay mal, desde la mezquindad, el engaño, el fraude, hasta el asesinato, a cuya comisión no haya empujado la codicia a los hombres, o a los que no amenace siempre empujarles.
DEL CODICIOSO EN ESTE SENTIDO DE LA PALABRA LA BIBLIA DICE:
(1) Que no puede entrar en el cielo (1 Co 6:10).
(2) Que es un idólatra (Ef 5:50). La riqueza es su dios, esto es, aquello a lo que da su corazón y consagra su vida.
(3) Que Dios le aborrece (Sal 10:3). Este mandamiento tiene un especial interés, por cuanto nos dice San Pablo que fue el medio de llevarlo al conocimiento del pecado. «Tampoco habría sabido lo que es la concupiscencia, si la ley no dijera: No codiciarás» (Ro 7:7).
La mayor parte de los otros mandamientos prohíben actos externos, pero éste prohíbe un estado de corazón. Muestra que ninguna obediencia externa puede cumplir las demandas de la ley; que Dios mira al corazón, que Él aprueba o desaprueba los afectos y propósitos secretos del alma; que un hombre puede ser un fariseo, puro externamente como un sepulcro blanqueado, pero por dentro lleno de huesos de muertos y de toda inmundicia.