INTRODUCCIÓN
Puesto que el noveno mandamiento,
como el tercero, tiene que ver con la palabra hablada, es importante en este
respecto volver a enunciar y examinar con cuidado una palabra particular en la
ley de Dios: «santo». La Ley se da repetidas veces como el medio de santidad o
santificación, y la exigencia: «Santos seréis, porque santo soy yo Jehová
vuestro Dios» (Lv 19: 2), es un prefijo en la Ley a toda ley.
Esta cita de Levítico 19:2, es un
prefijo a la prohibición del chisme y del falso testimonio en la corte (Lv 19: 16).
La Ley es el camino a la
santidad, el camino a la santificación. A una porción del Pentateuco en verdad
se le llama «el código de santidad» (Lv 17—26) debido a su insistencia especial
en la ley como medio de santificación. De principio a fin, las Escrituras dejan
en claro que la salvación, la justificación, es por la gracia de Dios y por fe,
y que la santificación es por la Ley, la ley de Dios.
El pecado del fariseísmo fue que
convirtió la Ley, y las obras de la Ley, en el medio de salvación. En el
proceso, también adulteró la ley y dio primacía a su reinterpretación de la
misma. La ley quedó así empañada en su significado y se le dio una función que
no le correspondía. Mucho se ha escrito sobre los pecados del fariseísmo que no
se necesita repetir aquí. Demasiado poco se ha dicho de los pecados comparables
y a menudo la apostasía de la iglesia con respecto a la ley.
La infiltración del pensamiento
helénico en la comunidad cristiana significó, entre otras cosas, la
introducción de una nueva doctrina de la santificación. La doctrina bíblica es
por completo práctica; pide la sumisión progresiva del hombre y del mundo a la
ley de Dios. Es un programa de conquista y victoria. Incluso su observancia
parcial ha servido para dar eminencia a un pueblo o cultura. La grandeza de la
cultura medieval se edificó sobre el lecho de roca de una obediencia a la ley,
y lo mismo fue cierto del puritanismo. El poder de permanencia de los judíos frente
a las adversidades se ha medido por su lealtad a la ley.
Pero el pensamiento helenista,
como todas las filosofías paganas de su día, era dualista. El mundo era
básicamente dos sustancias o seres separados, mantenidos juntos en tensión
dialéctica. Por un lado, había espíritu, luz, o la bondad, o el dios bueno; por
el otro, la materia, la oscuridad, o el mal, o el dios malo. Si se empujaba la
división un poco demasiado lejos, el resultado era un colapso de la dialéctica y
alguna forma de dualismo radical, una forma en la cual la relación dialéctica
se quebrantaba y quedaban dos mundos enajenados y en guerra.
La salvación, tanto en la
perspectiva dialéctica como dualista, era la liberación del orden malo al orden
bueno, de la materia al espíritu, de la voluntad a la razón, de las preocupaciones
materiales a las preocupaciones espirituales, o quizá viceversa. En lugar del
hombre completo, mente y voluntad, materia y espíritu, un ser caído, solo un
segmento de él era caído, mientras que el otro seguía siendo por naturaleza
puro.
En tal perspectiva, tanto la
salvación como la santificación implicaban una deserción de un campo al otro.
La santificación significaba olvidarse del mundo; significaba «espiritualidad»
y ejercicios espirituales. Antes que la iglesia quedara infectada por tal pensamiento,
los creyentes judíos que eran helénicos en su pensamiento ya habían escogido la
senda del ascetismo y la renuncia a las cosas terrenales.
El mundo helénico estaba
produciendo una gran variedad de ascetas que estaban abandonando el mundo y la
carne a fin de ganar santidad. Simón el Estilita (390-459) mostró tener más
influencia del culto sirio pagano de Atargatis que de cualquier fe bíblica.
Simón vivió en una columna de unos 20 metros de altura, encima de la cual había
una plataforma de un metro cuadrado; y allí pasó 37 años en toda clase de
austeridades peregrinas.
Durante 40 años de su vida pasó toda
la cuaresma sin tomar ningún alimento. Las prácticas de Simón el Estilita no
tienen nada que ver con la santidad bíblica. Eran un desprecio neoplatónico y pagano
de la carne y un intento de trascenderla.
Una crónica larga y espantosa de
horrores se pudiera citar para ilustrar las maneras en que los hombres han
buscado la santificación aparte de la ley. La tortura propia, flagelaciones,
ayunos, cilicios, y una gran variedad de artificios se han usado a fin de dar
santificación al buscador. Los resultados no han sido ni paz ni santidad. Los
hombres se han cubierto de ramas de espinos, han tratado a su cuerpo como
enemigo satánico, y con todo han hallado que el mal se halla en la esencia de
sus pensamientos. Sus cuerpos débiles no resultaron en almas fuertes.
La Reforma enunció de nuevo con
claridad la doctrina de la justificación, pero no aclaró la doctrina de la
santificación. La confusión es evidente en la Confesión de Fe de Westminster;
el capítulo XIII: «De la santificación» es excelente hasta donde llega, pero no
especifica con precisión cuál es el camino
a la santificación.
En el capítulo XIX: «De la Ley de
Dios», aparece uno de los errores de la Confesión: se pone a Adán bajo «un
pacto de obras», la Ley. Sin embargo, en el párrafo II, se dice que «Esta ley,
después de su caída, continuó siendo una regla perfecta de justicia, y, como
tal, la entregó Dios en el monte Sinaí, en diez mandamientos, y escritos en dos
tablas». La ley entonces se ve como la regla de justicia, como el camino de la
santificación. Sin embargo, en el párrafo IV, sin ninguna confirmación de las
Escrituras, se dice que las «leyes judiciales» de la Biblia «expiraron» con el
Antiguo Testamento.
Ya hemos visto antes lo imposible
que es separar cualquier ley de las Escrituras como sugieren los teólogos de
Westminster. ¿En qué respecto es «No hurtarás» válido como ley moral, y no
válido como ley civil o judicial? Si insistimos en esta distinción, estamos
diciendo que el estado puede robar, estar por encima de la ley, mientras que el
individuo está bajo la ley.
En este punto, la Confesión es
culpable de contrasentido. En el párrafo VI, se dice que la ley es «una regla
de ley que informa» a los creyentes «de la voluntad de Dios y su deber; los
dirige y los obliga a andar en consonancia». Eso que es una regla de vida para el
hombre es también una regla de vida para sus tribunales, gobiernos civiles e instituciones,
o de lo contrario Dios es solamente Dios del individuo y no de las instituciones.
Un poco antes, la Fórmula de
Concord (1576) había declarado, en el Artículo V, II: «Creemos, enseñamos y
confesamos que la ley es propiamente una doctrina revelada divinamente, que
enseña lo que es justo y aceptable a Dios, y que también denuncia lo que es
pecado y opuesto a la voluntad divina».
En el Artículo VI se declaraba
que la ley era, en su tercer propósito, «que los hombres regenerados, a todos
los cuales, no obstante, mucho de la carne todavía se aferra, por esa misma razón
puedan tener ciertas reglas por las cuales puedan y deban modelar sus vidas».
La ley nos da el camino de la santificación en oposición al «impulso de la devoción
diseñada por uno mismo» (Artículo VI, Afirmativo III).
A pesar de este excelente
enunciado anterior, el protestantismo en gran medida ha soslayado la ley como
camino de santificación a favor del «impulso de devoción diseñado por uno
mismo». Además, mientras más se ha seguido por este rumbo, más santurrón y
farisaico se ha vuelto, un curso natural en donde los hombres dejan sin ningún
efecto la palabra de Dios mediante sus tradiciones (Mt 15: 6-9).
La persona santificada en el
protestantismo es demasiado a menudo un transgresor de la ley santurrón que
asiste a la escuela dominical, al culto en la iglesia dos veces cada domingo, a
la reunión de oración entre semana, da testimonio cuando se le pide, y se
asombra si se le dice que la ley de Dios, antes que los ejercicios espirituales
que pueda hacer el hombre, constituye el medio de santificación. Muchos predicadores
hacen énfasis en largas horas de oración como señal de santidad, en abierto
desprecio a la condenación que hizo Cristo de aquellos que pensaban que, mediante
sus largas oraciones, «por su palabrería serán oídos» (Mt 6: 7).
En las iglesias arminianas, y
especialmente en las llamadas iglesias de «santidad» (pentecostales y otras),
la santificación va asociada con varios desenfrenos emocionales que se
aproximan mucho más a los métodos de la adoración a Baal que, en casos
extremos, incluían sajarse e incluso castrarse uno mismo (1ª R 18: 28).
San Pablo dijo de los judaizantes
que estaban sustituyendo la ley por la gracia y luego las tradiciones de los
hombres por la ley de Dios que deseaba que estos hombres que lo ponían en
entredicho y atormentaban a las iglesias demostrarían su mayor santidad
mediante su propia lógica: «¡Ojalá se castraran de una vez!» (Ge 5: 12, PDT).
El comentario de Lenski aquí es certero:
CON SU CIRCUNCISIÓN ESTOS JUDAIZANTES
QUERÍAN GANARLE A PABLO Y QUITARLES A LOS GÁLATAS.
Pero si no tenían que ofrecer más
de lo que Pablo ofrecía, si, como aducían, este todavía predicaba también la
circuncisión, ¿cómo iban a poder ganarle? Pues bien, había una manera; ¡y bien
que debían probarla! ¡Castrarse ellos mismos! Así podrían, en verdad, dejar
atrás a Pablo quien, como ellos decían, todavía predicaba solo la circuncisión.
Puesto que estos hombres no
tenían ley, sino solo tradiciones de hombres, ¡la manera lógica de demostrar su
superioridad a la carne era cortarla en su punto crítico!
Más de una vez, en la historia de
la iglesia, se ha sucumbido a esta tentación como medio de santidad, y Orígenes
es el ejemplo más conocido. Donde la santificación es una cuestión de
ejercicios espirituales bajo «un impulso de devoción diseñada por uno mismo»,
abundan toda clase de errores sentía superior a otros, que testificaba que
debido a que él había sido un pecador mayor, podía dar un mayor testimonio y
ser más santificador para la congregación.
Anteriormente había adulterado
con «una hermana predicadora» y con dos mujeres casadas al mismo tiempo, todo
lo cual le hacía más «santo» porque ostensiblemente había sido perdonado más.
En la década de 1950 y en buena
parte de la década de la de 1960, la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa estuvo en
serios problemas y dividida por el asunto de las enseñanzas Peniel, que habían
infectado a muchos de sus ministros más fervorosos.
Estos hombres, profundamente
preocupados por la falta de crecimiento espiritual en sus miembros, empezaron a
buscar una respuesta en la guía del Espíritu Santo. Debido a que se buscaba la
santificación por el Espíritu Santo pero sin referencia a la ley, el resultado
fue irracionalismo y orgullo espiritual, iniquidad básica. Por desdicha, estos eran
hombres que percibían la necesidad de crecimiento, lo inadecuado de la
predicación y vida actuales, y que sentían que la santificación de alguna
manera era la clave.
Su búsqueda de un medio de
santificación aparte de la ley fue un fracaso radical. Por otro lado, los que
los condenaron continuaron en su inmadurez espiritual, o, más comúnmente, en su
condición estéril, eunucos espirituales por decisión propia.
Los modernistas han negado ambas
doctrinas bíblicas, la justificación y la santificación. Han vuelto a un fariseísmo
modificado y han tratado de salvar al hombre por las obras y tradiciones del
hombre. El amor llega a ser el medio de santificación, un amor indiscriminado a
todos los hombres. Debido a su antinomianismo radical, el modernismo a menudo
se lleva bien con varios aspectos del pentecostalismo, particularmente el
hablar en lenguas. En todas estas manifestaciones, el camino del hombre es
primordial.
En nuestro análisis sobre la
veracidad se llamó la atención al concepto abstracto de santidad inherente a muchos
religiosos, doctrina que es en esencia paganismo.
Al individuo perfecto se le ve
como su propio ser supremo. Sus acciones se abstraen de la realidad de Dios y
su mundo, y se insiste en un estándar abstracto de realidad y santidad. La
perfección personal de las parteras de Egipto (Éx 1: 17-21) hubiera sido más
importante que cualquier otra cosa.
Los defensores de esta posición
dentro de la iglesia están prestos a decir que esta perfección es la perfección
bíblica y el deseo de Dios, pero contradicen las Escrituras y desaprueban lo
que Dios a todas luces aprueba. Es más importante para ellos que Rahab, las parteras
y ellos mismos hubieran preservado su pureza abstracta, que el que se salvaran
vidas santas en la guerra del mundo contra Dios.
Con esto en mente, examinemos la
definición de santificación según la da un erudito calvinista muy capaz. Según
Berkhof, «la santificación puede definirse como aquella operación bondadosa y continua del Espíritu Santo, mediante la
cual Él, al pecador justificado lo liberta
de la corrupción del pecado, renueva toda su naturaleza a la imagen de Dios y lo capacita para hacer buenas obras».
Hasta donde llega, esta definición es buena, pero, ¿cómo se han de definir las
buenas obras?
¿Cómo sabemos específica y
precisamente qué son buenas obras? Según Berkhof, «buenas obras» son las «que
en su cualidad moral son diferentes en esencia de las acciones de los que no
son regenerados, y que son la expresión de una naturaleza nueva y santa, como
el principio del cual brotan». Esto sigue siendo muy vago.
Luego Berkhof añade: «No están
hechas solo en conformidad externa con la Ley de Dios, sino que se hacen en
obediencia consciente a la voluntad revelada de Dios, es decir, porque son
requeridas por Dios». Aquí, finalmente, la verdad sale: la santificación en
efecto requiere obediencia a la Ley de Dios porque Dios la ordena.
Puesto que la Ley es primordial
para la santificación, ¿por qué mencionarla solo de una manera superficial en
un capítulo de 17 páginas, y apenas de paso? No en balde la mayoría de las
personas no captan este punto y buscan la santificación, no en la Ley, sino en
los ejercicios espirituales.
Anteriormente, tanto en la
enseñanza como en la práctica, la Ley era la regla de santificación. La Ley era
fundamental para la santificación en la Iglesia medieval, aunque se llegó a
añadirle mandamientos de la Iglesia, y también fue la regla en muchos círculos
protestantes. Así Heyns, al escribir sobre la santificación, describió «La ley
de Dios como regla», declarando entre otras cosas:
Nosotros, sin embargo,
confesamos: «según la ley», lo que quiere decir que solo la Ley es la regla de
santificación, porque así lo enseña la palabra de Dios. Is 8: 20; Sal 119: 105.
Y nuestros padres tuvieron tanto celo por adherirse a las ordenanzas de Dios y
solo a ellas, que incluso objetaron la observancia de los días festivos
cristianos y cultos de oración entre semana. Temían que desear a ser más que lo
que el Señor había ordenado en su Palabra resultara en una relajación con
respecto a lo que Él había instituido.
Is 8: 20: ¡A la ley y al
testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido. Sal
119: 105: Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino.
Pues bien, en muchos sectores del
evangelicalismo protestante, la santificación se iguala con asistir a la
iglesia dos veces cada domingo, y al culto de oración entre semana también.
Pero tales prácticas no satisfacen el hambre espiritual del hombre, y se añaden
otros ejercicios espirituales.
Un médico de Los Ángeles empezó, mientras
estaba todavía en Berkeley en 1942, a poner su despertador para las 5:30 a.m.,
a fin de pasar una hora en oración. Informó de su experiencia la primera mañana:
Entré a tientas a nuestra sala a
oscuras. Encendí una luz, me arrodillé frente al sofá y empecé a orar.
Oré por mi familia, amigos,
pacientes, los demás médicos del hospital, médicos en otros hospitales, médicos
que no tenían hospitales, nuestro país, nuestros soldados, el enemigo, todos
los misioneros que conocía. Al fin miré mi reloj. Habían pasado solo 20
minutos.
Volví a recorrer toda lista con
más detalle, y por lo menos 60 minutos avanzaron con lentitud. Quedé agotado.
Semana tras semana, Dios no solo
se hacía más real para mí, sino que llegaba a ser el significado de toda realidad,
y la hora que al inicio me había parecido tan larga ahora llegó a ser más y más
preciosa. Toda mi vida, en verdad, fue diferente, y sabía que la inversión de
tiempo estaba dando resultados.
Después de la guerra el médico
estableció un grupo de oración en Berkeley. Yo no conozco al médico
personalmente, pero muchos de los miembros de su grupo eran conocidos míos, así
como también algunos de su audiencia. En todos relucía una fuerte
santurronería, se habían vuelto adeptos a las largas oraciones, y se preocupaban
de que su método fuera la clave del verdadero crecimiento espiritual y la santificación.
El único resultado visible de
este «impulso de devoción diseñada por uno mismo» era un crecimiento en
fariseísmo, y un creciente desinterés por todo conocimiento real de las
Escrituras. La oración sin guardar la Ley puede inducir a la autosatisfacción,
pero solo la oración junto con guardar la Ley honra a Dios. Recibí, en verdad,
algunos valiosos estudios teológicos y bíblicos de un miembro del grupo que
ahora se interesaba en esta vida «más profunda». La condenación de nuestro
Señor de los «que piensan que por su palabrería serán oídos» (Mt 6: 7) todavía
sigue en pie.
El llamado a la santificación:
«Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios» (Lv 19:2) es una convocatoria a obedecer la Ley; es la
regla de la santificación.
No hay una nueva palabra; es tan
vieja como las Escrituras. La enseñaron muchos santos en toda la Edad Media, y
fue primordial para la perspectiva del útero de Lutero. En su comentario sobre
Romanos 3:31, «confirmamos la ley»,
Lutero declaró:
Por otro lado, la Ley se
establece y confirma cuando se presta atención a sus exigencias y
convocatorias. En ese sentido el apóstol dice: «confirmamos la ley»; es decir,
decimos que se obedece y cumple por fe. Pero ustedes que enseñan que las obras
de la Ley justifican sin fe, invalidan la Ley; porque ustedes no la obedecen;
en verdad, enseñan que su cumplimiento no es necesario; la Ley se establece en nosotros cuando la cumplimos de
buena voluntad y en verdad.
Pero esto no se puede hacer sin
fe. Destruyen el pacto de Dios (de la Ley) los que están sin la gracia divina
que se concede a los que creen en Cristo.
Además, en su Catecismo Menor,
Lutero enseñó: «La ley nos enseña a los cristianos qué obras debemos hacer para
llevar una vida que agrade a Dios. (Una regla)».
Desdichadamente, en otros lugares
Lutero reemplazó la Ley con el amor, y Calvino, que también se contradice aquí,
a veces requería La ley como regla para la vida, superando a Lutero en su
insistencia de que el Estado impusiera ambas tablas de la Ley.
Calvino, en verdad, citó la Ley
como «la regla para la vida». El hecho de que los hombres de todos los tiempos
no estén claros en este asunto no absuelve al pueblo de Dios; ellos tienen la
Ley.