INTRODUCCIÓN
Los fallos de los tribunales en
la ley bíblica son de dos clases: primero,
sobre dinero y propiedad, para hacer restitución, y, segundo, sobre la persona, desde
castigo corporal a pena capital. La naturaleza de estos juicios ya se ha
explicado.
ES IMPORTANTE RECONOCER QUE EN LA LEY
BÍBLICA LOS FALLOS SON FALLOS DE DIOS:
No hagáis distinción de persona
en el juicio; así al pequeño como al grande oiréis; no tendréis temor de
ninguno, porque el juicio es de Dios; y la causa que os fuere difícil, la
traeréis a mí, y yo la oiré (Dt 1:17).
La tesis aquí es la misma que la
de San Pablo en Romanos 13: 1, 4, pero es más específica: el fallo de un tribunal es el fallo de
Dios cuando se dicta con fidelidad.
Debido a que el tribunal se
identifica tan íntimamente con la actividad de Dios, a los jueces se les
menciona como «dioses» en las Escrituras. El Salmo 82: 1 dice:
«Dios está en la reunión de los
dioses; en medio de los dioses juzga». La Versión
Latinoamericana dice esto: «Se ha
puesto Dios de pie en la asamblea divina para dictar sentencia en medio de los
dioses». Los jueces, pues, son «la asamblea de Dios», asamblea de hombres que
Dios ha llamado a representarlo en la administración de justicia; a través de
ellos, Dios dicta fallos o imparte justicia. Luego entonces un aspecto
fundamental del orden de Dios, de su reino, debe y puede manifestarse en los
tribunales y a través de estos.
Si un tribunal no dicta el fallo de
Dios por su apostasía, dicta el fallo del hombre en términos de los principios satánicos
de independencia e iniquidad. Cuando los jueces no hacen justicia al débil y al
huérfano, al pobre y necesitado, al grande y al pequeño sin favoritismo ni
acepción de personas, revelan su ceguera e ignorancia voluntaria. La apostasía de
los jueces quiere decir, según la versión Latinoamericana, que «las bases de la
tierra se conmueven» (Sal 82: 5).
Los jueces, por su cargo, son
hechos dioses e hijos de Dios (Sal 8: 6). Al no dispensar el juicio de Dios,
morirán (Sal 82: 7). La súplica de Asaf, frente a los falsos jueces, es esta:
«Dios mío, levántate y juzga a la tierra pues todas las naciones son propiedad
tuya» (Sal 82: 8, PDT). Jesús, al citar este Salmo, declaró que los jueces eran
«aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser
quebrantada)» (Jn 10:35).
En otras palabras, la palabra de
Dios fue escrita en gran medida para los jueces; es un libro, entre otras
cosas, para la organización de la sociedad civil según la Palabra de Dios.
Es intentar «quebrantar» las
Escrituras el negarles su aplicación civil, o el papel de los jueces bajo Dios;
y limitar su aplicación a la iglesia y a la piedad puramente personal sin duda
es herejía. La prueba de los jueces como hijos de Dios es que hagan la obra de
Dios, que dispensen justicia en términos de la Ley y Palabra de Dios.
La prueba de Jesucristo mismo es
similar: Él hace la obra que Dios le ordena. «Si no hago las obras de mi Padre,
no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras,
para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre» (Jn
10:37-38). En ambos casos, la prueba es la misma.
Un falso Mesías no haría la obra
que Dios le ordenaba en su Palabra, la Biblia; como Jesús vino a un
cumplimiento perfecto de la palabra profética, Él y ninguno otro era el Mesías
de Dios. De modo similar, un juez falso no funciona como hijo de Dios dictando
justicia estrictamente en términos de la Ley y Palabra de Dios; en cambio, un
juez santo dictará sentencia en términos de la Ley y Palabra de Dios.
Está claro entonces que las
Escrituras declaran que los jueces son verdaderos solo si son fieles a la ley
de Dios. ¿Qué decir entonces de las palabras de Pablo en Romanos 13: 1-4, que
declaran que todas las autoridades civiles son servidores de Dios? La
diferencia está entre legitimidad e integridad; un hombre puede ser hijo
legítimo de su padre, y ese hecho no se le puede negar, pero puede faltarle la integridad
y el respeto que su padre exige; puede, por su carácter, ser un hijo falso.
De modo parecido un juez, un
ministro de justicia, o un clérigo, un ministro de gracia, puede ser un oficial
legítimo, con pleno derecho a su cargo en términos de todos los requisitos
humanos, pero puede ser al mismo tiempo moralmente inepto para el cargo. Dios
nos requiere que reconozcamos la legitimidad humana y honremos el cargo si no podemos
respetar al hombre; el dictamen más allá de cierto punto está en las manos de
Dios. Esto no quiere decir que no se puedan usar medios legítimos de protesta y
cambio; en verdad, se deben usar.
La reforma, sin embargo, incluye
más que un reconocimiento del mal y un disgusto o aborrecimiento del mismo. Un
ataque muy elocuente y muy razonado a la corrupción del gobierno la hizo Al
Capone en octubre de 1931, en la revista Liberty.
Opinó fuertemente contra el comunismo y la subversión; atacó la
mentalidad de dinero fácil y la especulación de la Bolsa de Valores, y la
amalgama de compañías débiles en corporaciones grandes que producían mayor caos
con su colapso. Capone, que afirmaba que había dado de comer como a 350 000 necesitados
al día en Chicago durante el invierno anterior, también condenaba el chanchullo:
«El chanchullo», continuaba, «es
conocidísimo en la vida estadounidense hoy. Es una ley en la que no se obedece
otra ley. Está socavando a este país.
LOS ABOGADOS HONRADOS EN CUALQUIER
CIUDAD SE PUEDEN CONTAR CON LOS DEDOS.
¡Puedo contar los de Chicago en
una sola mano!
La virtud, el honor, la verdad, y
la ley todas han desaparecido de nuestra vida. Nos las sabemos todas. Nos gusta
poder «salirnos con la nuestra».
Y si no podemos ganarnos la vida
en alguna profesión honrada, vamos a ganárnosla como sea».
El hogar es nuestro aliado más
importante», observaba Capone. «Cuando toda la locura en que el mundo ha estado
aminore, nos daremos mucha cuenta de eso, como nación. Mientras más fuertes
podamos tener nuestras vidas hogareñas, más fuerte podemos mantener a nuestra
nación.» Cuando los enemigos se acercan a nuestras playas las defendemos.
Cuando los enemigos llegan a
nuestros hogares los rechazamos a golpes. A los que se meten en el hogar se les
debería desvestir, recubrir de alquitrán y plumas, como ejemplos para el resto
de su clase».
En el curso de la misma
entrevista, Capone predijo que los demócratas ganarían las elecciones de 1932
con «una votación récord», lo mismo con Owen Young que con Roosevelt.
La posición básica de Capone era,
pues, a favor de la ley y el orden, siempre que no lo fastidiaran a él. Este es
el fracaso de la mayoría de los movimientos de reforma. Se reconoce el mal y
hay oposición al mismo en todas partes excepto en nosotros mismos. De aquí que
el clamor de los movimientos de reforma política es que se elimine a todos los
pillos, excepto a ellos mismos.
Durante el gobierno de Kennedy,
una crítica humorística de los críticos de Kennedy tenía bastante de verdad. El
crítico típico había asistido a escuelas y colegios públicos montado en un
autobús del condado sobre una carretera pública; había asistido a la
universidad gracias al Acta de Veteranos de las Fuerzas Armadas, se había
comprado una casa con un préstamo de la FHA, había empezado un negocio con un
préstamo de la Administración de Pequeños Negocios, había ganado dinero, se
había jubilado con una pensión del Seguro Social, y luego se había arrellanado
para criticar los programas de beneficencia y exigir que a los gorrones se les
pusiera a trabajar.
Según la Ley de Dios, la
verdadera reforma empieza con la regeneración y luego la sumisión del creyente
a toda la Ley y Palabra de Dios. Los degenerados que pretenden la reforma
quieren reformar al mundo empezando con sus opositores, con cualquiera y con
todos, excepto ellos mismos. La verdadera reforma empieza con la sumisión de
nuestra vida, hogares y profesiones a la Ley y Palabra de Dios.
El mundo entonces se recupera
paso a paso conforme los hombres instituyen la verdadera reforma en sus
ámbitos. Cualquier otra clase de reforma tiene tanta integridad y valor como
las palabras de Al Capone. Podemos aceptar la sinceridad de las palabras de Al
Capone; como todos los pecadores, quería un mundo mejor en que vivir, pero no
al precio de someterse él al orden legal de Dios.
Los juicios de Dios en su Palabra
deben llegar a ser los juicios del pueblo de Dios. Solo en la medida en que un
pueblo es llamado de nuevo a Dios y su orden puede esperar los beneficios de
ese orden. Según Salomón, «Si no hay visiones el pueblo vive sin freno; ¡feliz
el que observa la Ley!» (Pr 29: 18, LAT). Visión se equipara aquí con guardar la ley.
La Ley de Dios es una ley total;
no está limitada a un segmento de la creación tal como la vida privada del
hombre, su vida eclesiástica o cualquier otra esfera parcial. Así como una
reforma no puede venir por un mero cambio de políticos sin un cambio en la vida
del pueblo, la reforma no puede venir solo porque el hombre la aplique a un
aspecto restringido de la vida.
Cuando los hombres, según la ley
de Dios, apliquen los conceptos de Dios en sus hogares, iglesias, escuelas, vocaciones,
y en el estado, las cortes también aplicarán los conceptos de la Ley absoluta
de Dios.