EL NOVENO MANDAMIENTO

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INTRODUCCIÓN

El noveno mandamiento, «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio» (Éx 20: 16), se ha malinterpretado como que quiere decir: «En todo momento y bajo toda circunstancia debes decir la verdad a todos los hombres que te pregunten algo».
El 15 y 16 de octubre de 1959 este escritor habló en una conferencia para maestros de escuelas cristianas en Lynden, Washington. La sustancia de las conferencias, con material adicional, más tarde se publicó como un libro, Intellectual Schizophrenia [Esquizofrenia intelectual]. Durante las conferencias, y después de la publicación, varios religiosos «reformados» atacaron acerbamente a este escritor por sus comentarios respecto a Rahab y su mentira sobre los espías israelitas a quienes escondió, y cuyas vidas salvó. Se destacó lo siguiente:
Rahab tuvo que tomar una decisión:
(1) Podía decir la verdad y entregar a los espías, dos hombres santos, a la muerte.
(2) Podía mentir y salvarles la vida. Este es el tipo de situación que el moralista detesta y rehúsa aceptar.
Cualquier curso de acción incluye algún mal, por más que el moralista trate de negarlo. La pregunta es: ¿Cuál es el menor de los males? Nuestras opciones raras veces son entre blanco y negro; rara vez tenemos el lujo poder tomar una decisión absoluta. Pero lo que sí tenemos es la oportunidad continua de tomar decisiones según una fe absoluta, por gris que sea la situación inmediata.
Esta fe la tuvo Rahab. El que ella mintiera o no era relativamente sin importancia comparado con la vida de dos hombres de Dios. Mintió y les salvó la vida. Por eso Santiago la destaca, junto con Abraham, como un ejemplo de fe vital, de fe que no fue una mera opinión sino una cuestión de vida y acción (Stg 2:25). Repito: Hebreos 11:31 destaca este mismo acto como un ejemplo de verdadera fe. Es una evasión inútil tratar de extraer algo del hecho como digno de elogio en tanto que se le condena por la mentira, y por violación de la unidad de la vida.
Rahab mintió, pero su mentira representaba una opción moral entre hacerlo o enviar a dos hombres santos a la muerte, y por eso ella llegó a ser antepasada de Jesucristo (Mt 1: 5). Para el moralista, es importante mantenerse firme en su santurronería, y la alternativa de Rahab es intolerable, porque eso hace un tipo de pecado ineludible a veces.
Para el hombre santo, que se pone firme no en su justicia, sino en la justicia de Cristo, su pureza no es lo importante, sino que se haga la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios, en esta situación, sin duda era que se les salvara la vida a los espías, y no que la persona saliera de la situación pudiendo decir: Nunca digo una mentira.
Pero, nos dice el moralista, si Rahab hubiera dicho la verdad, Dios habría estado obligado a honrar su integridad y librarla a ella y a los espías, pues Rahab tenía la obligación de decir la verdad independientemente de las consecuencias.

AQUÍ INTERVIENEN VARIAS FALACIAS CARACTERÍSTICAS DEL MORALISMO:

1. Se sostiene que la decisión moral es algo sencillo, sin complicaciones, racional.
2. Una decisión siempre es entre el bien y el mal absolutos.
3. La cuestión central siempre es la preservación de la pureza moral del individuo antes que un factor trascendente.
4. La justicia poética siempre opera; la virtud siempre es rescatada y recompensada, y la verdad siempre sale triunfante.
Pero esto no es cristianismo bíblico, sino deísmo del siglo 18 ¡con una fuerte dosis de cuentos de hada! Pablo podía decir, haciendo eco del Salmo 44: 22: «Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero» (Ro 8: 36). El que las Escrituras afirmen un postrer triunfo de los píos (no los morales) está más allá de toda duda, pero eso no confirma el concepto de la justicia poética. No podemos permitir que se proyecte en las Escrituras una falsificación tan radical de la fe.
La doctrina de que la justicia poética funciona requiere que se rescriban las Escrituras, la Historia y la literatura.
Estos críticos han insistido en que Dios bendecirá y librará a la persona que dice la verdad en todo momento. Hay que añadir que estos defensores de decir la verdad en todo momento han sido notorios mentirosos. Piensan que tienen el derecho de negar que hayan hecho alguna declaración a menos que se reproduzcan las palabras exactas, hasta la última sílaba, de manera exacta. Tal razonamiento farisaico es característico de su manera de pensar.
Sin embargo, ¿nos exige Dios que digamos la verdad en todo momento? Tal proposición es altamente cuestionable. El mandamiento es muy claro: no debemos decir falso testimonio contra nuestro prójimo, pero esto no quiere decir que nuestro prójimo o nuestro enemigo siempre tenga derecho a oír de nosotros la verdad, o alguna palabra, en cuestiones que no les incumben, o que son de naturaleza privada para nosotros.
Ningún enemigo o criminal tiene derecho alguno a recibir de nosotros ningún conocimiento que pudiera usar para hacernos mal. Las Escrituras no condenan a Abraham y a Isaac por mentir a fin de evitar asesinato y violación (Gn 12: 11-13; 20: 2; 26:6, 7); por el contrario, Dios los bendice ricamente a ambos, y los hombres que los pusieron en una posición tan desdichada reciben condenación y castigo (Gn 12: 15-20; 20: 3-18; 26:10-16).
Tales ejemplos abundan en las Escrituras. Nadie que trata de hacernos daño, de violar la Ley con respecto a nosotros o a otra persona, tiene derecho a la verdad.
Más que eso, hay base bíblica para decir que es un mal decirles la verdad a los hombres malos y permitirles con ello que aceleren su mal. Asaf declaró: «Si veías al ladrón, tú corrías con él, y con los adúlteros era tu parte» (Sal 50: 18). Ver el robo y guardar silencio es ser parte del robo. Ver a los hombres planeando robo o asesinato, y luego responder con la verdad respecto a dónde se halla el hombre, la mujer o la propiedad que quieren matar, violar o robar es ser parte de su delito. Decir la verdad en un caso así es tener participación en el delito.
En ese sentido Rahab, si hubiera dicho la verdad, hubiera sido cómplice de la muerte de dos hombres.
El hecho de que el noveno mandamiento no requiera o exija que se renuncie a la intimidad se ha reconocido por largo tiempo y se ha plasmado como ley. La quinta enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de 1787 declara que a nadie «se le obligará, en ningún caso penal, a ser testigo contra sí mismo». Un hombre puede confesar; puede decidir testificar a su propio favor, en cuyo caso no debe perjurar; pero no se le puede obligar a ser testigo contra sí mismo.
Si testifica a su favor, no se le pueden hacer preguntas ajenas al caso entre manos. Por esta razón, el cristiano debe oponerse al uso del detector de mentiras con cualquier hombre, voluntariamente o de otra índole, porque al sujeto así se le puede obligar a testificar sobre cuestiones ajenas y por consiguiente invadir su privacidad.
Para volver al asunto de la veracidad, el cristiano está bajo obligación ante Dios de decir la verdad en todo momento en donde existe comunicación normal.
Este decir la verdad no quiere decir exponer nuestra privacidad, sino dar un testimonio verdadero en relación con nuestro prójimo. No se aplica a acciones de guerra. Espiar es legítimo, y también lo son los métodos engañosos en la guerra.

LA PROTECCIÓN CONTRA LOS LADRONES EXIGE OCULTACIÓN Y PAREDES.

Pensar que podemos decir la verdad en una situación comparable a la de Rahab, y que Dios milagrosamente nos librará a nosotros y a los hombres cuyas vidas están en juego, no solo es insensato sino también teología demoniaca. Sostener que Dios debe librarnos en tales circunstancias es ceder a la tentación satánica de someter a Dios a prueba.
La segunda tentación de Satanás a Jesucristo, el último o segundo Adán, era que se arrojara del pináculo del templo y exigiera que Dios lo rescatara. Jesús le dijo a Satanás: «Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4: 7). Jesucristo dejó en claro que nadie podía someter a Dios a prueba, ni imponerle requisitos. Nadie puede imprudentemente exponer a dos hombres a la muerte so pretexto de su deber de decir la verdad a pesar de las circunstancias, esperando que Dios libre a los hombres cuando el mismo individuo se niega a librarlos. Fue Satanás el que sostuvo que el hombre tenía el deber de someter a Dios a prueba: «¿Conque Dios os ha dicho…?» (Gn 3: 1).
Al respecto, la posición de John Murray, destacado teólogo, merece examen.
En respuesta a la pregunta: «¿Qué es la verdad?» Murray dijo:
La respuesta de nuestro Señor a Tomás: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14: 6) señala la dirección en la que debemos hallar la respuesta.
Debemos tener en mente que «la verdad» en el uso de Juan no es tanto la verdad en contraste con lo falso, o lo real en contraste con lo ficticio. Es lo absoluto en contraste con lo relativo, lo supremo en contraste con lo derivado, lo eterno en contraste con lo temporal, lo permanente en contraste con lo pasajero, lo completo en contraste con lo parcial, lo sustancial en contraste con la sombra.
Jesús, al declarar que Él era la verdad, «está enunciando el asombroso hecho de que pertenece a lo supremo, lo eterno, lo absoluto, lo no derivado, lo completo».
La verdad se refiere a «la santidad del ser de Dios como el Dios viviente y verdadero.
Él es el Dios de verdad y toda la verdad deriva de Él su santidad ». Murray reconoció la validez de ocultar la verdad:
Es muy cierto que las Escrituras permiten ocultar la verdad de los que no tienen derecho a ella. De inmediato reconocemos la justicia de esto. ¡Qué intolerable sería la vida si estuviéramos bajo la obligación de revelar toda la verdad!

Y EL OCULTARLA ES A MENUDO UNA OBLIGACIÓN QUE LA MISMA VERDAD REQUIERE.

«El que anda en chismes descubre el secreto; Mas el de espíritu fiel lo guarda todo» (Pr 11: 13). También es cierto que los hombres a menudo abdican su derecho a saber la verdad y no estamos bajo obligación de trasmitírsela.
Sin embargo, sobre el caso de Rahab, y otros parecidos en las Escrituras, Murray se equivoca:
No debe pasar inadvertido que las Escrituras del Nuevo Testamento que elogian a Rahab por su fe y obras hacen alusión solo al hecho de que recibió a los espías y los envió por otro camino. No se puede levantar dudas en cuanto a la propiedad de estas acciones por ocultar a los espías de los emisarios del rey de Jericó.
La aprobación de las acciones no implica, ni por lógica ni en términos de la analogía provista por las Escrituras, la aprobación de la falsedad específica que se le dio al rey de Jericó. Es teología extraña la que insiste que la aprobación de su fe y obras al recibir a los espías y ayudarlos a escapar debe abrazar la aprobación de todas las acciones asociadas con su conducta encomiable.
Al contrario de Murray, debemos insistir en que es una teología muy extraña la que reconoce que Dios aprobó la fe y la acción de Rahab, pero que la mentira con la que logró el rescate de alguna manera era mala. La posición de Murray no tiene evidencia bíblica; significa dividir erróneamente la Palabra, tratar de separar un hecho de sí mismo, y negar que el elogio de Dios del hecho en verdad fuera un elogio.
El mismo contrasentido farisaico se dice respecto a las parteras que salvaron la vida de los israelitas recién nacidos, a los que debían matar al nacer. Según Murray:
La evidente prevaricación de las parteras de Egipto se ha argumentado como respaldo a la falsedad bajo las condiciones apropiadas. «Y las parteras respondieron a Faraón: Porque las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas. Y Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en gran manera» (Éx 1:19, 20). La yuxtaposición aquí parece llevar el endoso de la respuesta al faraón.
Concedamos, sin embargo, que las parteras en efecto dijeron una falsedad y que su respuesta fue en realidad falsa. Con todo, no hay respaldo para concluir que se endose la falsedad, mucho menos que es la falsedad lo que se tiene a la vista cuando leemos: «Y Dios hizo bien a las parteras» (Éx 1: 20).
Las parteras temieron a Dios al desobedecer al rey y fue debido a que temieron a Dios que el Señor las bendijo (cf. vv. 17, 21). No es nada extraño que su temor de Dios haya coexistido con la debilidad moral. El caso es que no hay respaldo para la falsedad que se pueda derivar de este ejemplo más que de los casos de Jacob y Rahab.
Ese es un razonamiento asombroso. Murray llama el informe de las parteras «prevaricación» y «falsedad»; más sinceramente, llamémoslo una mentira. Incluso más, ¿qué podemos llamar a la separación que hace Murray entre la mentira de las parteras que salvaron la vida de los nenes sentenciados a muerte y la bendición de Dios sobre las parteras? Está claro que se presenta como causa y efecto.
Las parteras mintieron porque temieron a Dios más que al faraón. Su temor a Dios se manifestó precisamente en la mentira, a riesgo posiblemente de su vida, para salvar la vida de los niños del pacto de Dios. Su mentira no fue, al revés de lo que dice Murray, «debilidad moral» sino valor moral, así como lo fue la mentira de Rahab.
La debilidad moral en el asunto es enteramente de Murray y sus seguidores.
El faraón estaba en guerra contra Dios y contra Israel; había esclavizado a Israel, maltratado a su pueblo, y a sus recién nacidos los había sentenciado a muerte.
Esto era una guerra; incluso más, era asesinato legalizado y en masa. Las parteras le mintieron al faraón para salvar las vidas de los niños. Era mentir; estaba claramente justificado. Y Dios lo bendijo.

HAY UNA LARGA TRADICIÓN AQUÍ DE FILTRAR EL MOSQUITO Y TRAGARSE EL CAMELLO.

San Agustín se entregó a un razonamiento peculiar para aceptar la afirmación de las Escrituras con respecto a las parteras. Declaró: «Si una persona que solía decir mentiras para hacer daño viene a decirlas por razón de hacer el bien, la persona ha hecho gran progreso».
En otras palabras, las parteras habían sido horribles mentirosas, y habían mejorado: ¡mintieron por una buena causa! Para Agustín, «estos testimonios de las Escrituras no tienen otro significado que el que jamás debemos decir una mentira». Si siempre decimos la verdad, decía Agustín, usando mal un pasaje, Dios siempre abrirá un camino de escape (1ª Co 10: 13).
Las parteras también sufrieron a manos de Calvino, a pesar de la bendición de Dios. Según Calvino:
En la respuesta de las parteras hay que observar dos males, puesto que ninguna confesó su piedad con llaneza apropiada, y lo que es peor, escapó mediante falsedad. Si bien se deben reconocer ambas cosas, de que las dos mujeres mintieron, y, puesto que la mentira es desagradable a Dios, que pecaron tampoco hay ninguna contradicción con esto en el hecho de que se les elogia dos veces por su temor a Dios, y que se dice que Dios las recompensó; porque en su indulgencia paternal con sus hijos Él todavía valora sus buenas obras, como si fueran puras, a pesar de que puedan haber estado contaminadas por alguna mezcla de impureza.
Es más, no hay acción tan perfecta como para estar absolutamente libre de mancha; aunque parezca más evidente en algunos que en otros. Así que, aunque estas mujeres fueron demasiado pusilánimes y tímidas en su respuesta, debido a que actuaron con fortaleza y valor, Dios soportó en ellas el pecado que de otra manera hubiera condenado merecidamente.
Calvino no solo hubiera hecho que las parteras le dijeran la verdad al faraón, sino también que le dieran testimonio, convirtiendo a la audiencia en un tipo de culto de testimonios. No solo que un testimonio de las dos mujeres hubiera sido imposible en una audiencia real, sino que hubiera sido inmoral en términos de las palabras de Cristo: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen» (Mt 7: 6).
Mucho más en las Escrituras desmiente la creencia de Calvino de que las mujeres debían haberle testificado al faraón. Según Salomón:
El que corrige al escarnecedor, se acarrea afrenta; el que reprende al impío, se atrae mancha.
No reprendas al escarnecedor, para que no te aborrezca; corrige al sabio, y te amará (Pr 9: 7, 8).
En algo Calvino tenía razón; las mujeres mintieron, pero, a pesar de Calvino,

DIOS DE NINGUNA MANERA DESAPROBÓ SU ACCIÓN.

No obstante, Hodge citó el caso de las parteras como «una intención de engañar» que no fue «culpable». Él no amplió el punto, sin embargo, y desdichadamente, su posición ha tenido demasiados pocos seguidores. Park elogió a las parteras, pero basa la acción de ellas en un «sentido humanitario» y la llama «verdadera religión», lo que le da al texto un giro humanista que no está allí.
El teólogo presbiteriano del sur Dabney, al analizar el significado del noveno mandamiento, declaró que «el hombre puede matar, cuando la vida culpable se entregue a Dios y él autorice al hombre que la destruya, como agente Suyo. Por lo tanto, supongo yo, los propósitos extremos de agresión injusta y maligna, dirigidos contra nuestra propia existencia, constituyen una falsificación de derechos por parte de un atacante culpable». La agresión inicua resulta ser «una falsificación de derechos de parte del atacante culpable», y Rahab, las parteras y otros santos de la antigüedad son inocentes.
Las Escrituras hablan en abundancia del hecho de que Dios detesta la mentira (Pr 6: 16-19; 12: 22; Lv 19: 11; Col 3: 9, etc.). Se dice que Satanás es el padre de las mentiras (Jn 8: 44; Hch 5: 3). Los que critican a Rahab y a las parteras (tanto como a Abraham, Isaac y los demás) no citan versículos como 1ª Reyes 22: 22, 23, en donde se declara que Dios puso un espíritu mentiroso en la bocas de los falsos profetas a fin de engañar a un rey falso. Esto se debe a que esto está contra su absolutismo. Y eso es el meollo del asunto.
¿Debemos, de manera platónica, absolutizar la veracidad como una palabra, idea o universalidad por encima de Dios, o solo Dios es absoluto? Absolutizar el decir la verdad es hacer de las Escrituras un absurdo, porque Dios en su poder soberano es el único absoluto. La veracidad está siempre en relación con Dios, y en términos del Dios absoluto y su Ley.
El hombre tiene la obligación de decir la verdad en todas las circunstancias normales, pero no podemos permitir que los malos roben, asesinen o violen por decir nosotros la verdad, que debe en todo momento tener relación con un Dios absoluto antes que con una idea absoluta.
El Catecismo Menor de Westminster, en las preguntas 77 y 78, nos lleva al corazón del asunto con sus respuestas:
P. 77. ¿Qué se exige en el Noveno Mandamiento?
R. El noveno mandamiento exige que sostengamos y promovamos la verdad entre hombre y hombre como también nuestra buena fama y la de nuestro prójimo. Especialmente al dar testimonio. Efesios 4: 25; 1ª Pedro 3: 16; Hechos 25: 10; 3 Juan 12 Proverbios 14: 5, 25.
P. 78. ¿Qué se prohíbe en el noveno mandamiento?
R. El noveno mandamiento prohíbe todo lo que perjudica a la verdad, o que daña a nuestro buen nombre o al de nuestro prójimo. Colosenses 3:9; Salmo 12:3; 2 Corintios 8:20, 21; Salmo 15:3.
Si esta ley no nos permite perjudicar «el buen nombre de nuestro prójimo», ¿cuánto menos se nos permite ayudar a hombres malos para que roben su propiedad, violen a las mujeres de su familia o lo maten? La veracidad bajo tales circunstancias no es una virtud, sino cobardía moral.
El concepto de veracidad implícito en los que critican a Rahab, las parteras, Abraham, Isaac y otros, se relaciona con una doctrina pagana de santificación. En el paganismo, la perfección propia del individuo es el ideal religioso y el propósito de la santificación. El individuo perfecto es su propio supremo.
La meta que se persigue, sea por los sufíes o Buda, no se refiere a Dios y su orden legal, y muy a menudo tiene escasa relación con otros hombres. El yo es el mundo de la santidad pagana, y la perfección del yo, la meta. El resultado es un concepto de santidad y de veracidad que es abstracto. En otras palabras, se le abstrae de la realidad de Dios y su ley, y de la realidad de un mundo en guerra.

Un moralismo abstracto y no cristiano puede declarar que es santo decir la verdad a los enemigos y con ello conducir a la masacre de amigos, prójimos y seres queridos, porque la única cuestión es la pureza abstracta del alma. Tal doctrina no es cristiana.

2. LA SANTIFICACIÓN Y LA LEY

INTRODUCCIÓN

Puesto que el noveno mandamiento, como el tercero, tiene que ver con la palabra hablada, es importante en este respecto volver a enunciar y examinar con cuidado una palabra particular en la ley de Dios: «santo». La Ley se da repetidas veces como el medio de santidad o santificación, y la exigencia: «Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios» (Lv 19: 2), es un prefijo en la Ley a toda ley.
Esta cita de Levítico 19:2, es un prefijo a la prohibición del chisme y del falso testimonio en la corte (Lv 19: 16).
La Ley es el camino a la santidad, el camino a la santificación. A una porción del Pentateuco en verdad se le llama «el código de santidad» (Lv 17—26) debido a su insistencia especial en la ley como medio de santificación. De principio a fin, las Escrituras dejan en claro que la salvación, la justificación, es por la gracia de Dios y por fe, y que la santificación es por la Ley, la ley de Dios.
El pecado del fariseísmo fue que convirtió la Ley, y las obras de la Ley, en el medio de salvación. En el proceso, también adulteró la ley y dio primacía a su reinterpretación de la misma. La ley quedó así empañada en su significado y se le dio una función que no le correspondía. Mucho se ha escrito sobre los pecados del fariseísmo que no se necesita repetir aquí. Demasiado poco se ha dicho de los pecados comparables y a menudo la apostasía de la iglesia con respecto a la ley.
La infiltración del pensamiento helénico en la comunidad cristiana significó, entre otras cosas, la introducción de una nueva doctrina de la santificación. La doctrina bíblica es por completo práctica; pide la sumisión progresiva del hombre y del mundo a la ley de Dios. Es un programa de conquista y victoria. Incluso su observancia parcial ha servido para dar eminencia a un pueblo o cultura. La grandeza de la cultura medieval se edificó sobre el lecho de roca de una obediencia a la ley, y lo mismo fue cierto del puritanismo. El poder de permanencia de los judíos frente a las adversidades se ha medido por su lealtad a la ley.
Pero el pensamiento helenista, como todas las filosofías paganas de su día, era dualista. El mundo era básicamente dos sustancias o seres separados, mantenidos juntos en tensión dialéctica. Por un lado, había espíritu, luz, o la bondad, o el dios bueno; por el otro, la materia, la oscuridad, o el mal, o el dios malo. Si se empujaba la división un poco demasiado lejos, el resultado era un colapso de la dialéctica y alguna forma de dualismo radical, una forma en la cual la relación dialéctica se quebrantaba y quedaban dos mundos enajenados y en guerra.
La salvación, tanto en la perspectiva dialéctica como dualista, era la liberación del orden malo al orden bueno, de la materia al espíritu, de la voluntad a la razón, de las preocupaciones materiales a las preocupaciones espirituales, o quizá viceversa. En lugar del hombre completo, mente y voluntad, materia y espíritu, un ser caído, solo un segmento de él era caído, mientras que el otro seguía siendo por naturaleza puro.
En tal perspectiva, tanto la salvación como la santificación implicaban una deserción de un campo al otro. La santificación significaba olvidarse del mundo; significaba «espiritualidad» y ejercicios espirituales. Antes que la iglesia quedara infectada por tal pensamiento, los creyentes judíos que eran helénicos en su pensamiento ya habían escogido la senda del ascetismo y la renuncia a las cosas terrenales.
El mundo helénico estaba produciendo una gran variedad de ascetas que estaban abandonando el mundo y la carne a fin de ganar santidad. Simón el Estilita (390-459) mostró tener más influencia del culto sirio pagano de Atargatis que de cualquier fe bíblica. Simón vivió en una columna de unos 20 metros de altura, encima de la cual había una plataforma de un metro cuadrado; y allí pasó 37 años en toda clase de austeridades peregrinas.
Durante 40 años de su vida pasó toda la cuaresma sin tomar ningún alimento. Las prácticas de Simón el Estilita no tienen nada que ver con la santidad bíblica. Eran un desprecio neoplatónico y pagano de la carne y un intento de trascenderla.
Una crónica larga y espantosa de horrores se pudiera citar para ilustrar las maneras en que los hombres han buscado la santificación aparte de la ley. La tortura propia, flagelaciones, ayunos, cilicios, y una gran variedad de artificios se han usado a fin de dar santificación al buscador. Los resultados no han sido ni paz ni santidad. Los hombres se han cubierto de ramas de espinos, han tratado a su cuerpo como enemigo satánico, y con todo han hallado que el mal se halla en la esencia de sus pensamientos. Sus cuerpos débiles no resultaron en almas fuertes.
La Reforma enunció de nuevo con claridad la doctrina de la justificación, pero no aclaró la doctrina de la santificación. La confusión es evidente en la Confesión de Fe de Westminster; el capítulo XIII: «De la santificación» es excelente hasta donde llega, pero no especifica con precisión cuál es el camino a la santificación.
En el capítulo XIX: «De la Ley de Dios», aparece uno de los errores de la Confesión: se pone a Adán bajo «un pacto de obras», la Ley. Sin embargo, en el párrafo II, se dice que «Esta ley, después de su caída, continuó siendo una regla perfecta de justicia, y, como tal, la entregó Dios en el monte Sinaí, en diez mandamientos, y escritos en dos tablas». La ley entonces se ve como la regla de justicia, como el camino de la santificación. Sin embargo, en el párrafo IV, sin ninguna confirmación de las Escrituras, se dice que las «leyes judiciales» de la Biblia «expiraron» con el Antiguo Testamento.
Ya hemos visto antes lo imposible que es separar cualquier ley de las Escrituras como sugieren los teólogos de Westminster. ¿En qué respecto es «No hurtarás» válido como ley moral, y no válido como ley civil o judicial? Si insistimos en esta distinción, estamos diciendo que el estado puede robar, estar por encima de la ley, mientras que el individuo está bajo la ley.
En este punto, la Confesión es culpable de contrasentido. En el párrafo VI, se dice que la ley es «una regla de ley que informa» a los creyentes «de la voluntad de Dios y su deber; los dirige y los obliga a andar en consonancia». Eso que es una regla de vida para el hombre es también una regla de vida para sus tribunales, gobiernos civiles e instituciones, o de lo contrario Dios es solamente Dios del individuo y no de las instituciones.
Un poco antes, la Fórmula de Concord (1576) había declarado, en el Artículo V, II: «Creemos, enseñamos y confesamos que la ley es propiamente una doctrina revelada divinamente, que enseña lo que es justo y aceptable a Dios, y que también denuncia lo que es pecado y opuesto a la voluntad divina».
En el Artículo VI se declaraba que la ley era, en su tercer propósito, «que los hombres regenerados, a todos los cuales, no obstante, mucho de la carne todavía se aferra, por esa misma razón puedan tener ciertas reglas por las cuales puedan y deban modelar sus vidas». La ley nos da el camino de la santificación en oposición al «impulso de la devoción diseñada por uno mismo» (Artículo VI, Afirmativo III).
A pesar de este excelente enunciado anterior, el protestantismo en gran medida ha soslayado la ley como camino de santificación a favor del «impulso de devoción diseñado por uno mismo». Además, mientras más se ha seguido por este rumbo, más santurrón y farisaico se ha vuelto, un curso natural en donde los hombres dejan sin ningún efecto la palabra de Dios mediante sus tradiciones (Mt 15: 6-9).
La persona santificada en el protestantismo es demasiado a menudo un transgresor de la ley santurrón que asiste a la escuela dominical, al culto en la iglesia dos veces cada domingo, a la reunión de oración entre semana, da testimonio cuando se le pide, y se asombra si se le dice que la ley de Dios, antes que los ejercicios espirituales que pueda hacer el hombre, constituye el medio de santificación. Muchos predicadores hacen énfasis en largas horas de oración como señal de santidad, en abierto desprecio a la condenación que hizo Cristo de aquellos que pensaban que, mediante sus largas oraciones, «por su palabrería serán oídos» (Mt 6: 7).
En las iglesias arminianas, y especialmente en las llamadas iglesias de «santidad» (pentecostales y otras), la santificación va asociada con varios desenfrenos emocionales que se aproximan mucho más a los métodos de la adoración a Baal que, en casos extremos, incluían sajarse e incluso castrarse uno mismo (1ª R 18: 28).
San Pablo dijo de los judaizantes que estaban sustituyendo la ley por la gracia y luego las tradiciones de los hombres por la ley de Dios que deseaba que estos hombres que lo ponían en entredicho y atormentaban a las iglesias demostrarían su mayor santidad mediante su propia lógica: «¡Ojalá se castraran de una vez!» (Ge 5: 12, PDT). El comentario de Lenski aquí es certero:

CON SU CIRCUNCISIÓN ESTOS JUDAIZANTES QUERÍAN GANARLE A PABLO Y QUITARLES A LOS GÁLATAS.

Pero si no tenían que ofrecer más de lo que Pablo ofrecía, si, como aducían, este todavía predicaba también la circuncisión, ¿cómo iban a poder ganarle? Pues bien, había una manera; ¡y bien que debían probarla! ¡Castrarse ellos mismos! Así podrían, en verdad, dejar atrás a Pablo quien, como ellos decían, todavía predicaba solo la circuncisión.
Puesto que estos hombres no tenían ley, sino solo tradiciones de hombres, ¡la manera lógica de demostrar su superioridad a la carne era cortarla en su punto crítico!
Más de una vez, en la historia de la iglesia, se ha sucumbido a esta tentación como medio de santidad, y Orígenes es el ejemplo más conocido. Donde la santificación es una cuestión de ejercicios espirituales bajo «un impulso de devoción diseñada por uno mismo», abundan toda clase de errores sentía superior a otros, que testificaba que debido a que él había sido un pecador mayor, podía dar un mayor testimonio y ser más santificador para la congregación.
Anteriormente había adulterado con «una hermana predicadora» y con dos mujeres casadas al mismo tiempo, todo lo cual le hacía más «santo» porque ostensiblemente había sido perdonado más.
En la década de 1950 y en buena parte de la década de la de 1960, la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa estuvo en serios problemas y dividida por el asunto de las enseñanzas Peniel, que habían infectado a muchos de sus ministros más fervorosos.
Estos hombres, profundamente preocupados por la falta de crecimiento espiritual en sus miembros, empezaron a buscar una respuesta en la guía del Espíritu Santo. Debido a que se buscaba la santificación por el Espíritu Santo pero sin referencia a la ley, el resultado fue irracionalismo y orgullo espiritual, iniquidad básica. Por desdicha, estos eran hombres que percibían la necesidad de crecimiento, lo inadecuado de la predicación y vida actuales, y que sentían que la santificación de alguna manera era la clave.
Su búsqueda de un medio de santificación aparte de la ley fue un fracaso radical. Por otro lado, los que los condenaron continuaron en su inmadurez espiritual, o, más comúnmente, en su condición estéril, eunucos espirituales por decisión propia.
Los modernistas han negado ambas doctrinas bíblicas, la justificación y la santificación. Han vuelto a un fariseísmo modificado y han tratado de salvar al hombre por las obras y tradiciones del hombre. El amor llega a ser el medio de santificación, un amor indiscriminado a todos los hombres. Debido a su antinomianismo radical, el modernismo a menudo se lleva bien con varios aspectos del pentecostalismo, particularmente el hablar en lenguas. En todas estas manifestaciones, el camino del hombre es primordial.
En nuestro análisis sobre la veracidad se llamó la atención al concepto abstracto de santidad inherente a muchos religiosos, doctrina que es en esencia paganismo.
Al individuo perfecto se le ve como su propio ser supremo. Sus acciones se abstraen de la realidad de Dios y su mundo, y se insiste en un estándar abstracto de realidad y santidad. La perfección personal de las parteras de Egipto (Éx 1: 17-21) hubiera sido más importante que cualquier otra cosa.
Los defensores de esta posición dentro de la iglesia están prestos a decir que esta perfección es la perfección bíblica y el deseo de Dios, pero contradicen las Escrituras y desaprueban lo que Dios a todas luces aprueba. Es más importante para ellos que Rahab, las parteras y ellos mismos hubieran preservado su pureza abstracta, que el que se salvaran vidas santas en la guerra del mundo contra Dios.
Con esto en mente, examinemos la definición de santificación según la da un erudito calvinista muy capaz. Según Berkhof, «la santificación puede definirse como aquella operación bondadosa y continua del Espíritu Santo, mediante la cual Él, al pecador justificado lo liberta de la corrupción del pecado, renueva toda su naturaleza a la imagen de Dios y lo capacita para hacer buenas obras». Hasta donde llega, esta definición es buena, pero, ¿cómo se han de definir las buenas obras?
¿Cómo sabemos específica y precisamente qué son buenas obras? Según Berkhof, «buenas obras» son las «que en su cualidad moral son diferentes en esencia de las acciones de los que no son regenerados, y que son la expresión de una naturaleza nueva y santa, como el principio del cual brotan». Esto sigue siendo muy vago.
Luego Berkhof añade: «No están hechas solo en conformidad externa con la Ley de Dios, sino que se hacen en obediencia consciente a la voluntad revelada de Dios, es decir, porque son requeridas por Dios». Aquí, finalmente, la verdad sale: la santificación en efecto requiere obediencia a la Ley de Dios porque Dios la ordena.
Puesto que la Ley es primordial para la santificación, ¿por qué mencionarla solo de una manera superficial en un capítulo de 17 páginas, y apenas de paso? No en balde la mayoría de las personas no captan este punto y buscan la santificación, no en la Ley, sino en los ejercicios espirituales.
Anteriormente, tanto en la enseñanza como en la práctica, la Ley era la regla de santificación. La Ley era fundamental para la santificación en la Iglesia medieval, aunque se llegó a añadirle mandamientos de la Iglesia, y también fue la regla en muchos círculos protestantes. Así Heyns, al escribir sobre la santificación, describió «La ley de Dios como regla», declarando entre otras cosas:
Nosotros, sin embargo, confesamos: «según la ley», lo que quiere decir que solo la Ley es la regla de santificación, porque así lo enseña la palabra de Dios. Is 8: 20; Sal 119: 105. Y nuestros padres tuvieron tanto celo por adherirse a las ordenanzas de Dios y solo a ellas, que incluso objetaron la observancia de los días festivos cristianos y cultos de oración entre semana. Temían que desear a ser más que lo que el Señor había ordenado en su Palabra resultara en una relajación con respecto a lo que Él había instituido.
Is 8: 20: ¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido. Sal 119: 105: Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino.
Pues bien, en muchos sectores del evangelicalismo protestante, la santificación se iguala con asistir a la iglesia dos veces cada domingo, y al culto de oración entre semana también. Pero tales prácticas no satisfacen el hambre espiritual del hombre, y se añaden otros ejercicios espirituales.
Un médico de Los Ángeles empezó, mientras estaba todavía en Berkeley en 1942, a poner su despertador para las 5:30 a.m., a fin de pasar una hora en oración. Informó de su experiencia la primera mañana:
Entré a tientas a nuestra sala a oscuras. Encendí una luz, me arrodillé frente al sofá y empecé a orar.
Oré por mi familia, amigos, pacientes, los demás médicos del hospital, médicos en otros hospitales, médicos que no tenían hospitales, nuestro país, nuestros soldados, el enemigo, todos los misioneros que conocía. Al fin miré mi reloj. Habían pasado solo 20 minutos.
Volví a recorrer toda lista con más detalle, y por lo menos 60 minutos avanzaron con lentitud. Quedé agotado.
Semana tras semana, Dios no solo se hacía más real para mí, sino que llegaba a ser el significado de toda realidad, y la hora que al inicio me había parecido tan larga ahora llegó a ser más y más preciosa. Toda mi vida, en verdad, fue diferente, y sabía que la inversión de tiempo estaba dando resultados.
Después de la guerra el médico estableció un grupo de oración en Berkeley. Yo no conozco al médico personalmente, pero muchos de los miembros de su grupo eran conocidos míos, así como también algunos de su audiencia. En todos relucía una fuerte santurronería, se habían vuelto adeptos a las largas oraciones, y se preocupaban de que su método fuera la clave del verdadero crecimiento espiritual y la santificación.
El único resultado visible de este «impulso de devoción diseñada por uno mismo» era un crecimiento en fariseísmo, y un creciente desinterés por todo conocimiento real de las Escrituras. La oración sin guardar la Ley puede inducir a la autosatisfacción, pero solo la oración junto con guardar la Ley honra a Dios. Recibí, en verdad, algunos valiosos estudios teológicos y bíblicos de un miembro del grupo que ahora se interesaba en esta vida «más profunda». La condenación de nuestro Señor de los «que piensan que por su palabrería serán oídos» (Mt 6: 7) todavía sigue en pie.
El llamado a la santificación: «Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios» (Lv 19:2) es una convocatoria a obedecer la Ley; es la regla de la santificación.
No hay una nueva palabra; es tan vieja como las Escrituras. La enseñaron muchos santos en toda la Edad Media, y fue primordial para la perspectiva del útero de Lutero. En su comentario sobre Romanos 3:31, «confirmamos la ley»,
Lutero declaró:
Por otro lado, la Ley se establece y confirma cuando se presta atención a sus exigencias y convocatorias. En ese sentido el apóstol dice: «confirmamos la ley»; es decir, decimos que se obedece y cumple por fe. Pero ustedes que enseñan que las obras de la Ley justifican sin fe, invalidan la Ley; porque ustedes no la obedecen; en verdad, enseñan que su cumplimiento no es necesario; la Ley se establece en nosotros cuando la cumplimos de buena voluntad y en verdad.
Pero esto no se puede hacer sin fe. Destruyen el pacto de Dios (de la Ley) los que están sin la gracia divina que se concede a los que creen en Cristo.
Además, en su Catecismo Menor, Lutero enseñó: «La ley nos enseña a los cristianos qué obras debemos hacer para llevar una vida que agrade a Dios. (Una regla)».
Desdichadamente, en otros lugares Lutero reemplazó la Ley con el amor, y Calvino, que también se contradice aquí, a veces requería La ley como regla para la vida, superando a Lutero en su insistencia de que el Estado impusiera ambas tablas de la Ley.

Calvino, en verdad, citó la Ley como «la regla para la vida». El hecho de que los hombres de todos los tiempos no estén claros en este asunto no absuelve al pueblo de Dios; ellos tienen la Ley.

3. EL FALSO PROFETA

INTRODUCCIÓN

El falso testimonio que se prohíbe con el noveno mandamiento incluye falso testimonio respecto a Dios. En Deuteronomio 18:9-22 tenemos no solo una profecía de la venida de Cristo, sino también una prueba para los falsos profetas.
La Ley empieza por prohibir ciertas formas de idolatría que son «medios ilícitos de comunicación con el mundo invisible. Ningún truco de magia, ningún tipo de ritual, puede coaccionar a Dios. Dios no se revela en respuesta a un ritual o rito, ni prospera a los hombres en respuesta a regalos y sobornos. En lugar de acudir a estas «abominaciones» que solo trajeron castigo sobre los cananitas (Dt 18: 12.14), «Perfecto (o recto) serás delante de Jehová tu Dios» (Dt 18: 13).
El comentario de Rashi vale la pena citarlo: «Andarás con Él en sinceridad, y esperarás por Él, y no tratarás de atisbar al futuro, sino que cualquier cosa que te venga, tómala con sencillez y así estarás con él, y serás su porción».
Más importante, sin embargo, es el hecho de que el propósito de estos ritos contrarios a la Ley es la predicción, el deseo de saber el futuro y predecirlo. En un sentido muy literal, el creyente debe andar por fe, y no por vista. La predicción o visión previa precisa y personal del futuro está cerrada para él.
En otro sentido, sin embargo, la Ley misma es dada como medio de predicción para una nación ordenado por Dios. El propósito central de Deuteronomio 27—31 es proveerle al pueblo de Dios un medio verdadero de predicción, y ese medio de predicción es la Ley. Si los hombres desobedecen la Ley, ciertas maldiciones resultan; si obedecen la Ley, resultan bendiciones.
Debido a que la Ley se ocupa de la predicción, el pueblo de Dios evitará todos los medios de predicción que no se ajusten a la Ley. El único principio de predicción es el poder y decreto soberano de Dios; el otro principio de predicción es el poder demoniaco que trata de establecer un concepto independiente y revolucionario de poder y control.
La Ley fue dada por medio de Moisés, pero el medio por el que la Ley fue dada fue aterrador para Israel y los llevó más cerca de la presencia del juicio. Dios, por consiguiente, levantará a otro Profeta, otro Moisés o legislador, «y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare» (Dt 18: 18).
El Gran Profeta, pues, es dado en las condiciones de la Ley original, y como legislador.

LA CLAVE PARA LA RELACIÓN DEL PROFETA CON MOISÉS ES LA LEY.

Se levantarán falsos profetas representando a otro dios o poder, y por consiguiente otra ley. Su falsedad se revelará por sus predicciones falsas. Debido a que el principio de la verdadera predicción es la Palabra y Ley de Dios, todos los profetas, culminando con Jesucristo, hablaron inspirados por Dios sujetos a esta Ley. Jeremías, al profetizar el cautiverio, hizo eco de la predicción-ley de Deuteronomio 27—31; como él habló por inspiración de Dios, pudo también declarar que el cautiverio duraría setenta años (Jer 25: 11).
La clave del asunto es la Ley. Donde no hay Ley, no hay verdadera profecía, ni tampoco un verdadero hablar por Dios ni verdadera predicción. Dondequiera y cada vez que los cristianos han descuidado la ley, los charlatanes los han descarriado con facilidad y prontitud.
Un clásico ejemplo de esto fue Peregrino Proteo, un filósofo cínico que murió en el 165 d.C., pero que ha tenido sus defensores entre algunos filósofos modernos, así como también entre los de su época como Aulo Gelio. La carrera de Peregrino lo vio en muchas regiones: en Roma (de donde fue desterrado por insultar al emperador Antonino Pío), en Atenas como maestro, en Siria donde lo encarcelaron, y así por el estilo. En su juventud, deambuló por Armenia, con resultados desdichados, según Luciano:
Esta creación y obra maestra de la naturaleza, este canon de Policleto, tan pronto como llegó a la mayoría de edad fue sorprendido en adulterio en Armenia y recibió una sonora golpiza, pero finalmente saltó del techo y se escapó por un pelo. Después corrompió a un muchacho atractivo, y pagando tres mil dracmas a los padres del muchacho, que eran pobres, logró que no lo llevaran ante el gobernador de la provincia de Asia.
Todo esto y cosas parecidas propongo que se dejen a un lado; porque todavía era barro sin forma, y nuestra «imagen santa» todavía no se había consumado para nosotros. Lo que le hizo a su padre, no obstante, vale la pena oírlo; porque todos lo saben, han oído cómo estranguló al anciano, incapaz de tolerar que viviera más allá de sesenta años. Entonces, cuando el asunto fue pregonado por todas partes, se condenó a sí mismo al exilio y a vagabundear de país en país.
Peregrino se dirigió a Palestina y rápidamente se asoció con varios cristianos antinomianos, y llegó a ser su «profeta, líder sectario, jefe de la sinagoga, y todo lo demás, todo por sí mismo». Llegó a ser para estas personas su nuevo señor; «lo reverenciaban como dios, lo utilizaban como legislador, y lo establecieron como protector, junto a aquel otro, con certeza, a quien todavía adoraban, el hombre que fue crucificado en Palestina, porque introdujo esta nueva secta al mundo».
Llegó a ser conocido como «el nuevo Sócrates».
Peregrino también acogió ideas hindúes y en general se convirtió en un tipo de profeta universal.
Encarcelado en Siria, lo ayudaron con generosidad aquellos pseudo-cristianos, y el gobernador de la provincia dejó en libertad a Peregrino como filósofo injustamente perseguido.
Peregrino ya tenía arreos profesionales: Llevaba el cabello largo, vestía un manto sucio, «tenía una cartera colgada a un lado, bordón en la mano, y en general era muy histriónico en su paso». Cuando volvió a su casa, en una pequeña población de Grecia, halló hostilidad allí debido al asesinato de su padre por la herencia.
Peregrino dio la cuantiosa herencia a la ciudad, y las acusaciones de asesinato se retiraron. El pueblo lo alabó como «“¡El único y solo filósofo! ¡El único y solo patriota! ¡El único y solo rival de Diógenes y Crates!”. Sus enemigos quedaron amordazados, y a cualquiera que trataba de mencionar el asesinato lo apedreaban al instante».
Más tarde se indispuso con sus seguidores pseudo-cristianos, y buscó nuevos mundos para conquistar estudiando bajo un famoso ascético pagano.
Después se fue lejos una tercera vez, a Egipto, a visitar a Agatóbulo, en donde tomó ese maravilloso curso de entrenamiento en ascetismo, rapándose la mitad de la cabeza, recubriéndose la cara con lodo, y demostrando lo que ellos llamaban «indiferencia» alzando su vara en medio de una enloquecida chusma de mirones, además de dar y recibir golpes en la espalda con una barra de hinojo, y haciendo de embaucador incluso más audazmente de muchas otras maneras.
Más adelante fue a Roma, de donde lo desterraron; se fue a Atenas, y de nuevo luego tuvo problemas. Por último, con su reputación cuesta abajo, diseñó un plan para buscar publicidad: en los siguientes Juegos Olímpicos, a un año de distancia, se incineraría a sí mismo. Peregrino de inmediato estuvo bajo los reflectores de nuevo.
Algunos sostenían que esperaba que le prohibieran sus planes, porque el sitio escogido era un sitio santo y cercano. Peregrino mismo anunció que «se volvería espíritu guardián de la noche; es claro, también, que ya codiciaba altares y esperaba que se le hicieran imágenes de oro». En el día señalado para el servicio funeral pre-pira, Peregrino salió y, en un largo discurso, declaró: «Deseo beneficiar a la humanidad mostrándole la manera en que uno debe menospreciar la muerte». Algunos gritaron: «¡Preserva tu vida para los griegos!», pero la mayoría gritó:
«¡Cumple tu propósito!». Cuando los juegos terminaron algunos días después, Peregrino saltó a las llamas; Luciano lo describió como «un hombre que (para decirlo brevemente) nunca fijó su vista en las verdades, sino que siempre dijo e hizo todo con el ojo en la gloria y elogio de la multitud, incluso hasta el punto de saltar al fuego, en donde con certeza no disfrutó del elogio porque no pudo oírlo».
El caso de Peregrino se ha citado con algún detalle precisamente porque por lo común ahora no es controversial y por consiguiente ilustra fácilmente el problema de los líderes religiosos antinomianos. Como Peregrino son, en primer lugar, hombres impíos, antinomianos. Puede haber grados de diferencia en su moralidad, pero su carácter básico es el mismo. Segundo, en lugar de un celo por la Palabra y Ley de Dios, hay un celo por la autopromoción y la gloria propia.
Hay muchos que dicen tener revelaciones especiales y una palabra fresca de profecía. Por ejemplo, un anuncio de 1970 hablaba de una «campaña» continua de un «evangelista» cuyo tema el domingo por la noche era «Jesús entró en mi cuarto y me habló en Jerusalén». ¿Puede alguien imaginarse a San Pablo realizando tal «campaña»?
Sin embargo, los que no enseñan toda la palabra de Dios no son menos culpables de ser falsos profetas. Los que descuidan la Ley no tienen evangelio, porque han negado la justicia de Dios que es primordial para el evangelio.
Se exige la pena de muerte para todo el «que tuviere la presunción de hablar palabra en mi nombre, a quien yo no le haya mandado hablar, o que hablare en nombre de dioses ajenos, el tal profeta morirá» (Dt 18: 20). Esta ley es en parte responsable de las ejecuciones de los herejes en la época medieval y durante la
Reforma, y estas ejecuciones ahora se condenan fuertemente. Claro, en la mayoría de los casos aquellas ejecuciones incluyeron otras presuposiciones. Es más, el punto de esta ley se interpretó en forma errada. Las herejías eran a menudo serias, y las ejecuciones a menudo fueron injustificadas, pero la Ley aquí no trata de las herejías ni cuestiones de doctrina, por importantes que sean, sino de la profecía de predicción según un dios y ley ajenos o falsos.
Tal profecía de predicción descansaba como el sacrificio de niños, la hechicería, la magia y las prácticas relacionadas descritas al principio de esta ley (Dt 18: 9-14) en una fe anti-Dios, constituía traición a la sociedad y representaba orden legal ajeno y revolucionario.

TOLERARLO ES UN SUICIDIO.

Los que deliberadamente enseñan un orden legal revolucionario son traidores al orden legal existente. Los que predican por codicia, avaricia, o tendencias antinomianas un punto de vista defectuoso de las Escrituras también son traidores, aunque no en el mismo sentido ni al mismo grado.
Ninguna sociedad puede dejar sin castigo a los que se aparten de su fe fundamental.
Las sociedades marxistas ejecutan a los que discrepan o cuestionan su dogma fundamental. Los estados socialistas y democráticos son menos severos, pero con todo ejecutan a los traidores que dan ayuda y alivio al enemigo. O bien se defiende la presuposición religiosa fundamental de la sociedad, o la sociedad perece. En un orden social cristiano, no son las desviaciones eclesiásticas las que deben ser preocupación civil, sino más bien los desafíos a su estructura legal.
Permitir la revolución es perecer. La tolerancia se debe conceder a diferencias dentro de un sistema legal, pero no a los dedicados a derrocar ese sistema legal.
Roma, al perseguir a la iglesia primitiva, estaba tratando de preservar su orden legal; los emperadores veían claramente la disyuntiva: Cristo o César. Su premisa moral y religiosa era falsa, pero su inteligencia civil era sólida: o el imperio pagano o la iglesia tenía que morir. No vieron que el imperio ya estaba muriéndose, y que la muerte de los cristianos no salvaría la vida precaria de Roma. Fue la comprensión de Constantino de este hecho la que condujo al reconocimiento del cristianismo.

La relación de las varias clases de predicción falsa (hechicería, magia, espiritualismo, etc.) con la subversión merece una estudio extenso. No es coincidencia que el Primero de Mayo, día del festival antiguo del culto a la fertilidad de las brujas, ha sido muchas veces un día de importancia central para los revolucionarios, como lo atestiguan los marxistas. Los abogados anticristianos que lo celebran como «día de la ley» tienen en mente una ley anticristiana.