EL NOVENO MANDAMIENTO

DESCARGAR PDF

INTRODUCCIÓN

El noveno mandamiento, «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio» (Éx 20: 16), se ha malinterpretado como que quiere decir: «En todo momento y bajo toda circunstancia debes decir la verdad a todos los hombres que te pregunten algo».
El 15 y 16 de octubre de 1959 este escritor habló en una conferencia para maestros de escuelas cristianas en Lynden, Washington. La sustancia de las conferencias, con material adicional, más tarde se publicó como un libro, Intellectual Schizophrenia [Esquizofrenia intelectual]. Durante las conferencias, y después de la publicación, varios religiosos «reformados» atacaron acerbamente a este escritor por sus comentarios respecto a Rahab y su mentira sobre los espías israelitas a quienes escondió, y cuyas vidas salvó. Se destacó lo siguiente:
Rahab tuvo que tomar una decisión:
(1) Podía decir la verdad y entregar a los espías, dos hombres santos, a la muerte.
(2) Podía mentir y salvarles la vida. Este es el tipo de situación que el moralista detesta y rehúsa aceptar.
Cualquier curso de acción incluye algún mal, por más que el moralista trate de negarlo. La pregunta es: ¿Cuál es el menor de los males? Nuestras opciones raras veces son entre blanco y negro; rara vez tenemos el lujo poder tomar una decisión absoluta. Pero lo que sí tenemos es la oportunidad continua de tomar decisiones según una fe absoluta, por gris que sea la situación inmediata.
Esta fe la tuvo Rahab. El que ella mintiera o no era relativamente sin importancia comparado con la vida de dos hombres de Dios. Mintió y les salvó la vida. Por eso Santiago la destaca, junto con Abraham, como un ejemplo de fe vital, de fe que no fue una mera opinión sino una cuestión de vida y acción (Stg 2:25). Repito: Hebreos 11:31 destaca este mismo acto como un ejemplo de verdadera fe. Es una evasión inútil tratar de extraer algo del hecho como digno de elogio en tanto que se le condena por la mentira, y por violación de la unidad de la vida.
Rahab mintió, pero su mentira representaba una opción moral entre hacerlo o enviar a dos hombres santos a la muerte, y por eso ella llegó a ser antepasada de Jesucristo (Mt 1: 5). Para el moralista, es importante mantenerse firme en su santurronería, y la alternativa de Rahab es intolerable, porque eso hace un tipo de pecado ineludible a veces.
Para el hombre santo, que se pone firme no en su justicia, sino en la justicia de Cristo, su pureza no es lo importante, sino que se haga la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios, en esta situación, sin duda era que se les salvara la vida a los espías, y no que la persona saliera de la situación pudiendo decir: Nunca digo una mentira.
Pero, nos dice el moralista, si Rahab hubiera dicho la verdad, Dios habría estado obligado a honrar su integridad y librarla a ella y a los espías, pues Rahab tenía la obligación de decir la verdad independientemente de las consecuencias.

AQUÍ INTERVIENEN VARIAS FALACIAS CARACTERÍSTICAS DEL MORALISMO:

1. Se sostiene que la decisión moral es algo sencillo, sin complicaciones, racional.
2. Una decisión siempre es entre el bien y el mal absolutos.
3. La cuestión central siempre es la preservación de la pureza moral del individuo antes que un factor trascendente.
4. La justicia poética siempre opera; la virtud siempre es rescatada y recompensada, y la verdad siempre sale triunfante.
Pero esto no es cristianismo bíblico, sino deísmo del siglo 18 ¡con una fuerte dosis de cuentos de hada! Pablo podía decir, haciendo eco del Salmo 44: 22: «Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero» (Ro 8: 36). El que las Escrituras afirmen un postrer triunfo de los píos (no los morales) está más allá de toda duda, pero eso no confirma el concepto de la justicia poética. No podemos permitir que se proyecte en las Escrituras una falsificación tan radical de la fe.
La doctrina de que la justicia poética funciona requiere que se rescriban las Escrituras, la Historia y la literatura.
Estos críticos han insistido en que Dios bendecirá y librará a la persona que dice la verdad en todo momento. Hay que añadir que estos defensores de decir la verdad en todo momento han sido notorios mentirosos. Piensan que tienen el derecho de negar que hayan hecho alguna declaración a menos que se reproduzcan las palabras exactas, hasta la última sílaba, de manera exacta. Tal razonamiento farisaico es característico de su manera de pensar.
Sin embargo, ¿nos exige Dios que digamos la verdad en todo momento? Tal proposición es altamente cuestionable. El mandamiento es muy claro: no debemos decir falso testimonio contra nuestro prójimo, pero esto no quiere decir que nuestro prójimo o nuestro enemigo siempre tenga derecho a oír de nosotros la verdad, o alguna palabra, en cuestiones que no les incumben, o que son de naturaleza privada para nosotros.
Ningún enemigo o criminal tiene derecho alguno a recibir de nosotros ningún conocimiento que pudiera usar para hacernos mal. Las Escrituras no condenan a Abraham y a Isaac por mentir a fin de evitar asesinato y violación (Gn 12: 11-13; 20: 2; 26:6, 7); por el contrario, Dios los bendice ricamente a ambos, y los hombres que los pusieron en una posición tan desdichada reciben condenación y castigo (Gn 12: 15-20; 20: 3-18; 26:10-16).
Tales ejemplos abundan en las Escrituras. Nadie que trata de hacernos daño, de violar la Ley con respecto a nosotros o a otra persona, tiene derecho a la verdad.
Más que eso, hay base bíblica para decir que es un mal decirles la verdad a los hombres malos y permitirles con ello que aceleren su mal. Asaf declaró: «Si veías al ladrón, tú corrías con él, y con los adúlteros era tu parte» (Sal 50: 18). Ver el robo y guardar silencio es ser parte del robo. Ver a los hombres planeando robo o asesinato, y luego responder con la verdad respecto a dónde se halla el hombre, la mujer o la propiedad que quieren matar, violar o robar es ser parte de su delito. Decir la verdad en un caso así es tener participación en el delito.
En ese sentido Rahab, si hubiera dicho la verdad, hubiera sido cómplice de la muerte de dos hombres.
El hecho de que el noveno mandamiento no requiera o exija que se renuncie a la intimidad se ha reconocido por largo tiempo y se ha plasmado como ley. La quinta enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de 1787 declara que a nadie «se le obligará, en ningún caso penal, a ser testigo contra sí mismo». Un hombre puede confesar; puede decidir testificar a su propio favor, en cuyo caso no debe perjurar; pero no se le puede obligar a ser testigo contra sí mismo.
Si testifica a su favor, no se le pueden hacer preguntas ajenas al caso entre manos. Por esta razón, el cristiano debe oponerse al uso del detector de mentiras con cualquier hombre, voluntariamente o de otra índole, porque al sujeto así se le puede obligar a testificar sobre cuestiones ajenas y por consiguiente invadir su privacidad.
Para volver al asunto de la veracidad, el cristiano está bajo obligación ante Dios de decir la verdad en todo momento en donde existe comunicación normal.
Este decir la verdad no quiere decir exponer nuestra privacidad, sino dar un testimonio verdadero en relación con nuestro prójimo. No se aplica a acciones de guerra. Espiar es legítimo, y también lo son los métodos engañosos en la guerra.

LA PROTECCIÓN CONTRA LOS LADRONES EXIGE OCULTACIÓN Y PAREDES.

Pensar que podemos decir la verdad en una situación comparable a la de Rahab, y que Dios milagrosamente nos librará a nosotros y a los hombres cuyas vidas están en juego, no solo es insensato sino también teología demoniaca. Sostener que Dios debe librarnos en tales circunstancias es ceder a la tentación satánica de someter a Dios a prueba.
La segunda tentación de Satanás a Jesucristo, el último o segundo Adán, era que se arrojara del pináculo del templo y exigiera que Dios lo rescatara. Jesús le dijo a Satanás: «Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4: 7). Jesucristo dejó en claro que nadie podía someter a Dios a prueba, ni imponerle requisitos. Nadie puede imprudentemente exponer a dos hombres a la muerte so pretexto de su deber de decir la verdad a pesar de las circunstancias, esperando que Dios libre a los hombres cuando el mismo individuo se niega a librarlos. Fue Satanás el que sostuvo que el hombre tenía el deber de someter a Dios a prueba: «¿Conque Dios os ha dicho…?» (Gn 3: 1).
Al respecto, la posición de John Murray, destacado teólogo, merece examen.
En respuesta a la pregunta: «¿Qué es la verdad?» Murray dijo:
La respuesta de nuestro Señor a Tomás: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14: 6) señala la dirección en la que debemos hallar la respuesta.
Debemos tener en mente que «la verdad» en el uso de Juan no es tanto la verdad en contraste con lo falso, o lo real en contraste con lo ficticio. Es lo absoluto en contraste con lo relativo, lo supremo en contraste con lo derivado, lo eterno en contraste con lo temporal, lo permanente en contraste con lo pasajero, lo completo en contraste con lo parcial, lo sustancial en contraste con la sombra.
Jesús, al declarar que Él era la verdad, «está enunciando el asombroso hecho de que pertenece a lo supremo, lo eterno, lo absoluto, lo no derivado, lo completo».
La verdad se refiere a «la santidad del ser de Dios como el Dios viviente y verdadero.
Él es el Dios de verdad y toda la verdad deriva de Él su santidad ». Murray reconoció la validez de ocultar la verdad:
Es muy cierto que las Escrituras permiten ocultar la verdad de los que no tienen derecho a ella. De inmediato reconocemos la justicia de esto. ¡Qué intolerable sería la vida si estuviéramos bajo la obligación de revelar toda la verdad!

Y EL OCULTARLA ES A MENUDO UNA OBLIGACIÓN QUE LA MISMA VERDAD REQUIERE.

«El que anda en chismes descubre el secreto; Mas el de espíritu fiel lo guarda todo» (Pr 11: 13). También es cierto que los hombres a menudo abdican su derecho a saber la verdad y no estamos bajo obligación de trasmitírsela.
Sin embargo, sobre el caso de Rahab, y otros parecidos en las Escrituras, Murray se equivoca:
No debe pasar inadvertido que las Escrituras del Nuevo Testamento que elogian a Rahab por su fe y obras hacen alusión solo al hecho de que recibió a los espías y los envió por otro camino. No se puede levantar dudas en cuanto a la propiedad de estas acciones por ocultar a los espías de los emisarios del rey de Jericó.
La aprobación de las acciones no implica, ni por lógica ni en términos de la analogía provista por las Escrituras, la aprobación de la falsedad específica que se le dio al rey de Jericó. Es teología extraña la que insiste que la aprobación de su fe y obras al recibir a los espías y ayudarlos a escapar debe abrazar la aprobación de todas las acciones asociadas con su conducta encomiable.
Al contrario de Murray, debemos insistir en que es una teología muy extraña la que reconoce que Dios aprobó la fe y la acción de Rahab, pero que la mentira con la que logró el rescate de alguna manera era mala. La posición de Murray no tiene evidencia bíblica; significa dividir erróneamente la Palabra, tratar de separar un hecho de sí mismo, y negar que el elogio de Dios del hecho en verdad fuera un elogio.
El mismo contrasentido farisaico se dice respecto a las parteras que salvaron la vida de los israelitas recién nacidos, a los que debían matar al nacer. Según Murray:
La evidente prevaricación de las parteras de Egipto se ha argumentado como respaldo a la falsedad bajo las condiciones apropiadas. «Y las parteras respondieron a Faraón: Porque las mujeres hebreas no son como las egipcias; pues son robustas, y dan a luz antes que la partera venga a ellas. Y Dios hizo bien a las parteras; y el pueblo se multiplicó y se fortaleció en gran manera» (Éx 1:19, 20). La yuxtaposición aquí parece llevar el endoso de la respuesta al faraón.
Concedamos, sin embargo, que las parteras en efecto dijeron una falsedad y que su respuesta fue en realidad falsa. Con todo, no hay respaldo para concluir que se endose la falsedad, mucho menos que es la falsedad lo que se tiene a la vista cuando leemos: «Y Dios hizo bien a las parteras» (Éx 1: 20).
Las parteras temieron a Dios al desobedecer al rey y fue debido a que temieron a Dios que el Señor las bendijo (cf. vv. 17, 21). No es nada extraño que su temor de Dios haya coexistido con la debilidad moral. El caso es que no hay respaldo para la falsedad que se pueda derivar de este ejemplo más que de los casos de Jacob y Rahab.
Ese es un razonamiento asombroso. Murray llama el informe de las parteras «prevaricación» y «falsedad»; más sinceramente, llamémoslo una mentira. Incluso más, ¿qué podemos llamar a la separación que hace Murray entre la mentira de las parteras que salvaron la vida de los nenes sentenciados a muerte y la bendición de Dios sobre las parteras? Está claro que se presenta como causa y efecto.
Las parteras mintieron porque temieron a Dios más que al faraón. Su temor a Dios se manifestó precisamente en la mentira, a riesgo posiblemente de su vida, para salvar la vida de los niños del pacto de Dios. Su mentira no fue, al revés de lo que dice Murray, «debilidad moral» sino valor moral, así como lo fue la mentira de Rahab.
La debilidad moral en el asunto es enteramente de Murray y sus seguidores.
El faraón estaba en guerra contra Dios y contra Israel; había esclavizado a Israel, maltratado a su pueblo, y a sus recién nacidos los había sentenciado a muerte.
Esto era una guerra; incluso más, era asesinato legalizado y en masa. Las parteras le mintieron al faraón para salvar las vidas de los niños. Era mentir; estaba claramente justificado. Y Dios lo bendijo.

HAY UNA LARGA TRADICIÓN AQUÍ DE FILTRAR EL MOSQUITO Y TRAGARSE EL CAMELLO.

San Agustín se entregó a un razonamiento peculiar para aceptar la afirmación de las Escrituras con respecto a las parteras. Declaró: «Si una persona que solía decir mentiras para hacer daño viene a decirlas por razón de hacer el bien, la persona ha hecho gran progreso».
En otras palabras, las parteras habían sido horribles mentirosas, y habían mejorado: ¡mintieron por una buena causa! Para Agustín, «estos testimonios de las Escrituras no tienen otro significado que el que jamás debemos decir una mentira». Si siempre decimos la verdad, decía Agustín, usando mal un pasaje, Dios siempre abrirá un camino de escape (1ª Co 10: 13).
Las parteras también sufrieron a manos de Calvino, a pesar de la bendición de Dios. Según Calvino:
En la respuesta de las parteras hay que observar dos males, puesto que ninguna confesó su piedad con llaneza apropiada, y lo que es peor, escapó mediante falsedad. Si bien se deben reconocer ambas cosas, de que las dos mujeres mintieron, y, puesto que la mentira es desagradable a Dios, que pecaron tampoco hay ninguna contradicción con esto en el hecho de que se les elogia dos veces por su temor a Dios, y que se dice que Dios las recompensó; porque en su indulgencia paternal con sus hijos Él todavía valora sus buenas obras, como si fueran puras, a pesar de que puedan haber estado contaminadas por alguna mezcla de impureza.
Es más, no hay acción tan perfecta como para estar absolutamente libre de mancha; aunque parezca más evidente en algunos que en otros. Así que, aunque estas mujeres fueron demasiado pusilánimes y tímidas en su respuesta, debido a que actuaron con fortaleza y valor, Dios soportó en ellas el pecado que de otra manera hubiera condenado merecidamente.
Calvino no solo hubiera hecho que las parteras le dijeran la verdad al faraón, sino también que le dieran testimonio, convirtiendo a la audiencia en un tipo de culto de testimonios. No solo que un testimonio de las dos mujeres hubiera sido imposible en una audiencia real, sino que hubiera sido inmoral en términos de las palabras de Cristo: «No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y os despedacen» (Mt 7: 6).
Mucho más en las Escrituras desmiente la creencia de Calvino de que las mujeres debían haberle testificado al faraón. Según Salomón:
El que corrige al escarnecedor, se acarrea afrenta; el que reprende al impío, se atrae mancha.
No reprendas al escarnecedor, para que no te aborrezca; corrige al sabio, y te amará (Pr 9: 7, 8).
En algo Calvino tenía razón; las mujeres mintieron, pero, a pesar de Calvino,

DIOS DE NINGUNA MANERA DESAPROBÓ SU ACCIÓN.

No obstante, Hodge citó el caso de las parteras como «una intención de engañar» que no fue «culpable». Él no amplió el punto, sin embargo, y desdichadamente, su posición ha tenido demasiados pocos seguidores. Park elogió a las parteras, pero basa la acción de ellas en un «sentido humanitario» y la llama «verdadera religión», lo que le da al texto un giro humanista que no está allí.
El teólogo presbiteriano del sur Dabney, al analizar el significado del noveno mandamiento, declaró que «el hombre puede matar, cuando la vida culpable se entregue a Dios y él autorice al hombre que la destruya, como agente Suyo. Por lo tanto, supongo yo, los propósitos extremos de agresión injusta y maligna, dirigidos contra nuestra propia existencia, constituyen una falsificación de derechos por parte de un atacante culpable». La agresión inicua resulta ser «una falsificación de derechos de parte del atacante culpable», y Rahab, las parteras y otros santos de la antigüedad son inocentes.
Las Escrituras hablan en abundancia del hecho de que Dios detesta la mentira (Pr 6: 16-19; 12: 22; Lv 19: 11; Col 3: 9, etc.). Se dice que Satanás es el padre de las mentiras (Jn 8: 44; Hch 5: 3). Los que critican a Rahab y a las parteras (tanto como a Abraham, Isaac y los demás) no citan versículos como 1ª Reyes 22: 22, 23, en donde se declara que Dios puso un espíritu mentiroso en la bocas de los falsos profetas a fin de engañar a un rey falso. Esto se debe a que esto está contra su absolutismo. Y eso es el meollo del asunto.
¿Debemos, de manera platónica, absolutizar la veracidad como una palabra, idea o universalidad por encima de Dios, o solo Dios es absoluto? Absolutizar el decir la verdad es hacer de las Escrituras un absurdo, porque Dios en su poder soberano es el único absoluto. La veracidad está siempre en relación con Dios, y en términos del Dios absoluto y su Ley.
El hombre tiene la obligación de decir la verdad en todas las circunstancias normales, pero no podemos permitir que los malos roben, asesinen o violen por decir nosotros la verdad, que debe en todo momento tener relación con un Dios absoluto antes que con una idea absoluta.
El Catecismo Menor de Westminster, en las preguntas 77 y 78, nos lleva al corazón del asunto con sus respuestas:
P. 77. ¿Qué se exige en el Noveno Mandamiento?
R. El noveno mandamiento exige que sostengamos y promovamos la verdad entre hombre y hombre como también nuestra buena fama y la de nuestro prójimo. Especialmente al dar testimonio. Efesios 4: 25; 1ª Pedro 3: 16; Hechos 25: 10; 3 Juan 12 Proverbios 14: 5, 25.
P. 78. ¿Qué se prohíbe en el noveno mandamiento?
R. El noveno mandamiento prohíbe todo lo que perjudica a la verdad, o que daña a nuestro buen nombre o al de nuestro prójimo. Colosenses 3:9; Salmo 12:3; 2 Corintios 8:20, 21; Salmo 15:3.
Si esta ley no nos permite perjudicar «el buen nombre de nuestro prójimo», ¿cuánto menos se nos permite ayudar a hombres malos para que roben su propiedad, violen a las mujeres de su familia o lo maten? La veracidad bajo tales circunstancias no es una virtud, sino cobardía moral.
El concepto de veracidad implícito en los que critican a Rahab, las parteras, Abraham, Isaac y otros, se relaciona con una doctrina pagana de santificación. En el paganismo, la perfección propia del individuo es el ideal religioso y el propósito de la santificación. El individuo perfecto es su propio supremo.
La meta que se persigue, sea por los sufíes o Buda, no se refiere a Dios y su orden legal, y muy a menudo tiene escasa relación con otros hombres. El yo es el mundo de la santidad pagana, y la perfección del yo, la meta. El resultado es un concepto de santidad y de veracidad que es abstracto. En otras palabras, se le abstrae de la realidad de Dios y su ley, y de la realidad de un mundo en guerra.

Un moralismo abstracto y no cristiano puede declarar que es santo decir la verdad a los enemigos y con ello conducir a la masacre de amigos, prójimos y seres queridos, porque la única cuestión es la pureza abstracta del alma. Tal doctrina no es cristiana.